Un rumano preguntando

Los periodistas somos de traca. Pero no de colección para concurso de Astondoa o Vicente Caballer. Con suerte, llegamos a cohete del día de la patrona en una pedanía donde Cristo perdió el mechero. Lógico, como dice la martingala que repetían el primer día de clase en la facultad los profesores de las siete asignaturas, que nuestras madres prefieran pensar que somos pianistas en un burdel. O traficantes de armas, o tesoreros del PP, cualquier cosa antes que miembros de un gremio que se asombra de su propio ser. ¡Pues no te joroba que convertimos en prodigio nunca visto que uno de nuestro oficio levante la mano y haga una pregunta! Y no crean que el plumífero protagonista del portento cuestionó a su interlocutor sobre la inmanencia como opuesto y complemento de la trascendencia, la fórmula de la cocacola, ni sobre otra hondura metafísica del pelo. Qué va. Todo lo que hizo el colega erigido en leyenda instantánea fue interpelar a Mariano Rajoy, aprovechando que lo tenía enfrente, acerca de su intención de comparecer o no en el parlamento para echarse unos ripios en torno al marrón Bárcenas. Exactamente lo mismo que habría hecho cualquiera de las decenas de tribuletes acreditados en la alocución protocolaria conjunta del presidente español y el primer ministro de Rumanía, ¿verdad?

Tal se diría, si no fuera por la sorpresa y el festejo que acompañaron a lo que debería haber sido, insisto, rutina. “Y un rumano lo consiguió”, narraba la gesta un diario. “El periodista rumano que hizo hablar a Rajoy”, encumbraba otro al corresponsal que había hecho algo tan extraordinario como ganarse el sueldo. Las emisoras de radio y las cadenas de televisión se lo disputaban, cual si fuera el ganador de una bonoloto millonaria para acribillarlo a melonadas que, más que admiración, destilaban una nauseabunda condescendencia. Lo sustantivo no era la pregunta, sino que la había hecho un rumano, claro.

España aguanta todo

Dice Joseba Egibar que el estado —el español, se entiende— no tiene futuro porque se le están cayendo todas las estructuras. Para que no se quede en frase, hace el pertinente inventario de la catástrofe: gobierno bajo sospecha, cúpula financiera y empresarial enmarronada, economía en las raspas, y de propina, la Corona campechana pillada en mil renuncios y con la imagen hecha unos zorros. A primera vista, no hay mucho con lo que refutar ese diagnóstico que, de hecho, se parece bastante a la composición de lugar que la mayoría nos hemos ido haciendo en los últimos meses a golpe de titular y evidencia. Se diría, ¿verdad?, que es cuestión de un soplido que todo se vaya definitivamente al guano. Desafiaría cualquier principio fundamental de la lógica y de la física que ocurriera otra cosa distinta al colapso irreparable. Y sin embargo, ocurrirá. España, con su mala salud de hierro, saldrá de esta y nos enterrará a todos.

Háganse con un libro de Historia y verán cómo desde Isabel y Fernando para acá, mal que bien ha ido escapando de envites bastante más peliagudos. A poco profunda que sea su lectura, en ese mismo manual comprobarán que el episodio actual, aparte de ser una minucia, encaja en la más absoluta de las normalidades. Ahí es donde quería llevarles: lo que hoy vivimos no solo no es excepcional, sino que se corresponde con lo que a lo largo de los siglos ha hecho perdurar la realidad institucional española. Y la de otros estados o naciones, no me vayan a tomar por donde no voy. Gobiernos ladrones y asesinos si tocaba, élites financieras sin escrúpulos ni ganas de tenerlos, familias reales con mil líos de alcoba y dos mil mangancias acreditadas… Con el entreverado de una Iglesia y un ejército que tal han bailado, esas son las únicas estructuras que sostienen el invento. No pueden caer porque son un todo compacto de capas de podredumbre que se van superponiendo hasta el infinito.

Blanco y en botella

Lo que llamamos justicia —lo pongo con minúscula inicial, como hacía Blas de Otero con españa— es una lotería amañada que permite que se vayan de rositas notables mangantes que llevan los boletos convenientes y tienen los padrinos adecuados. Siendo eso jodido en sí mismo, lo peor es asistir al paseíllo victimista y ofendido de los que se han librado por el birlibirloque de las togas y por ese derecho que debería recibir el nombre de torcido. Por si fuera poco sapo el de ver a un malhechor de libro con el certificado oficial de persona decente, tenemos que tragarnos como aliño sus lloriqueos, sus reproches y su impúdica autocompasión.

