Cabacas y lo imposible

En todas las columnas que he escrito sobre la muerte nada accidental de Iñigo Cabacas he apelado, como quien predica en el desierto, a la humanidad. Testarudo y empecinado que fui parido, vuelvo a hacerlo en las líneas que vienen a continuación y me temo que deberé obrar igual en las que firme en el futuro. Conforme avanza el calendario —y cada día que pasa es un rejón clavado sobre la memoria de Iñigo—, va quedando más claro que la política en la peor de sus acepciones se ha impuesto a los sentimientos primarios. Esto no va de justicia ni de reparación, y mucho menos, de verdad. Bien sabemos, y no solo por este caso, que en ciertas bocas, diría yo que en la inmensa mayoría, esas bellas palabras tan manoseadas sirven únicamente para disfrazar intereses.

Frente a un puñado de votos convertibles en migajas de poder, una vida arriba o una vida abajo no pasa de ser una puñetera anécdota. Nauseabundo y miserable, pero es lo que hay. Aun más, para nuestra desgracia y no sé si también para nuestra vergüenza, es lo que ha venido habiendo en los últimos decenios. ¡Las filigranas que hemos sido capaces de hacer con los centenares de cadáveres que alfombran el pasado reciente de este país! Y que seguimos haciendo.

Será que a pesar de todo soy entre ingenuo e idiota, pero se me antojaba que esta vez podía haber sido diferente. Simplemente, por lo sencillísimo que resulta meterse en la piel de la familia y de los amigos de Iñigo Cabacas. No quiero ponerme melodramático, pero… ¡joder, es que pudo haber sido el hijo, el hermano o el amigo de cualquiera de nosotros! ¿Tan difícil es identificar y sancionar a quienes cometieron tamaña irresponsabilidad, que a la postre resultó homicida? ¿Tan difícil es resistir la tentación de apropiarse de un muerto para convertirlo en ariete y bandera de unas disputas que nada tienen que ver con él? Según estamos comprobando, no es que sea difícil, sino imposible.

Obama me espía

Obama me espía, cuánto honor. Como mi vecina Justi (nombre ficticio por si acaso), que tenía un cuaderno de bitácora donde registraba al detalle a qué hora salía, a qué hora entraba, con quién y en qué condiciones para pregonarlo después en la escalera. Una madrugada que sería más bien alborada, al adivinarla entre los visillos de su atalaya, hice como que se me caían las llaves y en el viaje a recogerlas le dediqué un calvo, creo que el único que he hecho en mi vida. Todavía hoy, cuando me la cruzo en el descansillo y le saludo con mi educación habitual, noto en ella un asomo de turbación provocada sin duda por el recuerdo imborrable de mis cuartos traseros. Los rosarios que habrá rezado esa mujer rememorando la escena.

Obama me espía, vaya por Dios. Tentaciones me dan de montarle idéntico numerito que a la sufrida Justi. ¿Pero para qué? A buen seguro que en mi expediente archivado vaya usted a saber en qué servidor del desierto de Mojave figura mi anatomía completa cartografiada en 3D, junto a lista de las páginas de internet que más visito y a una relación de las últimas chorradas que he comprado y pagado por PayPal.

Obama me espía, qué contrariedad. ¡Si por lo menos me dejara aclararle que entro tanto a la web de La Razón por motivos de trabajo o que aquel top fucsia ideal de la muerte que agencié en Amazon era un encargo de una prima de Cuenca! Le enviaría un email explicándolo, pero me da miedo que se lo tome a mal y flete un dron para que me apiole a domicilio; la dirección la tiene, por descontado.

Obama me espía, hay que joderse. Pero no solo él, que al fin y al cabo tiene un premio Nobel de la Paz y es el líder del mundo libre. También veo cámaras en cada sitio al que entro o por el que paso. En cajeros, parkings, centros comerciales, semáforos, hospitales, polideportivos, confesionarios… hay un objetivo que nos apunta. Miren al pajarito y sonrían. Creo que no queda otra.

La conjunta y el género

Vaya por delante que tengo un gran concepto de la Diputada de Hacienda de Gipuzkoa, Helena Franco. Su discurso siempre me ha parecido coherente, sensato, constructivo y, algo muy importante, apoyado en un realismo bastante alejado de las caricaturas difundidas tanto por sus adversarios como, ojo, por sus propios compañeros. Tras dos años de gestión, no parece que el territorio avance hacia la venezuelización por la que echan las muelas los unos y por la que suspiran hondamente los otros. ¿Que se han tomado medidas que han disgustado un congo a ciertos sectores y que no siguen al pie de la letra los catecismos al uso? Pues sí, entre otras, alguna que personalmente considero de efectividad discutible, pero basadas en una concepción socioeconómica cien por ciento respetable y avaladas por una mayoría suficiente. La democracia es eso, según tengo entendido. Insisto, en cualquier caso, en que nada hace prever una inminente colectivización de CAF ni la construcción de koljós en el Goierri.

