Memoria o rencor

Si el rencor se basa en la memoria —aunque sea de agravios reales o supuestos—, no debe parecernos tan extraño que un congreso que lleva la manoseada palabra en su frontispicio haya cosechado sus titulares más floridos gracias a un ponente, Emilio Guevara, que dedicó toda su intervención a verter su rancio resentimiento. Qué linces, los que podaron el programa de presencias potencialmente inconvenientes y franquearon el paso a quien, armado de una fumigadora de odio, llegaba dispuesto a ajustar cuentas con el pasado. Con su pasado, no con el común, que era el que daba razón de ser al simposio de Bilbao. Así se construye la convivencia, sí señor, afilando las viejas rencillas y renovando los dos estabularios de rigor; aquí, los heroicos constitucionalistas y allá los pérfidos abertzolosos. O con o contra. Justamente, lo que tratamos de superar… y, por fortuna, ya hemos superado en buena parte.

Propugna el despechado Guevara una “ley de Claridad a la española” (sic) para “frenar el chantaje nacionalista” (otra vez sic). Su descarga estuvo trufada de decenas de demasías biliosas como esa. Está de más reproducirlas. Aparte de que hacerlo únicamente aumentaría el caudal de afrentas, cabe preguntarse qué valor tienen las opiniones de alguien que hace no muchos calendarios defendía exactamente lo contrario. Si entonces estaba tan equivocado, ¿cómo sabe que no lo está ahora? ¿Cómo sabemos los demás que no volverá a caerse del caballo camino de Damasco y empezará a propalar animosamente el nuevo credo al que se reconvierta?

Como yo mismo no pienso exactamente lo que pensaba hace quince, veinte o veinticinco años (por lo menos, en algunas cuestiones), respeto el derecho a renovar los idearios. Tenemos mil ejemplos de personas que han pasado con naturalidad de alfa a beta. Y otros dos mil, ay, de tipos como Guevara que han cruzado de yin a yan en un par de días. Su credibilidad es cero.

Justicia y paz

Aparco mis no pocas reservas mentales hacia Shlomo Ben Ami para detenerme en la resbaladiza —casi provocativa— frase que el veterano dirigente laborista israelí pronunció el lunes en el congreso jibarizado de Bilbao. La repitió, palabra arriba o abajo y con reflexiones e inflexiones que ayudan a comprenderla mejor, en la entrevista que ayer publicaba Deia: “Con justicia plena no habrá paz duradera”. Escuchada o leída en frío, la idea hace que salten las alarmas de nuestra conciencia macerada en almíbar buenrollista. Toda la vida creyendo —aunque sin un solo ejemplo práctico que lo confirmara a lo largo de la historia— que la justicia y la paz eran siamesas, y ahora viene alguien que sabe lo suyo de conflictos a bajarnos de la nube y a explicarnos que no puede ser sopas y sorber al mismo tiempo.

He sido muy crítico con este simposio cosido a medida para el cada vez más candidato y menos lehendakari López, pero lo daría por plenamente justificado si sirviera para que nos entrara en la cabeza la realidad enunciada por Ben Ami. Como sigamos imaginando con los ojos cerrados un futuro con pétalos de rosa y música de violín, acabaremos embarrancando en una depresión de caballo… si es que no volvemos a las andadas en cuanto cada cual decida imponer por la fuerza su versión de la paz justa o de la justicia pacífica. Ojo con la semántica, que la carga el diablo.

Escribiendo aquí mismo sobre la reconciliación o el idealizado relato compartido, ya he dicho que es imprescindible que vayamos modulando las expectativas. Venimos de la casi nada y aspiramos al absolutamente todo. De estar haciéndonos la vida imposible a darnos piquitos cada vez que nos crucemos por la calle. Eso no va a ser jamás así y más vale que lo interioricemos, del mismo modo que hemos de estar dispuestos a palmar en algo. O más paz o más justicia. A ver cómo hacemos para que no sobre ni falte ninguna de las dos.

Los conmemoradores

Siento mucho ser la nota discordante, porque en estos casos tal vez proceda callarse y sumarse al cortejo, pero no puedo evitar dejar negro sobre blanco el áspero sabor de boca y el dolor de corazón que me ha quedado tras la conmemoración de los 75 años del horror de Gernika. No hablo de esos idiotas malnacidos que vuelven a la cantinela de los incendiarios rojoseparatistas ni de los chusqueros —hay tanto sargento Arensivia en el ejército español— que montan maniobras en Elgeta por joder. Ni siquiera de aquellos a los que su mala conciencia de complicidad retrospectiva (PP, UPyD) o su cobardía (PSE) les impide apoyar en el Parlamento vasco una inocua petición para que se reconozca, qué menos, el daño causado. A unos y a otros los daba por amortizados. Me han resultado bastante más ofensivos los que han querido hacer del aniversario un festejo o un trampolín de lucimiento.

