Su delincuente, señor Alonso

Si tuviera tiempo y una moviola, me vería marcha atrás a cámara superlenta los kilómetros y kilómetros de película del culebrón barcenesco hasta encontrar el fotograma exacto en el que el tipejo de la gomina se convierte en delincuente. A ojos de la oficialidad pepera, quiero decir. El resto de espectadores, más acostumbrados de lo que quisiéramos al género mafioso-politiquil, tuvimos claro desde su primera aparición en escena que el gachó no era trigo limpio. Sin embargo, la cúpula —o la cópula, si lo prefieren— genovesa defendía su honorabilidad y bonhomía a capa, espada y berbiquí. Quedan para la antología aquellas palabras del mero mero Rajoy porfiando, en una curiosa construcción gramatical, que nadie podría probar que el ciudadano motejado como el cabrón no era inocente.

Ese doble tirabuzón negativo con titubeo incorporado se espolvoreó, como seguramente recordarán, en el Parlamento vasco, donde el líder carismático o así compareció arropado por una miscelánea de figurantes llamados Antonio, Arantza, Borja, Iñaki, Antón o Leopoldo, no sé si les sonará alguno; son secundarios que por aquí trabajan bastante. Faltaba en la foto (o supo escapar al encuadre, será por mañas) un tal Alfonso Alonso, gran medrador y diestro manejador del piolet, que igual que el resto de los citados, es uno de los Kirikos principales del corral vascongado de la gaviota. Lo miento —del verbo mentar, no de mentir— porque todo parece apuntarle como el depositario del secreto de la transmutación de Bárcenas de enorme ser humano perseguido artera e injustamente a mangante de tres al cuarto. No en vano, fue la suya la primera boca mariana que promulgó la excomunión del antiguo conmilitón ejemplar. “¡Están ustedes apadrinando a un delincuente!”, escupió el trepador vitoriano a la oposición en el Congreso. Hasta el políticamente moribundo Pérez Rubalcaba resucitó: “Efectivamente, su delincuente, señor Alonso”.

De personas y máquinas

Lo lógico, lo humano: a partir de otoño, cuando llamemos al ambulatorio para pedir cita volverá a atendernos una persona. Más o menos amable, más o menos dispuesta, más o menos competente, pero persona al fin. Podremos explicarle que no recordamos si nuestro médico se apellida Díez o Díaz, preguntarle si es necesario que vayamos en ayunas, pedirle que nos apunte al final de la lista porque tenemos que recoger al niño de la ikastola, o incluso, confiarle lo nerviosos que nos ponen las batas blancas. Y despedirnos de esa voz que sabemos que se corresponde con una cara dándole las gracias y deseándole que tenga un buen día.

Nada de eso se podía hacer con las infernales máquinas que alguien decidió interponer en nuestro camino hacia la curación. Su supuesta inteligencia artificial no pasaba de sí, no, marque uno, marque dos, diga treinta y tres, vuelva a llamar pasados unos minutos si es que sigue vivo o le quedan ganas. Ni sé las veces que he maldecido al autor o autores de ese insulto tecnológico a sus administrados. En nombre de la eficiencia y de la racionalización de los recursos, se sacaron de la sobaquera un ingenio, toma ya con las lumbreras, ineficaz e irracional. Antes que nuestra salud, antes que nuestro bienestar, antes que nuestro derecho a recibir el trato que merecen los seres de carne y hueso, estaban los números. Los que, previamente cocinados como estadísticas, se presentarían como grandes logros de gestión, pero también esos otros que todos imaginamos porque no nos hemos caído un guindo y sabemos que concesión viene del verbo conceder. ¿A quiénes, por qué? Ahí lo dejo.

Espero que los actuales responsables de Osakidetza hayan aprendido la lección. Están muy bien el progreso técnico y esos cachivaches requetemodernos que hoy pueblan el entramado sanitario. Sin embargo, lo más valioso, lo insustituible en la inmensa mayoría de las ocasiones, siguen siendo las personas.

Magreos sanfermineros

Cosas de la globalización y las armas de difusión de masiva: fundamos tradiciones de un rato para otro. Si en tiempos de la alpargata y el boca a oreja se necesitaban años para que un comportamiento equis se incorporase al acervo popular, ahora en un par de temporadas cualquier ocurrencia, por estúpida o garrula que sea, puede convertirse en moda y, sin solución de continuidad, en uso y costumbre. Una vez instalado y sacralizado el hábito, vaya usted y pelee contra el espíritu gregario para convencer al rebaño de que ese presunto ritual del que cree ser partícipe no es más que una gañanada.

