Y ahora, un congreso

Con casi siete meses de retraso, aquel tren en el que Patxi López se hizo una foto que lo perseguirá de por vida llega a su destino. Triste y pobre destino, un apeadero de quinta con apariencia de congreso, esa cosa que lo mismo sirve para reunir a acólitos de Amway, expertos en lo que sea a tanto el minuto o estomatólogos legañosos subvencionados por una multinacional farmacéutica. Que tire la primera piedra el que esté libre del pecado de haber organizado (o participado en) uno o varios. Cuando se clausuran, pasa el día y pasa la romería. Se devuelve el pinganillo de la traducción simultánea, se guarda la bolsa y la carpeta serigrafiadas para regalar a un amigo o familiar, los periodistas recogen los focos, las cámaras, las grabadoras y las libretas llenas de garabatos, y ya nadie más se acuerda.

Curiosa paradoja, que ese olvido vaya a caer también sobre este happening que en su enunciado lleva la palabra “Memoria”, seguramente una de las más manoseadas de nuestro limitado vocabulario. No menos llamativo, que el otro apellido sea el igualmente sobado término “Convivencia”. Ya hemos visto, sin siquiera empezar el sarao, qué gran ejemplo de tolerancia y disposición al entendimiento nos han dado los queridos-odiados socios enganchándose en público por la invitación a alguien que el PP (lean ahí Basagoiti) considera un poco demasiado terrorista para su gusto. El episodio, no obstante, nos da la clave sobre lo que se sacará en limpio de todo esto: la enésima escenificación cuidadosamente guionizada del inminente divorcio de los que necesitan llegar con el certificado de soltería a las elecciones.

Lo demás, casi nada con sifón. Los sin duda interesantes testimonios de algunos de los ponentes darán para media docena de titulares resultones y hasta para algún reportaje emotivo… que desgraciadamente despertará una atención limitada porque —he ahí el quid— ahora estamos a otras cosas.

Ponencia imposible

Supongo que en el Basque Culinary Center ya estarán pensando en poner como asignatura obligatoria la elaboración de una de nuestras especialidades gastronómico-políticas por antonomasia: los panes hechos con unas hostias. El penúltimo salió del horno del Parlamento vasco el viernes pasado, cuando una ponencia creada por y para la concordia tuvo como primer efecto que estallara la discordia en el seno de Aralar. Es verdad que la cosa olía a rosario de la aurora y que cualquiera que conozca este país con tanta querencia por la partenogénesis sabía que tarde o temprano llegaría el momento de hacer el karaoke de María Dolores Pradera: devuélveme el rosario de mi madre —o sea, el escaño y tal vez el carné— y quédate con todo lo demás. Sin embargo, la gota que colmó el tonel de rencores macerados tuvo que ser justamente lo que pretendía ser un paso para que en el futuro nos miremos todos con menos desconfianza. Antes de la suma, la división; no parece el mejor comienzo.

Más triste es aun pensar que la inmolación prematura de Aintzane Ezenarro, Mikel Basabe y Oxel Erostarbe va a servir de bien poco. Me encantaría equivocarme, pero sospecho que su sacrificio tendrá, como mucho, la belleza de los gestos inútiles, y hasta eso se les negará en medio del cainismo imperante. Inspirada en las más loables intenciones y aprobada por una mayoría tan contundente a la vista como ficticia en la trastienda, esa ponencia está condenada a ser nada entre dos platos. Aunque llevemos un buen rato hablando del nuevo tiempo, todavía quedan muchos que no han cambiado la hora, por no mentar a los que usan el reloj como calculadora, que son la mayoría.

No se culpe a nadie. Como mucho, a este cha-cha-chá al que no acabamos de acostumbrarnos después de cincuenta años de heavy metal. Con suerte, un día dejaremos de pisarnos —por descuido o a mala leche— los unos a los otros. Mientras, hay que seguir intentándolo.

