Empezaré diciendo que, por muy rojas que parezcan sus proclamas actuales, para mí el Papa Francisco no dejará de ser aquel cardenal Jorge Bergoglio que fue un sumiso silente de la dictadura argentina. Incluso cuando me siento representado por una de sus bonitas frases actuales, no puedo evitar acordarme de que espolvoreaba sus sonrisas y sus bendiciones a criminales que robaban niños, torturaban con saña a hombres y mujeres o los lanzaban al mar desde aviones. Que yo sepa, este es el minuto en que ni ha pedido perdón por ello ni ha ofrecido una explicación mínimamente creíble de su vergonzoso comportamiento. Se ve que no se aplica sus propios consejos.
Por lo demás, su creciente legión de adoradores laicos y laicistas deberían pararse a pensar que su sorprendente ídolo es un tipo que cree que la interrupción voluntaria del embarazo es un pecado que lleva de cabeza al infierno. O que los homosexuales pueden ser muy majetes y dignos de una palmadita en la espalda, pero también unos desviados sin lugar en el reino de los cielos que deberían tratar de curarse. O que los hombres y mujeres de la Iglesia, empezando por él, deben ser célibes y, por supuesto, abstenerse del trato carnal, incluso con fines reproductivos. Y ahí es donde quería llegar, porque un tipo que ha renunciado (se supone) a procrear tiene las santas (nunca mejor dicho) pelotas de dar lecciones sobre paternidad y maternidad. Su último rapapolvo urbi et orbi ha sido porque, según él, las parejas de hoy han dejado que las mascotas ocupen el lugar de los hijos. Dice que es algo que menoscaba la humanidad. Y yo no digo ni que sí que no, pero le animo a predicar con el ejemplo.