Ruido de togas

Leo a un jurista poco sospechoso de derrotar por la diestra que la decisión del Tribunal Supremo ordenar la repetición del juicio a Arnaldo Otegi y los otros cuatro de Bateragune no debe ser considerada motivo de escándalo. Sostiene el experto —de nombre, Miquel Pasquau— que tal repetición se deriva directamente de la nulidad del juicio a instancias del Tribunal de Derechos Humanos de la Unión Europea. Si no entiendo mal la explicación, no cabría una condena mayor a la del proceso anterior ni, desde luego, la vuelta a prisión. En el peor de los casos, se dilucidará si los otra vez acusados tienen derecho a ser indemnizados por el tiempo que pasaron en la cárcel y si procede o no la inhabilitación.

Quizá sea exactamente así y lo aceptaría si estuviéramos hablando de una Justicia —y, sobre todo, de unos encargados de administrarla— fuera de dudas. Es evidente que no estamos ni de lejos ante tal supuesto, como prueba la larga bibliografía presentada por el muñidor de la decisión, el magistrado Manuel Marchena. Tampoco es baladí, que gusta decir a los columneros finos, el hecho de que todo esto sea fruto de la petición de una asociación de víctimas vinculada sin tapujos con Vox. Nos preocupamos con razón por el ruido de sables, pero quizá deberíamos estar más acongojados por el ruido de togas.

El precio de torturar

Seguimos para bingo. Octava condena del Tribunal Europeo de Derechos Humanos a España por no investigar una denuncia de torturas. Pero no pasa absolutamente nada. Se pregunta el precio, se saca la chequera, se paga, y aquí paz y después, gloria. 20.000 cochinos euros de indemnización es un precio de risa para la impunidad. ¿Qué estado se va a resistir a apretar las tuercas a cualquier desgraciado si todo lo que arriesga es una calderilla que, para colmo, no sale de los bolsillos de los torturadores ni de sus jefes, sino de las arcas comunes?

Ahí es donde el dedo acusador señala también a los propios magistrados europeos, que no pasan del rapapolvo. A esta sentencia le seguirá otra, y luego una más, y así hasta infinito. El mensaje que nos lanza la justicia europea es que estamos ante una cuestión menor, más de forma que de fondo. No hay color entre la sanción por hacer la vista gorda ante una vulneración de los derechos básicos y, pongamos, el puro que le puede caer a una administración por la sola sospecha de haber dado ayudas públicas no bendecidas a este o a aquel sector.

Claro que tampoco nos engañemos. Este escándalo, el enésimo, no ha merecido ni un comentario a pie de página de la precampaña para las elecciones generales repetidas del 26 de junio. Ni siquiera las fuerzas que dicen venir a cambiar esto como un calcetín han dicho esta boca es mía. Saben muy bien que el asunto no vende una escoba entre los posibles votantes. Antes, al contrario, se diría que existe una especie de comprensión, cuando no aprobación tácita, de los malos tratos infligidos en esta o aquella dependencia policial.