Equiparadores

Cuando a un amigo mío, gallego de manual, le saludan con el clásico “¿qué tal?”, él responde con otra pregunta: “¿comparado con quién?”. Más allá de lo ingenioso de la salida, en ella hay mucha filosofía. Si nos paramos a pensar, lo que somos o cómo estamos depende de con qué o con quiénes se relacione. Al lado de George Clooney, somos más feos que Picio, pero junto a Quasimodo podemos llegar a tener un aquel. Esta versión de andar por casa de la teoría de la relatividad de Einstein la aplicamos a casi todo. Muchas veces nos sirve como consuelo —siempre hay otros que están peor—, pero en demasiadas ocasiones nos conduce también a callejones sin salida e inútiles discusiones bizantinas.

Es lo que nos está ocurriendo respecto a la clasificación y estabulación de las víctimas de conculcaciones de derechos humanos según su victimario. Frente a lo que dictan el sentido común y unas gotas de empatía, se ha interpuesto una palabra perversa: equiparación. Como si el sufrimiento no fuera estrictamente íntimo y personal —y por tanto, imposible de comparar— alguien ha decidido establecer categorías con las personas que han sido objeto de padecimiento. En el escalón más alto estarían las víctimas de ETA y de ahí para abajo, cuando no directamente fuera de consideración, todas las demás.

Lo peor es que esto no obedece a sentimientos primarios, que serían tal vez humanamente compresibles y hasta excusables, sino a la fría y calculada determinación de no ceder el monopolio del dolor. En ese empeño, los que se pasan la vida acusando de insensibles a los demás llegan a la bajeza zafia de negarse a reconocer, por ejemplo, que los muertos de Gasteiz de marzo de 1976 lo fueron por una actuación policial intencionadamente homicida. No se dan cuenta, o quizá sí, de que su cerrazón los retrata como justificadores o incluso cómplices de un tipo de vulneraciones de derechos. Sólo de uno, por supuesto.

Más sobre reconciliación

Aunque creo que la mayoría de los lectores entendió lo que traté de expresar en mi columna de hace unos días sobre la reconciliación, no faltó quien dedujo que en ella apostaba poco menos que por la perpetuación del conflicto. Nada más lejos. Me gustaría dejarlo muy claro y por eso, como ya empieza a ser costumbre, dedico una segunda entrega al asunto con la esperanza y el propósito de explicarme mejor.

Tal vez se trate sólo de una cuestión de lenguaje. Para mi la palabra “reconciliación” es inabarcable. Implica una generosidad y una disposición de ánimo de tal magnitud por parte de quien está inclinado a llevarla a cabo, que creo sinceramente que queda fuera del alcance la mayoría de simples e imperfectos mortales. Admiro a las personas capaces de reconciliarse, pero si miro a mi alrededor, mi impresión es que son excepcionales en toda la extensión del término.

¿A qué podemos aspirar los que carecemos de esa grandeza de espíritu? Sencillamente, a convivir respetuosamente. Puede saber o sonar a poco, pero si recordamos de dónde venimos o, incluso, dónde estamos ahora mismo, nos parecerá un gran triunfo. Pedir más que eso me parece una hipoteca de decepción a plazo fijo y una ausencia de realismo total. Si con suerte te llega para un menú del día, no puedes empeñarte en comer en el restaurante más exclusivo.

Resulta más práctico y rentable a la larga ir quemando etapas sin prisa pero sin pausa. Tenemos muchos motivos para estar satisfechos de lo que hemos conseguido hasta ahora. Empecemos por apreciarlo y trabajar para asentarlo. Por supuesto que no nos conformamos, y por eso debemos seguir avanzando paso a paso. Primero, la capacidad de convivir y el reconocimiento mutuo. Luego vendrán la ruptura de muchos prejuicios recíprocos y el maravilloso descubrimiento de que aquellos a los que se consideraba enemigos pueden convertirse en amigos. Naturalmente, por decisión personal y voluntaria.

