¿Libertad de qué?

Espero que la riada emotivo-exibicionista haya bajado lo suficiente como para poder señalar, siquiera con sordina y la mayor de las humildades, que la matanza de Charlie Hebdo atañe —menuda perogrullada— al derecho a la vida y a la dignidad humana más básica. Se me escapa por qué siendo tan fácil la identificación de lo que estaba en juego, se ha pretendido reducirlo a una cuestión de libertad de expresión. ¿Quizá porque lo ponía a huevo para el lucimiento estético a la hora de manifestar el rechazo? Me temo que algo de eso hay. De un tiempo a esta parte, los fondos de las protestas, es decir, las injusticias que las provocan, se convierten en excusa para el derroche creativo. Más importante que la reivindicación son la pegatina, el avatar, la escarapela, o el lema resultón en que se plasma. Qué farde de lápices molones y de eslóganes chachivoluntaristas. ¿De verdad cree alguien que la risa mata al terror o que un carboncillo es capaz de derrotar a un Kaláshnikov? Así nos lucirá el tupé… mientras seamos capaces de conservarlo, claro.

Pero no quería llegar ahí, sino a otro fenómeno hermano o medio primo, como es la sacralización bufa de la mentada libertad de expresión. Ya señalé el otro día la patulea de hipócritas que se han sumado a la martingala, y en la cabecera de la manifestación de París, copada de bribones, tuvimos la irrebatible prueba del nueve de la impostura que se gasta. El corolario es que a esa libertad tan manoseada le ocurre lo mismo que a la presunción de inocencia, que habiendo nacido como protección para los decentes, termina sirviendo como salvoconducto a los canallas.

Espectáculos Fernández

Tendré que reconocerle al contumaz ministro Fernández que esta vez ha conseguido sorprenderme. No es que uno hubiera descartado una de esas operaciones cantosas para la galería que de tanto en tanto gusta sacarse del tricornio, pero confieso que ni por asomo la esperaba inmediatamente después de la manifestación del sábado (en todo caso, antes) ni en la jornada de apertura del macroproceso escoba contra 35 miembros de Batasuna, EHAK y ANV. Bien es cierto que tales concurrencias se quedan en minucia ante el pasmo que me provoca el elemento novedoso de esta nueva redada contra los abogados de la izquierda abertzale. ¡Se supone que les echan el guante, igual que dice el tópico sobre Al Capone, por defraudar al fisco! Minipunto para el Maquiavelo ministerial, que tras discurrir largamente, debió de llegar a la conclusión de que en estos días en los que el personal echa bilis por las corruptelas, no hay mejor venta de la mercancía que envolviéndola como blanqueo de capitales.

Aparte de que no se aclara a qué Hacienda concreta se le realizó el presunto pufo, cuestión que no es menor, se pasa por alto algo que puso de manifiesto ayer en Onda Vasca el Fiscal Superior del País Vasco, Juan Calparsoro: la Audiencia Nacional no es competente en este tipo de delitos. Por torpes que sean los ordenantes de las detenciones, una cuestión como esa se tiene muy clara de saque. Pero eso a quién le importa. Ya vendrá Europa con la rebaja el año que toque. Lo que va a los titulares —el día en que el PP presenta su estrategia electoral, ojo al dato— es que mantiene su santa cruzada contra el mal. Pero ya no cuela.

Grecia, patria querida

A ver cómo contamos en Twitter, esa gran corrala, que en las elecciones griegas del día 25 solo podrán votar las ciudadanas y los ciudadanos del país heleno. Menudo bajón para el ejército de insurgentes empijamados que se han tomado los comicios como un ensayo general de lo que habrá de venir por aquí —eso se vaticina— antes de que finiquite este año de prodigios que apenas hemos estrenado. Si en el fondo no hubiera un grandioso drama, sería para descogorciarse de la risa la brutal exhibición de cuñadismo hispanistaní que se desató en cuanto se anunció el adelanto electoral.

