Demagogias del balón

Cuando uno creía haber cubierto el cupo de memeces futboleras y extrafutboleras para un siglo a cuenta de la verborrea cuñadil de Camacho en las transmisiones de Mediaset, apareció esa gran luminaria de Occidente que responde al nombre de Juan Carlos Monedero para elevar el listón hasta la estratosfera. O sea, para bajarlo hasta la sima de Las Marianas. Tomen nota de la mendrugada, que les transcribo incluyendo un cuesco gramatical que se le escapó al zutano: “Los negros han ganado el mundial de fútbol. Podría Europa salvar a los que vienen en pateras aunque sea pensando que alguno seguro ese [sic] es un genio del fútbol”.

Ahí tienen la lógica argumentativa de un tipo que, además de dar clases en una universidad pública y atesorar una descomunal colección de másteres y doctorados —¡reales, en su caso!—, cobra las asesorías a ciertos gobiernos a casi medio millón de euros la pieza. Excuso el comentario de texto completo, pero basta esa retahíla para tener el retrato preciso de una especie por desgracia muy abundante, el blanquito bueno que chorrea paternalismo sin darse cuenta de que, sin rascar mucho, enseguida se ve que es más supremacista que el más descerebrado del Ku Klux Klan de Nashville.

Como les digo, aunque el bocabuzón fundador de Podemos es el que ha llegado más lejos en el regüeldo, la idea que late en el tuit ha sido ampliamente repetida. Y sí, está muy bien reparar en el evidente mestizaje de la selección que ha conquistado el campeonato en Rusia, pero es una trampa no subrayar a continuación que todos los jugadores, salvo Umtiti y Mandanda, han nacido en territorio francés, o sea, europeo.

Aflicciones balompédicas

Para ser cada vez menos futbolero, he de reconocer que el Mundial de Rusia me está resultando verdaderamente entretenido. Entre la novedad del VAR, los invitados inesperados y media docena de detallitos más, se echa uno las tardes tan ricamente, lejos de los quebraderos del día a día. Sí, de acuerdo, me dejaba el que hasta el domingo ha sido uno de los principales alicientes: seguir las peripecias entre psicodélicas, psicotrópicas y psicodramáticas de la selección española. Y ojo, no piensen lo que no es, porque hace ya muchos años que pasé ese sarampión infantil de ir sistemáticamente con quienes se enfrentaran al combinado hispano. De hecho, aun teniendo a muchísimos amigos y personas muy queridas entre los tocados por ese vicio menor, no puedo evitar flipar en cuadrafonía al ver a progres del recopón y pico tifando por democracias del carajo como Irán o, mismamente, Marruecos.

En realidad —y me voy acercando a lo que quería contarles—, los que obran así no son demasiado diferentes de los de enfrente, es decir, los ciclotímicos forofos de la rojigualda. Quizá exagero, pero en sus cambiantes reacciones ante las victorias y las derrotas se diría que hay un retrato no diré que de un país (porque sería injusto), pero sí de un cierto paisanaje. Han pasado de la exaltación ciega de los héroes a la demonización biliosa de los convertidos en villanos. Y si eso se ha visto a pie de barra de bar, de andamio o de mesa de oficina, el fenómeno ha sido especialmente descarado entre mis compañeros de oficio. Los hasta anteayer cantores de gesta se ciscan en las muelas de los ídolos caídos. Como les digo, es muy divertido.

¿La ‘roja’ en San Mamés?

Viendo las últimas ediciones de Eurovisión —uno tiene esos vicios, qué le vamos a hacer—, me sorprendió un curioso fenómeno: se votaban entre sí estados que hasta anteayer habían mantenido guerras crudelísimas o, como poco, se las habían tenido muy pero que muy tiesas. Así, por ejemplo, Serbia, Croacia y Bosnia Herzegovina intercambiaban las máximas puntuaciones o las repúblicas bálticas aupaban a Rusia, que también beneficiaba a sus ex hermanastras en esa familia a la fuerza que fue la extinta URSS. Trasladándolo a lo cercano, me dio por pensar que quizá la normalidad por la que tanto suspiramos llegaría el día en el que Euskal Herria concediera ocho, diez o doce puntos a España (y viceversa) en el casposo festival.

El mismo argumento, seguramente de pata de banco, me lleva a creer que el nuevo tiempo lo será de verdad cuando cualquiera de nuestros estadios pueda acoger con total naturalidad un partido de la selección española de fútbol de una competición internacional. Me apresuro a señalar que hablo de naturalidad por ambas partes, lo que implica que nadie debería sentirse ni invadido ni invasor. Es decir, que la llamada Roja disputara el encuentro o los encuentros en parecidas condiciones —iguales del todo no iban a ser nunca— que, pongamos, Inglaterra, Francia, la antigua Checoslovaquia o Kuwait, a las que los que tenemos cierta edad vimos jugar en el viejo San Mamés en el Mundial de 1982.

¿Se dan los requisitos para que ocurra algo así? Diría que, desgraciadamente, no. Sin llegar a los extremos apocalípticos que pintó el viernes el Diputado General de Bizkaia, José Luis Bilbao, temo que nadie nos libraría de un puñado de episodios desagradables. Sin embargo, añado, a riesgo de ser acollejado impíamente, que quizá sea un sarampión que debamos pasar. Puedo estar equivocado, pero sostengo que romper de una vez ese tabú simbólico, cruzar ese Rubicón mental, nos haría más bien que mal.