¿Euskadi o Euskadi?

Nuestra eterna trifulca onomástica —Euskadi, Euzkadi, Euskal Herria, País Vasco, Vascongadas…— acaba de pegar un doble tirabuzón descacharrante. La bronca está ahora, verán qué sutileza y qué mendruguez, entre Euskadi y Euskadi. ¿Mande? Pues sí, la misma palabra, por lo visto, muta de significado según se estampe en el maillot del equipo ciclista Euskaltel. Cosas del Departamento de Industria (¡Anda! ¿Tenemos de eso?) de Patxinia, que ha amenazado a la escuadra naranja con retirar los 400.000 euros de subvención para esta temporada si no se aviene a cambiar el tradicional Euskadi verde, sospechosamente abertzaloso, por el cosmopolita Euskadi blanco todo en mayúsculas y con rabito bajo la A que los centuriones del cambio han convertido en grafía única e indivisible de su régimen provisional.

Como probablemente sospechen, eso es sólo la puntita de prueba para la coyunda completa de quienes, fajo de billetes en mano, reclaman su total derecho de pernada. La otra condición para aflojar la mosca es que toda la indumentaria de los txirrindularis y, por supuesto, el parque móvil del equipo (coches, furgonetas, autobuses y caravanas) lleven rotulada y bien visible la verdadera palabra mágica, ya imagina cuál. Según el terruño en el que se compita, a los propios del lugar les deberá quedar bien clarito en nombre de qué gran patria pedalean los abnegados esforzados de la ruta: Espagne, Spagna, Spanien o Spain.

¿Quiénes decían que eran los que tenían desbarres y delirios identitarios? A la vista queda. Y junto a ello, el retrato exacto de los que al llegar —gracias al trapicheo y a la aritmética parda, nunca se olvide— juraban que se había acabado el tiempo de enfrentar a la sociedad con tribalismos trasnochados. Ya sospechábamos entonces y hemos ido comprobando a lo larguísimo y anchísimo de este trienio perdido lo que querían decir tales proclamas: hasta Euskadi dejaría de ser Euskadi.

El sexo de las palabras

Tal vez sea sólo casualidad, pero tiene su aquel que en vísperas del 8 de marzo, cuando se sacan del ropero las mejores intenciones para volver a guardarlas mañana, la Real Academia Española se haya descolgado con un denso informe sobre las guías que recomiendan un uso no sexista de la lengua. Precisamente porque estamos hablando de una materia —el lenguaje— que no es nada inocente, la preposición “sobre” bien podría cambiarse por “contra”. Leída dos veces la tremenda chapa, no me queda la menor duda de que toda su verborrea, ora paternalista, ora erudita, no tenía otra finalidad que dejar clarito que es la tal Academia la que posee el monopolio sobre el modo de expresarse. Y si desde tiempo inmemorial se habla con bigotes y un par de cojones, se hace y punto.

No negaré que algunas de esas guías son, además de contradictorias entre sí, pelín confusas y que en ocasiones pasan por alto que las palabras deben servir, en primer lugar, para comunicarse. Los principios de sencillez y eficacia hacen que no siempre sea posible cumplir al pie de la letra las recomendaciones, por cargadas de razón que estén. Pero si quien escribe o habla se plantea, por lo menos, si existe un término que no dé por hecho que todo el monte es abrótano macho, algo habremos avanzado.

El valor de estos manuales despreciados y/o descalificados por la RAE, aun de los más equivocados, es que nos recuerdan que todavía al diccionario y a los usos sintácticos y gramaticales les sobra testosterona. No me tengo por un talibán del género y lo políticamente correcto me provoca erisipela, pero creo que en el siglo XXI no es de recibo seguir utilizando el sintagma “El Hombre” cuando queremos referirnos a toda la humanidad o, simplemente, a las personas que la componemos. Qué decir de expresiones odiosas como “la mujer del César no sólo debe ser honesta sino parecerlo”. Por esas cuestiones, qué raro, no se preocupa la Academia.

