Acabarán escribiéndose tesis doctorales sobre la yoya de Will Smith a Chris Rock en la ceremonia de los Oscar de ayer. Incluso conociendo la querencia del personal por ponerse intensito a la menor excusa, tengo que confesar mi sorpresa por el nivel de profundidad séptica al que han llegado algunos sesudos análisis del momentazo de la gala. Y no sé decir si me han resultado más estomagantes las andanadas contra el camorrista luego convertido en llorica o las defensas y justificaciones de su comportamiento basándose en los clásicos “un mal día lo puede tener cualquiera”, “tampoco ha sido para tanto” o “es que hay cosas con las que no se juega”.
Personalmente, no creo que haya mucha tela que cortar ni mucha América por descubrir. Sin más y sin menos, Smith demostró que es el patán que lleva acreditando ser desde que saltó a la fama. La diferencia con cualquier bravucón de barra de bar que se lía a guantadas porque han ofendido a “su chica” es solo el sueldazo y el reconocimiento público. Y esas son dos cosas que no perderá a raíz de este episodio. Ni siquiera la estatuilla, que hubiera sido lo menos después de un número así. Es mejor no preguntarse por qué, no vaya a ser que la respuesta sea incómoda.
Por lo demás, tampoco pienso derramar media lágrima por el agredido. Es otro que, igual que el que le calzó el soplamocos, no se va a ver privado ni de su relumbrón ni de su pasta. Qué va, podrá seguir ejerciendo de enfant terrible y humorista mega-maxi-ácido con licencia para hacer chistes de lo que no tiene ni puñetera gracia, como una enfermedad capilar de una compañera de profesión. Al final, son tal para cual.