Como gracia menor, la infantil disputa entre las formaciones de izquierda o asimiladas sobre a cuál le corresponde el honor de ser la versión local de Syriza. Al final, empate múltiple, porque el vivo Tsipras tiene fotos con un amplio surtido de pegatinas y en variedad de compañías. Pero la verdadera enjundia está en el atrevimiento con el que a cuatro mil kilómetros de distancia los sabios analistas cañís aleccionan a los griegos sobre lo que deben votar. Lo entretenido es que, al mismo tiempo que practican esa suerte de inútil proselitismo —nadie les va a hacer ni puto caso—, echan las muelas ante idéntica actitud, solo que a la inversa, por parte de la derechuna, el FMI y la señorita Rotten-Merkel.

Por supuesto que está muy feo sacar la cacharrería chantajista y amenazar con el sinnúmero de plagas que llevaría adosada la victoria de la coalición radical. Sin embargo, no está demás recordar que la decisión última está en manos de quienes deberán padecer o disfrutar las consecuencias de lo que voten. Los demás, chitón.

Manga de farsantes

Ahora que vamos despacio, vamos a contar hipócritas, tralará. No tengo el menor problema en encabezar el censo con mi humilde persona. Lo hago, no porque albergue conciencia de renuncio, sino por pura higiene preventiva; por acción u omisión, todos somos culpables, y si no es así, vendrá alguien a señalarnos como tales. Me ofrezco voluntariamente para el acollejamiento ritual, pero inmediatamente añado a lista de farsantes a esos que, tras la matanza de París, andan echando loas a la libertad de expresión al tiempo que promulgan leyes mordaza o aprovechan las ya existentes para castigar la difusión de ciertos mensajes inconvenientes. Son los mismos, por cierto, que en época no lejana ordenaron cerrar medios de comunicación porque les salió de allá donde ustedes están pensando.

Cuidado, fondo norte. Congelen esa ovación que me iban a dispensar, no sea que alguno figure también en el inventario de impostores, que continúa con los que desde la misma cuenta de Twitter a la que han puesto como avatar el lema Je suis Charlie Hebdo suelen pedir el cierre de los medios de la caverna o el entrullamiento de Marhuenda, Inda y demás bocabuzones diestros. Eso, cuando no se aboga directamente por calzarles unas hostias o algo más contundente.

Y entrando en mayores, cómo olvidar a tanto digno que en las últimas horas no deja de adornarse con soflamas sobre los asesinos de las palabras, cuando apenas anteayer aplaudieron con las orejas (o callaron como piedras, que viene a ser muy parecido) ante los cadáveres de José María Portell o José Luis López de Lacalle, periodistas o cuentacosas apiolados por ETA.

Ya, pero es que…

Es tan simple, tan básico, tan primario, como manifestar el horror, la rabia, el asco, la conmoción, la impotencia o, desde luego, el rechazo. Tal como le salga a cada uno, que aquí no hay patrones, pero en cualquier caso, renunciando a la maldita tentación contextualizadora, que como ya escribí hace unos días, demasiadas veces es indistinguible de la justificación más infecta. ¿Aceptarían los requetebienpensantes que ante los asesinos bombardeos de Israel sobre Gaza la primera reacción tuviera como apostilla inmediata una teórica acerca de las cosas malísimas que hacen los palestinos? Claro que no, ni ellos ni cualquiera con medio gramo de decencia personal e intelectual.