Los Sanfermines, como tantas otras fiestas, son terreno abonado para la generación de estos ceremoniales bizarros. Habría incluso quien citaría entre ellos su ingrediente más representativo, pero por no liarla, será suficiente mencionar el encierro de la Villavesa, los saltos suicidas desde la fuente de la Navarrería o el de más reciente adquisición, que es el que ha inspirado estas líneas: el magreo multitudinario de pechos femeninos al aire.

Seguramente empezó como anécdota. Muchedumbre, calor, alcohol, desinhibición, jijí, jajá, una cámara captando el instante y el efecto multiplicador de internet, donde es literalmente cierto que dos tetas tiran más que cien carretas, como pueden atestiguar los índices de visionado de las imágenes que muestran carne. La imitación ha hecho el resto en tiempo récord. En las últimas versiones, ya hemos visto cómo las exploraciones corporales han descendido sin freno hacia el sur de la anatomía. Las guías más actualizadas pronto tentarán a los visitantes, mayormente a los de género machirulo, con la posibilidad de tomar parte en estos tocamientos colectivos en un ambiente de sana algarabía y sin temor a las consecuencias.

Llámenme vinagre, Rottenmeyer o trasnochado, pero yo no le encuentro la menor gracia a esta suerte de agresión sexual tumultuosa y pública.

 

El modelo que no existió

Ahora que está moribundo o definitivamente cadáver, se escuchan elogios tardíos sobre el modelo vasco de relaciones laborales. Confieso que siempre tuve mis dudas acerca de la existencia de lo que se nombraba así. Hasta donde soy capaz de recordar, nunca nos han faltado conflictos de tronío que se resolvían o no de un modo bastante similar a como se hacía en cualquier otro lugar, es decir, tirando de cada extremo de la cuerda hasta conseguir que cediera la otra parte. Es probable que durante los años de bonanza los combates fueran menos crudos o, incluso, que del lado patronal se optara por no contender previa mirada a los balances en verde y hacer los cálculos pertinentes sobre el coste-beneficio de mantener la paz social. Incluso en esos casos de firma sin tirarse demasiados trastos a la cabeza, subyacía la confrontación pura y dura. Unos se quedaban con la sensación de haber hecho mayores concesiones de las que debían y en el otro flanco se barruntaba que los logros podrían haber sido mayores si se hubiera apretado un poquito más.

Hay teóricos que sostienen que este es el único paradigma posible para llevar el agua a cada molino. Desde luego, ha sido el más frecuente y quizá por eso mismo, el que da la impresión de resultar más sencillo de poner en práctica. La costumbre o la inercia han conducido sistemáticamente al enfrentamiento. A veces se ganaba, a veces no. Lo que no se ha querido ver es que esta forma de actuar prolongada en el tiempo ha polarizado las posturas hasta llevarlas a lo irreconciliable. La desconfianza mutua se ha multiplicado exponencialmente. Lo razonable o el bien común se hacen impensables en gran parte—por fortuna, no en todas— de las empresas vascas de hoy. Me temo que con el desequilibrio de fuerzas que ha supuesto la reforma laboral y la larga lista de cuentas pendientes andamos tarde para fundar ese modelo del que presumimos y que quizá jamás existió.

El chollo de Valderas

Aireó una de las terminales requetediestras de más rancio abolengo que Diego Valderas, vicepresidente de la Junta de Andalucía y líder de Izquierda Unida en la Bética y la Penibética, aprovechó el desahucio de un vecino para comprar a precio de ganga un piso al que le tenía echado el ojo. ¿Infundio para malmeter o pillada con el carrito del helado? Ambas posibilidades resultan altamente verosímiles y cuentan con precedentes a punta de pala. La burda patraña con intención de destruir y la doble moral mantienen una peculiar relación simbiótica que provoca que cuando se nos presentan como opciones contrapuestas, renunciemos a buscar la verdad y elijamos en función de las afinidades ideológicas.

Este mismo caso es de libro en ese sentido. Los de babor tienen clarísimo que se trata de una trola a mala leche, mientras que los de estribor están convencidos de que lo publicado va a misa. Ni unos ni otros están dispuestos a contemplar una alternativa distinta. Peor que eso: si se probara documentalmente que están en un error, no se bajarían del burro, y menos, públicamente. Una vez escogida cabalgadura, no hay marcha atrás. La cacharrería justificatoria está para eso y, como bien sabemos por aquí arriba, se puede llevar a extremos delirantes.