Incluso después de ser emplumado por una torpeza con los impuestos, Al Capone tuvo los santos huevos de plañir que se le perseguía injustamente como autor de asesinatos y extorsiones sin cuento que, aconteciendo a la vista de todo quisque, a la hora de la prueba se daban de morros con tribunales que no sabían o no querían encontrar el evidente hilo que conducía hasta él. Quítenle sangre y plomo, y encontrarán que el célebre gángster de Chicago tiene una cofradía de émulos cercanos en el tiempo y en el espacio. El de incorporación más reciente, José Blanco, nociva nulidad política e intelectual con carné del PSOE, que desde el jueves pasado se recorre los platós a lo Belén Esteban vindicándose como damnificado de no sé qué infundios, insidias y bulos malintencionados.

A modo de prueba de integridad irrefutable, el individuo exhibe ufanamente la decisión del Tribunal Supremo —lagarto, lagarto— de archivar su causa. Lo que se calla, y con él sus valedores, es que en ese mismo texto se explicita que perpetró sin lugar a dudas todos los hechos que se le atribuyen, incluyendo la mediación chungalí para favorecer a su entorno. El matiz es que, siendo así, sus señorías, con un par, dicen que esos triles no son delito. Una muy peculiar forma de ser inocente.

Mociones rubalcávidas

La ayuda más valiosa que ha recibido Rajoy en medio de la tormenta barcenosa no es la de esa prensa succionadora con la que amaña preguntas y que le saca bajo palio en las portadas. Tales sostenes van de serie en la cadena de favores y se facturan de acuerdo a la tarifa vigente en la entidad diestra de socorros mutuos. El verdadero cable de salvación que le ha llegado al atribulado pontevedrés en esta hora de congojas y aflicciones es el que le ha lanzado —gratis et amore, hay que joderse— su presunto antagonista y animal político a punto de taxidermia, Alfredo Pérez Rubalcaba. Una señora moción de censura de toma pan y moja, que en el enunciado inicial puede sonar a putada, pero que en su traslación práctica supone la oportunidad de emerger de las cenizas, voltear la tortilla y, de propina, dejarle la badana al rojo vivo al generoso de Solares.

Ni los más viejos del lugar recuerdan una cantada así. Tienes al rival contra las cuerdas y en lugar de seguir castigándole el hígado hasta que lo eche a pedazos por la boca, le regalas un bidón de árnica y le sacas brillo al trozo de ring donde te dejará hecho fosfatina. ¿O es que no se acuerda el menguante líder (ejem) socialista de la tunda que se llevó en el último debate del estado de la nación? También entonces Mariano comparecía en condición de semicadáver y salió de la lid, sino como gigante, sí como el menos malo de los contendientes. Pues en una moción de censura, el ridículo puede ser mayor. Primero, porque gracias a su rodillo King Size, el PP la puede ganar sin bajarse del autobús y, poniéndose muy chulo, sin que el presidente cuestionado haga acto de presencia. Y segundo, porque el resto de los grupos de la oposición no le van a apoyar como alternativa ni hartos de gintonics subvencionados del tasco del Congreso. Suerte, si algunos de los de su bancada que empiezan a estar hartos de tanto desbarre mantienen la disciplina de voto.

Sector naval

Pertenezco a la generación y al entorno que asistieron a la primera muerte inducida del sector naval. También hubo por medio alguien que se decía socialista, pero no fue en la Europa que aún era plegaría, suspiro y anhelo donde se dictó sentencia, sino en Madrid. Por sus pelendengues, un gobierno que reunía una ralea de futuros imputados de tropelías económicas y matariles varios decidió soltar lastre industrial sin mirar lo que era viable o lo que dejaba de serlo. O mirándolo y actuando a sabiendas, que así las gastaban en aquellos días de plan ZEN y tentetieso.

Si alguien ha documentado la verdad, permanece sepultada por la parte épica de la historia, la única que nos han contado medio bien. Los microbuses azules en llamas, los currelas cubriéndose el rostro con un pañuelo y disparando la más variada metralla contra unos policías que respondían en proporción de cuarenta por uno, las manchas de sangre que tardarían años en desaparecer del asfalto… De la intifada a escala en el puente de Deusto quedan abundantes registros gráficos y de tanto en tanto nos los sacan en esos programas donde la rabia se domestica en nostalgia. Poco se explica, sin embargo, sobre por qué, vistiendo el mismo buzo, unos trabajadores se prejubilaron a millón y otros rasparon un puto paro que hoy es una pensión miserable para ellos o sus viudas.