Sirva este preámbulo favorable para enmarcar la sorpresa tirando a estupefacción que me ha provocado leer que la [Enlace roto.]. El pasmo no viene por tal propuesta en sí misma, que sería cuestión de echar números, sino por la motivación esgrimida. Se supone que declarar a dos “desincentiva el acceso de las mujeres al mercado de trabajo”. Toma ya.

Dicen que es perspectiva de género, pero el argumento se parece una barbaridad a esa cantinela neoliberal según la cual habría que quitar las prestaciones por desempleo y las ayudas sociales porque vuelven comodones a sus perceptores. El rancio “Quien no trabaja es porque no quiere”, aplicado en este caso a las mujeres sin salario, a las que, de propina, se sojuzga como sumisas a la voluntad de un varón mantenedor y por ello hay que darles un empujón. Pues eso, además de paternalismo, es machismo. De libro.

Cómo fue posible

Tiene muy mal arreglo lo de las preferentes y las subordinadas. En la mejor de las situaciones, los afectados recibirán unas migajas de lo que aportaron —en más de un caso, casi todo lo que tenían— y deberán quedarse con la bilis negra, la sangre hirviente y, con bastante probabilidad, el tratamiento a base de ansiolíticos para sobrellevarlo. Nadie les devolverá los pedazos de vida que se están dejando desde que descubrieron que les había ocurrido a ellos y ellas eso que normalmente leían en los periódicos, oían en la radio o veían en la televisión que les sucedía a otros. Durante muchos años, tal vez hasta el último, se preguntarán cómo fue posible.

Los moralistas de salón, que suelen aparecer sin ser llamados ni ocultar su delectación por la desgracia ajena, señalarán la codicia como única responsable y concluirán, ufanos, que a un pecado capital le corresponde una penitencia capital. Sin descartar que entre las decenas de miles de personas a las que han vaciado los bolsillos haya algunas que se creyeron que se codearían con los Rothschild, yo no apuntaría por ese lado. Me parece más verosímil buscar la causa en la mezcla de ingenuidad, inconsciencia y confianza despreocupada con que, en general, nos dejamos pastorear por las cañadas bancarias, financieras y empresariales. Por ahí vamos dados, pues en la contraparte hay alguien que sí sabe lo que tiene entre manos y que no se parará en barras éticas a la hora de hacernos firmar con una sonrisa en los labios nuestra propia sentencia de muerte económica. Con la bendición de los organismos reguladores presuntamente competentes, ojo.

Para los que han picado, me temo que es tarde. Los demás deberíamos escarmentar en carne ajena de una vez e interiorizar, por ejemplo, que un aval hipotecario no es una formalidad o que un fondo de inversión no es un depósito a plazo fijo. Y como norma, que hay posibilidades de que quieran metérnosla doblada.

El error Bielsa

Hace un año y seis días, cuando Bielsa confirmó que continuaría en el Athletic, cometí la insensatez de opinar en Twitter que el rosarino se había equivocado. Me cayeron hostias dialécticas como panes. Sin tiempo para hacerme a un lado, se me echó encima una parte de la talibanada forofogoitia con los 140 caracteres inyectados en sangre a darme el escarmiento merecido por pinchaglobos y tocapelotas. Según sus cálculos de la lechera, por entonces indiscutibles, la primera temporada había sido un frugal aperitivo de lo que traería la segunda. Copa segura, liga ahí-ahí, paseo triunfal en Europa y Champions de calle. Ese era el presupuesto mínimo, al que yo me atreví a oponer uno que me parecía más realista: con quedar hacia la mitad de la tabla, ni tan mal. El diagnóstico de mis encendidos interlocutores fue unánime: “No tienes ni puta idea de fútbol”.

Eso era y sigue siendo rigurosamente cierto. Ocurría, sin embargo, que mi molesto juicio no se basaba en mis conocimientos balompédicos sino en las cuatro o cinco cosas que sé acerca de la condición humana. Sin necesidad de ser capaz de distinguir una falta de un córner, se veía a la legua —y se ha comprobado con extrema crueldad— que el bueno de Marcelo no encaja, no ya en el Athletic, sino en una disciplina que, como él mismo dijo el otro día, cada vez se parece menos al aficionado y más al empresario. Era de cajón que en cuanto al hechizo le saliera media grieta, Bielsa pagaría muy cara su osadía de haber desafiado las leyes de la gravedad pelotera, que son las del negocio puro y duro.