La reconciliación obligatoria

Una de las cosas que más me jorobaba de crío era que, después de haberme hostiado en el patio con algún compañero, viniera el profe enrollado de turno con la consabida cantinela: “Y ahora os dais un abrazo y volvéis a ser amigos”. A uno, que ya entonces creía tener algo parecido a principios, aquella pacificación por decreto le parecía, además de una intromisión intolerable, una memez. De hecho, al abrazo forzado solía acompañarle un susurro recíproco: “A la salida te espero”. Y, efectivamente, después del timbre y fuera de los límites escolares, a salvo de la autoridad competente, retomábamos la pelea.

A partir de ahí, se abría un mundo de posibilidades. Igual podías pasarte dos meses a tortazo limpio que te convertías en uña y carne del que te había desguazado las gafas. Lo más habitual, sin embargo, era mantener con él una convivencia tensa que tendía a la indiferencia. La vida seguía, eso era todo, y había nuevos enemigos, juegos, parciales de mates o amoríos tempranos que atender. Aunque no pensáramos en ello, sabíamos que la infancia era muy corta.

Hoy, certificado eso último con una barba canosa y algunos achaques, sigo teniendo la misma desconfianza en la reconciliación obligatoria. No discuto las encomiables intenciones de los que la portan todo el día en la boca, pero dudo sinceramente que se pueda llevar a la práctica. Claro que me emociono como el que más leyendo o viendo uno de esos reportajes en que un terrorista y un familiar de una de sus víctimas comparten un café y tres reflexiones. Pero, aparte de que aún estoy por ver lo mismo entre un torturador y un torturado, no se me escapa que es una excepción.

Lo normal, lo humanamente normal, es que quien ha sufrido no quiera tener mucho que ver con quien juzga responsable de su padecimiento. Deberíamos conformarnos con la certidumbre de que esas situaciones no se van a volver a repetir. Y quien desee reconciliarse, que lo haga.

Sin vuelta atrás (II)

Lo de tantas veces: se acaban los caracteres y parte de lo que se quería decir emigra al limbo. En ocasiones, lo más importante. No sin razón, varios lectores dieron con uno de los puntos flacos de mi columna de ayer y como hay confianza, me lo hicieron saber con esa amabilidad crítica que nunca agradeceré lo suficiente. Quedaba claro desde la obviedad del título que doy por hecho que el camino emprendido por ETA es irreversible. Sin otros argumentos que los pobremente expuestos, el pronóstico parecía más una corazonada que una idea basada en hechos firmemente cimentados.
Pues la primera en la frente, porque carezco de datos incontrovertibles e inequívocamente fidedignos sobre lo que pueda estar ocurriendo en el núcleo duro de la banda. Es más, ni siquiera sé por aproximación los nombres, los alias ni la adscripción de quienes componen tal entelequia. Pero en eso, me temo que no soy el único que anda pez. Otra cosa es que mole un rato ir de entendido y liarse a llenar páginas o minutos con fantasías que por su propia naturaleza nadie va a salir a desmentir. Cuando tomemos la suficiente distancia y alguien pase seriamente por el cedazo estos años, veremos que la inmensa mayoría de las cosas que nos han contado son ficciones, cuando no puras intoxicaciones.
¿Y sin saber a ciencia cierta cómo respiran los que en última instancia han de tomar la decisión se puede aventurar que no hay marcha atrás? Estoy firmemente convencido de ello porque esa decisión será, en todo caso, la suya, y se quedará en menudencia anecdótica al lado de la importante, que es la que ha tomado por aplastante mayoría la sociedad vasca. Esa es la que es irreversible e incontestable y, lo fundamental, la que ha marcado y va a seguir marcando el curso de los acontecimientos. Le pese a quien le pese y le duela a quien le duela, hemos cambiado de página y no tenemos la menor intención de regresar a la anterior.