La memoria convertida en espectáculo, moda de unos días o excusa para juegos florales de ególatras es más letal que la pura desmemoria. Casi prefiero el cruel olvido o, desde luego, la evocación de una minoría sincera —esos que siempre han estado ahí— que un recuerdo domesticado que apesta a Ambipur oficialista o a la colonia que mean los que esta semana nos han despachado sus plañidos presuntamente estéticos y ocurrentes. Conozco muy a mi pesar a cuatro o cinco de estos conmemoradores a mayor gloria propia y no tengo ni la menor duda de que, de haber vivido en 1937, se habrían presentado ante Mola o los gerifaltes de la Legión Cóndor con una larga lista de objetivos que destruir y molestos paisanos que apiolar. Patanes serviles del amo que sea, por salvar su culo, deshacerse de rivales y trepar en el escalafón, luego habrían corrido a contarle al mundo que los enemigos de Dios y de la Patria habían arrasado su propia villa santa. Hoy, macabra ironía, cubren la tragedia de melaza sentimentaloide. Qué asco.

Todas las víctimas (II)

Pueden evitarse la lectura de esta columna. Es la misma de ayer, con el IVA actualizado de frustración y estupor por el espectáculo que nos arrojaron a la cara en la policonmemoración desacompasada de lo que llaman, qué atrevimiento, Día de la Memoria. Habrán notado que en la frase anterior falta un sujeto: ¿quién o quiénes fueron los que nos hicieron ese inmenso desprecio? Podría refugiarme en expresiones como “los políticos” o, afinando más, “nuestra clase política”. Renuncio a ello deliberadamente como huyo, salvo error u omisión, de cualquier generalización que haga tabla rasa o saco único. Ya baja lo suficientemente cumplido el caudal universal de las injusticias como para añadir unas gotas gratuitas.

Mírese cada cual la alforja donde lleva la conciencia y concluya si tuvo esa altura de miras que tanto y tan desafinadamente se cacarea. Ni siquiera pido una confesión pública con propósito de enmienda. Ya sé que es más fácil prescindir de un principio que de un voto. Bastará (y si no, también) que hagan un leve ajuste de cuentas consigo mismos y le digan a su Pepito Grillo interior si, en nombre de esas víctimas —cualesquiera— que decían honrar, tuvo algún sentido lo que hicieron… o lo que dejaron de hacer.

¿A qué vino convertir una corona de flores en un panfleto de propaganda con olor a autoafirmación revanchista? ¿Qué mente perversa parió ese galimatías con envoltorio de declaración institucional en que, tratando de contentar a tirios, troyanos y lacedemonios, se consiguió disgustarlos a todos? ¿Por qué cada institución pareció participar en un concurso de quién homenajea mejor y con mayor solemnidad? ¿Por qué hablan los que deben guardar silencio y callan los que hace un buen rato deberían haber alzado la voz? ¿Tanto cuesta, sin más pero también sin menos, respetar el dolor y el sufrimiento sean cuales sean los dardos que los provocaron? La memoria, claro, es selectiva.

Todas las víctimas

Queda muy lustroso en el calendario oficial un día dedicado a la memoria de las víctimas. Seguro que quienes lo concibieron imaginaron fotografías y discursos desbordantes de emotividad, tal vez canjeables por votos contantes y sonantes. El dolor, extraído de las entrañas con métodos similares a los de ese gas alavés que se pretende ordeñar de las piedras, ha llenado más de una urna. Que dé un paso al frente quien no se haya amorrado al pilo de las lágrimas o a su vecino, el de la rabia, calculadora en ristre.

Era más fácil, claro, cuando las víctimas eran sólo unas muy determinadas, escogidas a mano entre los pedigrís más puros, cuidando siempre que tuvieran una docilidad ovejuna. Conste que ya entonces el genérico era una mentira, porque aun habiendo recibido sus heridas de las mismas siglas, no todas se prestaban al pastoreo ni mucho menos se resignaban a ser reducidas única y exclusivamente a la condición de dolientes perpetuos. Aunque nadie hiciera reportajes artificialmente lacrimógenos (cuando no directamente de casquería) sobre ellas, cientos de personas fueron capaces de seguir siendo lo que eran —periodistas, dependientes, auxiliares administrativos— antes de que ETA les destrozara su vida. Sobreponerse fue su forma de rebelarse ante la injusticia que habían padecido. Quedaron excluidas de cualquier reconocimiento. Y junto a ellas, otras miles de personas alcanzadas por una violencia diferente de la única admitida.

Qué vileza, qué miseria, qué torpeza lingüística incluso, la de los que utilizan la palabra “equiparación” como muro para separar la angustia auténtica de la que, según el libro de pesas y medidas, no lo es. Si de verdad fueran humanos, sabrían que el sufrimiento es personal e intransferible. No hay dos iguales. No se puede ir con los desconchones del alma a que te los homologue un perito oficial en amarguras. Cada dolor es distinto sin dejar de ser real.