No se puede hacer frente en solitario a la caterva de millonarios prematuros, pisamoquetas advenedizos, tertuliantes de casinillo local, plumillas resentidos y esa cuenta de resultados que es la clasificación al término de cada jornada. Ni siquiera alguien con los arrestos del loco, ni aun en un club que jura no haber dimitido del romanticismo. Por desgracia.

Tras las pancartas

Políticos en la escalinata del ayuntamiento de Bilbao. Enfrente, cámaras; muchas cámaras. Antes y después, declaraciones perfectamente intercambiables. En esto sí parecen estar de acuerdo y sin duda lo están. Ni una más, tolerancia cero, hay que acabar con esta lacra, una sociedad como la nuestra no puede permitir… y así, hasta agotar el repertorio habitual, que no da para demasiadas florituras. También hablan de medidas. ¡Medidas! Como la última vez, como la anterior y como la anterior a la anterior. ¿Será que no se toman? ¿Será que se toman y no se ponen en práctica? ¿Será que se toman, se ponen en práctica y no sirven para nada? ¿Será que la realidad es más tozuda que los boletines oficiales y la legislación vigente? Elijan la opción que más les convenza, que también puede ser ninguna.

Con todo, aunque en las líneas precedentes lo pareciera, no es mi intención cargar sobre los hombros de nuestros representantes públicos una responsabilidad que les trasciende. Conozco lo suficiente a la mayoría de los y las que aparecen en esas fotos como para estar convencido de que, sin distinción de siglas, este sí es un problema que se llevan a casa, les quita el sueño y les hace sentirse impotentes. Y sé con total seguridad que harían más si supieran qué y cómo.

Ahí estamos concernidos todos los demás, no ya como sociedad, que es un concepto comodín cada vez más difuso y confuso, un especie de refugio colectivo para diluir las culpas y repartirlas de manera que toque a casi nada por cabeza. No, esto hay que afrontarlo de uno en uno y de una en una. Primero, como examen de conciencia, naturalmente, venciendo la tentación de autoabsolverse. Inmediatamente después, fijando la mirada crítica a nuestro alrededor para identificar a quienes por acción o vergonzosa omisión están contribuyendo a perpetuar la violencia machista. A algunos, no necesariamente políticos, los encontrarán tras las pancartas.

Periodismo de datos

En la acera opuesta del sensacionalismo de casquería sobre el que les lloré mis penas ayer está el periodismo de datos. Es tan viejo como la imprenta o más, aunque cada equis aparece un vivillo que le pega un lavado de cara y bajos y lo presenta tal que si lo acabasen de parir. El domingo pasado, sin ir más lejos, el canal con el que el Grupo Planeta juega al pressing-catch consigo mismo estrenó un programa que jura traernos en presunta primicia la novedad que ya les digo que no lo es. Se hace llamar El Objetivo, lo que viene a ser como si yo bautizara esta columna El rincón del macizo de ojos azules, y sin necesidad de abuela y cual si no conociera la programación de su cadena, dice tener la misión de purificar nuestras meninges podridas a base de chutarnos en vena tanta tertulia dicharachera. No es mala la intención, desde luego, pero me mosquea en varias acepciones del verbo que el purgante con el que se pretende acometer la limpieza neuronal esté compuesto a base de datos.

Les extrañará que lo enuncie así, porque a primera vista se diría que no hay nada más aséptico, neutro y fuera de sospecha que un dato. Tararí. Aparte de que casi nunca llegamos a saber cómo han sido cosechados y cuando nos llegan a la mesa han pasado ni se sabe por cuántas y cuáles manos, pocas herramientas de mentir son tan efectivas como un puñado de cifras aparentemente inocentes. Basta ordenarlas así o asao y apartar a un lado unas y poner doble subrayado a otras para obtener conclusiones diferentes. O para inducirlas, que tiene más mérito. Muy pero que muy diferentes, como cualquiera con diente levemente retorcido puede observar una noche electoral o, ¡ay!, cuando salen las mediciones de audiencias de los medios.

Con los mismos datos convenientemente destilados es posible demostrar, y de hecho se hace, una cosa y la contraria. Ténganlo en cuenta. Lo único cierto es que todo es según. Y tal vez, ni eso.