Esta no es la columna que iban a leer ustedes. En la original, que ya estaba enviada y presentada en página, les hacía partícipes de mi curiosidad sobre el modo en que el Gobierno español iba a obligar a cumplir sus últimas disposiciones político-sanitarias a las comunidades que habían manifestado su intención de no bajar la cerviz. Celebro tener el trabajo de extra de teclear estas líneas de sustitución, porque el BOE me ha ofrecido la satisfacción a lo que tanto me intrigaba. La firmeza de la inconsistente ministra Carolina Darias amenazando con dar tastás en culo a las autoridades locales díscolas era pura impostura. Al final, lo que ha ido negro sobre blanco al órgano que recoge las disposiciones normativas es que la CAV se las puede pasar por la sobaquera en atención a su situación epidemiológica específica. Y ojo, que tampoco es privilegio particular, porque se les deja el mismo libre albedrío al resto de autoridades locales que no estaban por la labor de comulgar con la rueda de molino evacuada por el Consejo Interterritorial de Salud, ese organismo que, como bien dibujaron Asier y Javier, es una versión cutre y sin gracia del camarote de los Hermanos Marx. Desconozco si esta golondrina hará verano. Ojalá el presidente español, al que cada vez más gente conoce como “Su Persona”, haya recapacitado y caído en la cuenta de que no puede seguir maltratando por más tiempo a sus socios más leales cuando se ve de minuto en minuto su precariedad aritmética para mantenerse en Moncloa. Me alegro infinitamente del puñetazo encima de la mesa del lehendakari advirtiendo de que no acataría el edicto del desahogado Sánchez. Ese es el camino.
Autor: Javier Vizcaíno
Solo cabía desobedecer
En la primera parte de la pandemia, fueron las pomposas conferencias de presidentes autonómicos. En la segunda están siendo las reuniones del Consejo Interterritorial de Salud. Las maravillosas intenciones nominales de tomar decisiones consensuadas se quedan, cada vez con mayor frustración y hartazgo para las autoridades locales, en un dedazo desde Moncloa. Si repasamos el histórico, comprobaremos que el gobierno español ha venido haciendo de su capa un sayo y, para más inri, vendiendo la mercancía averiada de la cogobernanza. Lo ocurrido en el último encuentro, donde el rodillo se aplicó incluso cuando Euskadi no participó ni en el debate ni en la votación, fue especialmente escandaloso. Ante medidas que, además de no tener sentido sanitario en nuestro entorno, invaden competencias de hoz y coz, la única respuesta que cabía era la desobediencia. Por eso celebro el puñetazo encima de la mesa del lehendakari. Después de meses de ejercicios de contención sin límites para no embarrar el campo, Iñigo Urkullu ha anunciado que lo aprobado el miércoles en el presunto órgano colegiado no será de aplicación en los tres territorios de la Comunidad Autónoma. Durante las próximas tres semanas seguirán vigentes las disposiciones que aprobó el LABI el lunes. La hoja de ruta, por lo tanto, será el Plan Biziberri. El riesgo, mucho me temo, es que los sectores descontentos acudirán raudos y veloces al Superior de Justicia con los resultados que ya imaginamos porque hay un puñado de precedentes. Con todo, merece la pena asumirlo al tiempo que se manda un mensaje a Pedro Sánchez. Esta vez el maltrato del socio leal sí tiene un precio.
