EL pasado viernes mientras veía las imágenes de grupos de personas en calles y plazas de pueblos pequeños protestando ante una sociedad urbanita que les ningunea, pensé que tenían razón y razones para reclamar, pero también reflexioné que tras ese minuto de atención y gloria de telediario, la España Vaciada lo seguiría siendo porque a la mayoría su existencia les resulta intrascendente. En el Estado español 2.000 pueblos tienen menos de 1.000 habitantes, menos que mi manzana. El 25% de la población mundial habitaba en grandes urbes en 1900;hoy, el 60% de los 7.800 millones de humanos colmeneamos en grandes ciudades. La despoblación del campo camina a marchas forzadas.
“Quedamos pocos y todos mayores;solo los frecuentes funerales nos permiten ver mejor las telarañas del baptisterio”. Pueblos fantasmas de todo el año, excepto en verano. Entonces sí, el agosto de estos dos mil pueblos se ve sorprendido por la presencia de niños en sus calles y mayores en los zaguanes, la taberna abierta y coches aparcados… pero con la caída de la hoja, y no digamos en febrero, ni coches, ni taberna, ni zaguanes abiertos ni por supuesto niños en las calles, como síntoma de su irreversible desaparición;sólo viejos, dicho con todo cariño. Septiembre cuelga el “cerrado por fin de vacaciones” como crónica de una muerte anunciada, el presagio de lo inexorable. Porque quienes se fueron saben que no volverán, golondrinas becquerianas que vendrán de visita, pero no a instalarse en ellos.
He ahí el drama, porque un pueblo no lo conforma un aluvión de veraneantes veraniegos, sino una vida y una forma de vivirla que mucho me temo que haya desaparecido. San Isidro primaveral, san Juan veraniego y san Mateo como su final, san Miguel como recuento de cosecha y san Andrés, santa Lucía, san José, santa Águeda… un santoral cristiano reflejo de las estaciones lunar/solares que acompasaban al ritmo de cultivos, labores y cosechas en la cultura tradicional que marcaba el ritmo de vida de un pueblo;hoy ya solo es añoranza para urbanitas como yo de segunda generación que solo conocimos de visita vacacional el caserío familiar. Ya no formamos pueblo, son turistas y a lo sumo, viajeros visitantes.
Nuestro contacto con el mundo rural es turístico, folclórico o pura anécdota. Lo hemos idealizado como una evasión al paraíso: tranquilidad, relajación… pero nuestra visita-estancia es de pasada vacacional, a descansar unos días, a una fiesta… Su vida ya no es la nuestra, no pertenecemos a su cultura ni su cultura a nosotros. Santos y cambios de estación ya no son nuestra referencia ni marcan nuestro ritmo vital. De hecho el programa Herri txiki, infernu handi me sorprende, porque estando tan cerca, su huerta, sus bueyes, sus anhelos “rurales”… me resultan pura anécdota, ya no forman parte de nuestra vida real/cotidiana urbanita, sino, como mucho, del espectáculo.
Hacen bien y les apoyo totalmente en reclamar servicios, ayudas y trabajo para jóvenes…, pero me temo que estas semanas electorales recibirán tantas promesas como después calabazas. A los dirigentes no parece que les merezca la pena batallar para que no desaparezcan estos centenares de pueblos que apenas les dan un puñado de votos. Su supervivencia no les garantiza su cambalache politiquero. Morirán por inanición y entonces tal vez los echemos en falta, y no solo por las vacaciones.