Fantasmas del pasado

Es lo que tiene el pasado, que está lleno de fantasmas. Todos los pasados. Los colectivos y los individuales. Las cosas que nos ocurrieron, tanto en nuestra pequeñez de seres humanos como en nuestra medianía como parte de un grupo, van perdiendo brillo, nitidez, contraste… pero jamás acaban desintegrándose del todo. Aunque seamos capaces de estar días, meses, años enteros, sin dedicarles un pensamiento. Incluso en lo más profundo de la amnesia o del cruel Alzheimer, lo que hicimos y lo que nos hicieron permanece adherido a nosotros. El beso que dimos o dejamos de dar, el camino a la izquierda o a la derecha que tomamos un día, aquello a lo que renunciamos y aquello que aceptamos hace una tonelada de lunas forma parte indeleble de lo que hemos llegado a ser. Somos lo que somos, y en esa primera persona del plural está incluído sin remedio lo que fuimos. El presente de indicativo arrastra inevitablemente un montón de pasados imperfectos.

Lo que pasó aún existe

Se lo traduzco, señor López, que ya imagino que un lehendakari no está para filosofías una mañana de domingo. Sólo quiero decir que sí, que como usted alegó con todos los aspavientos recomendados en el manual de despejes a córner, el GAL es un fantasma del anteayer. Un pueblo como el nuestro, del no recuerdo quién dijo que produce bastante más historia de la que es capaz de consumir, había ido cubriendo de polvo ese episodio, mientras trataba de seguir su camino hacia todavía no sabemos dónde. No confunda eso, por favor, con la voluntad de olvidarlo. Primero, porque sería una indignidad, y segundo, porque como acabo de tratar de explicar, es metafísicamente imposible desprenderse de lo que hemos vivido. Y todo aquello -la cal viva, los secuestros de ciudadanos que pasaban por allí, los tiros descerrajados con el cañón apoyado en el occipital, el olor infecto a cañería del Estado- lo vivimos. ¡Vaya si lo vivimos!

Como, diga lo que diga su subordinada Ibáñez de Meztu, soy humano y, por tanto, dueño de muchos recuerdos incómodos, comprendo que no le haga la menor gracia que los cines de reposición vuelvan a proyectar esa película protagonizada por un plantel que le es muy cercano. Algunos, qué cosas, siguen teniendo papeles de relumbrón en las producciones actuales. Pero quédese tranquilo. Nadie le señala a usted, que ya sabemos que por entonces sería un estudiante (perdón por sacarle el asunto) y, como mucho, le tocaría hacer de extra silencioso. Asuma, sin miedo, ese trozo de su historia. Domestique el fantasma. No lo tape.

Las víctimas y su memoria

Hoy es el día de la memoria de las víctimas. O, si es cierto que las mayúsculas aportan algo, de la Memoria de las Víctimas. Si el calendario guarda sitio para tantas jornadas señaladas, supongo que es lógico y, desde luego, muy justo que también haya una dedicada específicamente a… a… a… ¿a quién o a quiénes? Perdón, pero llevo un buen rato frente a la pantalla y no acabo de dar con una palabra o una frase que defina en un solo trazo y sin lugar a equívocos a las personas que dan sentido a estas 24 horas acotadas en el almanaque oficial. Sospecho que no soy el único afectado por esa carencia expresiva que hemos resuelto fiándonos a los sobreentendidos. Decimos “Victimas”, así sin más apellidos, sin incómodas apostillas, y cada quien modela la imagen mental correspondiente.

Nos movemos en un territorio muy resbaladizo, el del dolor, que es personal e intransferible. Y, probablemente sin quererlo, a veces también resulta egoísta en su incapacidad para reconocer otras heridas que no sean las propias. Hace tiempo pensaba ingenuamente que el sufrimiento era el mínimo denominador común, el lugar donde podían confluir y hasta empatizar personas mortificadas por padecimientos que, siendo diferentes en la causa, se me antojaban muy parecidos en la consecuencia. No tardé en ver que no solamente no era así, sino que quien había recibido el daño de un lado incubaba en más de una ocasión un sentimiento próximo a la venganza que le hacía asistir indiferente -cuando no con cierta alegría- a la sangre derramada enfrente.

El estigma de la equidistancia

Para endemoniar más la situación, a quienes aún no habían recibido ningún zarpazo se les pedía, se les exigía, que se alinearan sin género de dudas ni lugar a los matices a favor de un dolor y, en el mismo viaje, en contra del otro. Cualquier intento de razonar conllevaba el estigma de la equidistancia, que convertía a los así señalados en enemigos, simultáneamente, de tirios y troyanos. Nada peor que resistirse a escoger bando. O se estaba con unos buenos o con otros buenos. Si no, se era irremisiblemente de los malos.

Escribo en pretérito, pero ahí seguimos, como demuestra que este primer día de la memoria de las víctimas -dejémoslo, de momento, en minúsuculas- se vaya a conmemorar con ausencias notables y algunas presencias un tanto forzadas, casi de trámite. Se puede decir, y de hecho es lo que se dice, que menos es nada. Es muy respetable esa opinión. Pero igualmente lo es la de quienes piensan que las omisiones vacían de significado esta fecha.