Cospedal, al final de la escapada
Qué tiempos, aquellos en los que la vieja guardia pepera entonaba el “Menos mal que nos queda Cospedal”. Hubo una época, se lo juro, en que la manchega fue la gran esperanza blanca en esa sede genovesa ahora en venta. Fue precisamente hasta que se enredó en aquel trabalenguas en bucle del despido simulado en diferido de Bárcenas. A partir de ahí cayó en barrena por deméritos propios y por las zancadillas sin cuento que le fue poniendo su enemiga íntima Soraya Sáenz de Santamaría. Es gracioso a la par que revelador que una y otra estén ahora mismo en un marrón judicial de complicada salida a cuenta, justamente, de los tejemanejes del falto de escrúpulos extesorero. Para ser justos, la exvicepresidenta y mano derecha de Rajoy todavía va librando, aunque parece que por poco tiempo. De acuerdo a lo que conocimos ayer, es María Dolores de Cospedal la que más siente el aliento de la Justicia en su nuca. El juez instructor del caso Kitchen, Manuel García-Castellón (que no es, ni de lejos, sospechoso de izquierdismo rampante) le acusa a ella y a su marido de haber urdido toda la rocambolesca trama que tenía como objetivo robarle a Bárcenas los documentos comprometedores para decenas de dirigentes de primera fila del PP. A la ex ministra de Defensa se le imputan tres delitos que no son ninguna minucia: cohecho, malversación y tráfico de influencias. Con el ministro de la triste figura, Jorge Fernández Díaz (el de “la fiscalía te lo afina”) ya imputado desde hace meses, el círculo se va cerrando. La siguiente vuelta de tuerca dará de lleno a la mentada Sáenz de Santamaría y caben pocas dudas de que la pieza final será Eme Punto Rajoy.
De Bosé a Fernando Simón
El 90 por ciento de los menores de 60 años que recibieron la primera dosis de AstraZeneca en el estado han pedido recibir la segunda de la marca maldita. Y eso es así pese a que su elección implica retrasar su inmunización hasta que haya suministro y que, además, deben pasar por el trago como poco psicológico de firmar un consentimiento informado, algo que se evitarían si hubieran optado por la prestigiada Pfizer. Ya he repetido no sé cuántas veces que todo este psicodrama se hubiera evitado si las autoridades sanitarias españolas, esas que no distinguirían la cogobernanza de una onza de chocolate, hubieran sido transparentes. Aquí no había una cuestión sanitaria, como prueba lo que sigue diciendo la Agencia Europea del Medicamento, sino un problema de aprovisionamiento y, como causa o consecuencia de lo anterior, una guerra farmacéutica. Lo honrado habría sido contarlo así, en lugar de trasladar la decisión al ciudadano de a pie. Por eso resulta especialmente indignante que Fernando Simón haya terciado en el asunto para invertir la carga de la prueba y, en el mismo viaje, insultar gravemente a las víctimas de la ceremonia de la confusión provocada por su propio gobierno. Según el bienamado e intocable Simón, esa mayoría absolutísima de personas que siguen manifestando su preferencia por AstraZeneca para la segunda dosis son una panda de borregos alienados por oscuros grupos de presión conchavados con medios de comunicación que quieren desalojar a Pedro Sánchez del palacio de la Moncloa. Díganme si, además de una ofensa intolerable, no es una teoría de la conspiración a la altura de las que propaga Miguel Bosé.
Las «condenas estériles», otra vez
Cuesta creer que haya que seguir mirando el calendario para comprobar que estamos ya en el siglo XXI bien avanzado. ¿Puede ser verdad que todavía hoy la utilización de un verbo y/o un sustantivo impida una declaración unánime para decir que está muy feo que unos matones golpeen a unos jóvenes por su ideología política? Lo es, de hecho. Siguiendo lo que más que una costumbre es un empecinamiento, el grupo de EH Bildu en el ayuntamiento de Gasteiz no ha querido firmar el documento en que se condenaba la agresión que sufrieron un dirigente del PP alavés y sus amigos a manos de nueve tipejos mientras se tomaban algo en una terraza de la Kutxi. Ya ocurrió hace una semana en el ayuntamiento de Donostia, cuando la coalición soberanista no quiso suscribir un texto contra las pintadas en la sede de la tenencia de alcaldía de Altza. En ambos casos y en toda la retahíla de los anteriores la excusa ha sido la misma: la negativa a emplear la palabra condena y el verbo condenar. Volvemos a los años del plomo, cuando ante cada atentado la izquierda abertzale respondía con la manida letanía: las condenas son estériles. Luego, claro, si la víctima era de su lado, no había empacho en usar el vocablo estigmatizado. Lo tremendo es que esa doble vara se haya mantenido hasta el presente de forma tan contumaz. No tengo los conocimientos de semántica suficientes para distinguir todos los decimales que hay entre condenar, rechazar, censurar o reprobar. Cualquiera de ellos o todos me valen para aplicar a los hechos de los que estamos hablando, que son puro gansterismo intolerable. Y no expresarlo rotundamente es una forma de complicidad.