¿Por qué, entonces, frente a hechos como el de ayer en París, que no tienen media vuelta, hay que subirse a la parra de los “ya, pero es que…” seguidos de una retahíla argumental de chicha y nabo? ¿Nadie se da cuenta de lo que canta la excusatio non petita y reiterada martingala que nos conmina, como si fuéramos parvos, a no confundir el Islam con el integrismo islamista (o islámico, según el filólogo que esté de guardia)? ¿No será que quien no diferencia lo uno de lo otro, pero a la inversa, es quien tiene que agarrarse a tal comodín? Tan revelador de una conciencia temblequeante como otra de las frases más repetidas en las últimas horas: “Esto solo beneficia a Marine Le Pen (o en la versión local, a Maroto)”.  Y ya fuera de concurso, la gachupinada de rechazar los fanatismos “vengan de donde vengan”, como si en cada ocasión no se pudiera denunciar específicamente a los canallas concretos que han perpetrado la atrocidad.

Retrato por campanadas

El año empezó con una de esas anécdotas que, en realidad, son categoría, amén de retrato al natural de esta sociedad tan combativa y de este momento tan convulso que cantan los juglares de la nueva era. Ocurrió en Andalucía, cuya televisión pública privó a más de medio millón de espectadores del sagrado ritual de las uvas. Una cantada no se sabe (ni se sabrá) si técnica, humana, o ambas a un tiempo, provocó que se emitieran anuncios publicitarios en lugar de las nueve primeras campanadas. Cuando volvió la señal en directo, poco había que hacer… salvo cogerse un cabreo monumental o, traducido a la terminología de hoy, indignarse.

Un pelo faltó para que en la Bética y la Penibética se adelantara al uno de enero el anunciado cambio de régimen. El pueblo televidente burlado y las hordas de solidarios de guardia echaban las muelas por el penúltimo atropello de la casta —catódica, este caso— contra la eternamente vilipendiada ciudadanía. Pase lo de los EREs, los trapicheos con los cursos de formación y demás mandangas, ¿pero a qué niveles de malvado fascismo hay que llegar para negar a la gente decente el inalienable derecho a atragantarse al ritmo del tolón-tolón en el tránsito de un año a otro? Sencillamente, in-to-le-ra-ble.

Admito que exagero, pero solo lo justo. Muchos de los sulfurosos mensajes iban por ahí: pataleo, pataleo y pataleo. Me acollejarán por escribir esto, pero más que la metedura de pata de Canal Sur, me llama la atención que 517.000 personas se queden mirando como pasmarotes a la pantalla, con lo fácil que hubiera sido echar un vistazo al reloj y tirar de mando a distancia.

Parte de la verdad

Dadme unos datos y moveré el mundo. Hacia donde me convenga, por descontado. Con los del paro, que conocimos ayer, se puede hacer el aleluya de la recuperación impepinable o una saeta lacrimógena. Es cuestión de elegir en dónde poner el foco. Si se sitúa sobre los números gordos, los que hablan del mayor descenso en quince años, cabe ordenar el repique de campanas y proclamar la inminente vuelta de las vacas gordas. Sin embargo, si echamos mano de la lupa —de poquito aumento, ciertamente— para escudriñar las cifras más esquinadas, las que revelan que los contratos no son ni sombra de lo que fueron o que la cobertura del desempleo está en niveles de hace una década, procede declarar el Def Con Dos social y hacer sonar la trompetas del apocalipsis.

La cuestión, por raro que parezca, es que una y otra lectura —rebajadas, eso sí, de excesos demagógicos y propagandísticos— son perfectamente compatibles y reflejan verdades que se superponen en la realidad que nos toca vivir. Diría, de hecho, que la gran característica de la sociedad actual en nuestro entorno es esta dualidad brutalmente contradictoria: conviven en más o menos el mismo espacio y planos no demasiado alejados la miseria casi absoluta con una holgada prosperidad. Ocurre que cada bandería ideológica pretende mostrar solo el trocito que le interesa a sus fines. Dependiendo de si se gobierna o se aspira a desalojar a quienes lo hacen, se nos vende la bonanza a un cuarto de hora de ser recobrada o se nos pinta un tenebroso paisaje lunar. La paradoja, como señalaba, es que unos y otros mienten y dicen parte de la verdad al mismo tiempo.