Confieso que en este asunto de Valderas y el supuesto chollo a costa de un tipo al que echaron de su casa, al primer bote me situé en la presunción de culpabilidad. No porque dé crédito al ABC, sino por lo que tardaba el desmentido y por cómo se vestían de lagarterana o desaparecían del mapa ilustres conmilitones del protagonista del titular incómodo. Lo curioso es que ahora que he reculado hasta la duda prudente, casi me da igual si el dirigente andaluz de IU actuó como un buitre. Me parece más relevante —y triste— haber comprobado que una buena parte de los que dan lecciones de ética al contado son capaces de pasar por alto un comportamiento así.

Ni el momento ni el lugar

Es tan fácil —o debería serlo— como imaginarse la situación inversa. A unos minutos del txupinazo, baja del cielo una gigantesca bandera rojigualda que obliga, por primera vez en la historia, a retrasar el inicio de la fiesta. ¿Qué nos habría parecido? ¿Qué habríamos dicho? Lo más amable, que no era el momento ni el lugar. Pero claro, no es lo mismo, ¿verdad? Nunca es lo mismo. La razón siempre nos acompaña, la nuestra es la causa buena y la de los demás, una porquería o, en los términos al uso, una fascistada.

Precisamente porque me asquea que me impongan unos colores que no siento como propios, jamás se me ocurriría pasar los míos por el morro de quienes, con todo derecho, tampoco se sienten representados por ellos. Sé en qué me convierte lo que acabo de escribir a ojos de los que expiden los certificados de vasquidad fetén. No me cuesta adelantar mentalmente muchos de los comentarios que seguirán a estas líneas en las ediciones digitales donde se publican. Abandono incluso la esperanza de encontrarme con un insulto o una invectiva que se salgan del repertorio oficial.

Pues asumiré ser un mal vasco, un traidor o lo que toque si por tal se entiende a quien, por incómodo que le resulte, se lo piensa dos veces antes de circular por el carril obligatorio, sea cual sea. Ya he anotado alguna vez que el primer derecho a decidir que reclamo es el individual. Solo autodeterminándonos como personas tendrá sentido que lo hagamos como pueblo. Y que conste que por grandilocuentes que suenen las dos frases anteriores, no son más que humildes opinones. Quizá equivocadas, eso tampoco tengo empacho en admitirlo. Me ha ocurrido en muchas ocasiones creer estar seguro de algo que luego se ha probado exactamente al revés de como lo veía.

Siguiendo ese principio del error probable, les cuento aquí y ahora que aunque la que se desplegó ayer en Iruña es mi bandera, entiendo que no fue ni el momento ni el lugar.

Egipto para dummies

Este es el minuto en el que sigo sin saber quiénes son los buenos y quiénes son los malos en Egipto. Y no será porque no lo he preguntado o porque no he leído sesudos editoriales y profundísimas columnas de opinión. La mayoría de esas piezas son una especie de slalom gigante argumentativo. Generalmente, parten de la idea carrilera de lo poco presentables que son los golpes de estado, antes de empezar un curioso zig-zag en el que párrafo a párrafo se va dejando caer que en ocasiones no hay más remedio que dejar que vengan los militares a poner orden. Ha sido enormemente divertido encontrar versiones muy similares, quizá con algún matiz en la intensidad de la justificación del cuartelazo, en medios de aceras ideológicas opuestas. Pero todavía me ha causado más regocijo asistir a los malabares de los que cuando volvió a llenarse la plaza Tahir, desempolvaron la lírica de las primaveras árabes y ahora se barruntan que toda esa gente pudo salir a la calle a pedir que un tirano armado derrocara al mal gobernante que ganó unas elecciones. Qué incómodo, por cierto, encajar en esa mística revolucionaria las decenas de violaciones que se han registrado literalmente en medio de las protestas. Qué despreciable, aunque de eso también sabemos bastante en la parte alta del mapa, anotarlas como daño colateral menor y envolverlas en la coartada sociocultural de rigor.

Perdida casi totalmente la esperanza de hacerme una mínima composición de lugar de lo que pasa y por qué pasa, continuaré complaciéndome en la lectura de material como el que les acabo de describir. Siempre se aprende algo surfeando entre los renglones torcidos. Aquí o allá se cazan cuatro datos históricos o de contexto con los que lucirse en una ocasión propicia. Con todo, la gran lección es descubrir o constatar lo cuesta arriba que se hace reconocer que hay asuntos de los que no se domina ni una millonésima parte de las claves.