Convivir es más que un verbo
Bajo el inspirador y me consta que nada casual nombre de Udaberri 2024, el pasado viernes se presentó el Plan de Convivencia, Derechos Humanos y Diversidad —con todas esas mayúsculas— para los próximos tres años, incluido este, en la demarcación autonómica. Como conozco y aprecio especialmente a algunas de las personas que están detrás de tan noble propósito, me declaro a favor. Pero como también ellos y ellas me conocen a mi, dan por hecho que mi respaldo será necesariamente crítico y, ya se sabe lo que pasa donde hay confianza, un pelín tocanarices.
En todo caso, empiezo aplaudiendo que por fin hablemos de convivencia no solo en relación a nuestra triste experiencia con la violencia, sino además, en función del factor fundamental que ha cambiado las relaciones entre personas en nuestra sociedad. Efectivamente, me refiero a eso que nombramos para no liarnos demasiado como diversidad. Ojo, que ahí es donde está el quid de la espinosa cuestión. Como fallemos en el diagnóstico, de nada servirán las mejores intenciones, la palabrería pomposa y vacía recién inventada, los beatíficos comités anti rumores o los encuentros, simposios, congresos y jornadas alrededor del asunto, siempre con participantes de parte y una única visión.
¿Ven? Ya he ido un poco más allá de donde me había propuesto llegar. Pero precisamente porque, insisto, quiero que el objetivo se cumpla, no puedo evitar dejar por escrito mi temor a que se esté haciendo un planteamiento de arriba a abajo. Paradójicamente, en nombre del respeto a las minorías —que nadie discute— se obvia, no sé si decir a la mayoría, pero sí a una parte muy importante de la ciudadanía.
Después de los ERTE
Hay cosas que no han cambiado en estos quince meses de agonía pandémica que acumulamos. Cada vez que llegaba la fecha límite de vigencia de los ERTE, el gobierno español, los sindicatos y la patronal se entregaban a la misma coreografía. Las negociaciones para la prórroga se rompían y se retomaban media docena de veces hasta que, justo con el plazo a punto de vencer, se alcanzaba el acuerdo. En el fondo, todos sabíamos, incluidos los participantes en la ceremonia, que se trataba una especie de combate fingido, puesto que no cabía otro desenlace que la renovación. Y así ha vuelto a ser en esta ocasión, donde todas las diferencias han quedado aparcadas ante lo evidente: la alternativa era peor para todas las partes. El resultado es el alivio para los afectados y una nueva fecha en el horizonte, el 30 de septiembre. Menos da una piedra, pero hay una pregunta que casi nadie se atreve a formular en voz alta: ¿Cuántas veces más se pueden prorrogar los ERTE? Hay quien sostiene, desde el conocimiento de los entresijos del mercado laboral, que ya se ha sobrepasado el tope.
Nadie niega las bondades de la medida y su contribución a limitar los daños del desastre causado por el virus. Ha sido un mal menor muy efectivo. Sin embargo, también resulta evidente que su aplicación generalizada ha enmascarado la realidad. O dicho en términos más crudos, se tiene la constancia de que muchas empresas no van a poder afrontar la vuelta de todos sus trabajadores en ERTE. Otras han descubierto que pueden funcionar con un tercio menos de la plantilla. Bienvenida, en todo caso, la nueva prórroga. Pero se impone buscar una solución más estable.