Nos birlaron datos y sospecho que treinta años después, en el nuevo tantarantán a los astilleros, ahora sí despachado en la bruja piruja Europa, siguen ocultándonos información. Lo siento, pero no me trago que por 2.000 millones se vaya a ir a la mierda un sector que asegura que tendría la cartera de pedidos a reventar. Aunque tengo la peor de las opiniones sobre Almunia, no me cuadra que sea el único malo. Y no les digo lo que me escama que en la carambola solidaria estemos defendiendo a los especuladores, que son los que tienen que devolver las ayudas, ay, ilegales.

Dejarnos llevar

Saquemos la herramienta de medir gravedades históricas y procedamos a calcular cómo de tremebundo es el momento que atravesamos. Por los titulares, las tertulias y Twitter, se diría que vivimos instalados en la convulsión, la zozobra y el sindiós que preceden a acontecimientos extraordinarios. Al primer bote, la caída estrepitosa del Gobierno español ahogado en su propia mugre, e inmediatamente después, el desmoronamiento del putrefacto sistema que ha hecho de la corrupción y la inmoralidad los únicos comportamientos válidos para la consecución y la conservación del poder. Pues menos lobos. Si retiramos la espuma, el blablablá y las toneladas de impostura vertidas a diestra y siniestra, comprobaremos que esta bronca que parece el recopón de la baraja y la antesala de no sé qué nueva era, no pasa de serpiente de verano. Como siempre, se nos va la fuerza en el lirili y cuando llega la hora del lerele, tenemos mejores cosas que hacer.

No, de aquí no obtendremos nada en limpio. Y probablemente, ni falta que nos hace, porque en el fondo, esta mierda por la que tanto protestamos entre gamba y gamba es la que hemos elegido y la que bendecimos con nuestros actos cotidianos. Es una porquería manejable casi a placer. Nos permite ser simultáneamente y sin ningún problema de conciencia sus mayores detractores y sus mayores cómplices. Se rige, además, por los principios más simples: los malos o los equivocados son siempre los otros. Es más, nuestros malos son indefectiblemente buenos y nuestros equivocados, impepinablemente acertados. ¿Por qué? Pues por qué va a ser, porque sí, y el que nos pida que lo razonemos es un cabrón, un fascista y un enemigo del pueblo.

Hacemos que no pase nada y nos quejamos de que no pase nada. Lo anoto como constatación más que como crítica. Tal vez sea ese el sentido de nuestras vidas, dejarnos llevar mansamente y reservarnos el derecho de echar la culpa a los demás.

Alfredo siempre está ahí

Nos falta memoria. O ganas de acordarnos, que es peor. Bárcenas no difiere en gran cosa de Amedo, Roldán o cualquier otro de los célebres presidiarios que campaban a placer en las portadas explosivas de hace veinte años. Con querencia por la misma cabecera que ahora, por cierto, que somos tercos hasta en las reediciones de los episodios históricos más grotescos. Como aquellos, el atinadamente llamado cabrón es una criatura abisal de las cloacas gubernamentales y/o de partido, donde rindió enormes servicios de esos que no se pueden licitar en concurso público. Igual que ocurrió con los mentados, durante los primeros mil marrones que le fueron descubiertos, contó con la defensa desvergonzada a bloque de la parte contratante hasta que llegó el recodo del camino en que no hubo más remedio que sacrificarlo. Primero, con buenas palabras, promesas de pronto arreglo y, según acabamos de saber, SMS cariñosos a modo de palmadita en el hombro. Y después, es decir, en el instante procesal en que nos encontramos, con un desmarque barnizado de desprecio y ofensas sobreactuadas. El ciudadano sin tacha pasó a ser vil delincuente que chantajea al Estado de Derecho, o al eshtao, como lo pronunció Rajoy ayer con su prosodia característica.

Dense un garbeo por las hemerotecas, y comprobarán que tal cual sucedió con los ilustres entrullados de los noventa. Hasta donde le duró la cuerda a la resistencia felipista, Amedo, Roldán y compañía fueron campeones de la lucha antiterrorista y abnegados salvadores de vidas a costa de jugarse la suya. En cuanto empezaron a abrir la boca, devinieron en chorizos que amenazaban no ya a un gobierno sino a todo el andamiaje democrático con su camisita y su canesú.

Además de Pedrojota y su hoja volandera, en este paralelismo entre pasado y presente que les acabo de trazar, hay otro personaje que se repite, si bien en bandos opuestos: Alfredo Pérez Rubalcaba. Curioso, ¿no?