De cargo a cargo

En el primer bote, suena feo. Alguien que no hace ni tres meses que ha dejado de ser vicepresidenta y ministra de Economía ficha como consejera de Endesa. De una filial chilena de la compañía, para ser más exactos, por aquello de que quien hace las leyes sobre incompatibilidades hace la trampa en el mismo viaje. Más sospechoso todavía. Parece un caso de libro de lo que en Argentina llaman “la puerta giratoria”, es decir, el pasadizo directo del alto cargo político al alto cargo empresarial y, al albur de los vientos electorales, la viceversa: la cuestión es tener siempre cuero noble bajo el culo.

Con ánimo de ser justos, veamos los atenuantes. La remuneración anual que percibirá Elena Salgado por esta sinecura no pasará de 70.000 euros. Es un pastón para el común de los curritos, pero —no nos engañemos— una bagatela para lo que se estila en el Olimpo directivo de emporios como el que ha requerido los servicios de la escudera económica de Zapatero. Por otra parte, basta medio vistazo a su currículum para admitir, por poca simpatía que se tenga al personaje, que algún partido ya ha empatado en su carrera. Méritos profesionales no le faltan. Conclusión incompleta: han fallado las formas, sobre todo por la prisa que se ha dado en la mudanza, pero tampoco parece que nos hallemos ante un escándalo de parar las rotativas.

Creo —y aquí es donde quería llegar— que estos casos hay que mirarlos uno a uno en lugar de hacer una generalización facilona. Si criticamos que la política se haya convertido en una profesión vitalicia, no podemos quejarnos sistemáticamente cuando alguien deja lo público para reincorporarse a lo privado. Otra cosa es, y ahí es donde está el problema, que hablemos de chisgarabises y medianías que encuentren suculento acomodo donde jamás los habrían contratado ni como bedeles antes de tocar pelo gubernamental. Felipe González o José María Aznar, por poner dos ejemplos

Equiparadores

Cuando a un amigo mío, gallego de manual, le saludan con el clásico “¿qué tal?”, él responde con otra pregunta: “¿comparado con quién?”. Más allá de lo ingenioso de la salida, en ella hay mucha filosofía. Si nos paramos a pensar, lo que somos o cómo estamos depende de con qué o con quiénes se relacione. Al lado de George Clooney, somos más feos que Picio, pero junto a Quasimodo podemos llegar a tener un aquel. Esta versión de andar por casa de la teoría de la relatividad de Einstein la aplicamos a casi todo. Muchas veces nos sirve como consuelo —siempre hay otros que están peor—, pero en demasiadas ocasiones nos conduce también a callejones sin salida e inútiles discusiones bizantinas.

Es lo que nos está ocurriendo respecto a la clasificación y estabulación de las víctimas de conculcaciones de derechos humanos según su victimario. Frente a lo que dictan el sentido común y unas gotas de empatía, se ha interpuesto una palabra perversa: equiparación. Como si el sufrimiento no fuera estrictamente íntimo y personal —y por tanto, imposible de comparar— alguien ha decidido establecer categorías con las personas que han sido objeto de padecimiento. En el escalón más alto estarían las víctimas de ETA y de ahí para abajo, cuando no directamente fuera de consideración, todas las demás.

Lo peor es que esto no obedece a sentimientos primarios, que serían tal vez humanamente compresibles y hasta excusables, sino a la fría y calculada determinación de no ceder el monopolio del dolor. En ese empeño, los que se pasan la vida acusando de insensibles a los demás llegan a la bajeza zafia de negarse a reconocer, por ejemplo, que los muertos de Gasteiz de marzo de 1976 lo fueron por una actuación policial intencionadamente homicida. No se dan cuenta, o quizá sí, de que su cerrazón los retrata como justificadores o incluso cómplices de un tipo de vulneraciones de derechos. Sólo de uno, por supuesto.

Un premio para Garzón

Son esas cuestiones que pasan de puntillas por la actualidad porque la prensa amiga se hace la sueca y si las cuenta la que no es tan amiga, suenan al raca-raca que se invoca desde Nueva Lakua como comodín del público y encubridor de cualquier fechoría. Pero, como son noticias de aquí a Lima, hay que dejar constancia de ellas, aunque suponga un gasto inútil de fuerzas y neuronas. ¿O es que hay que callarse ante la evidencia de un premio chuscamente amañado como el que pretende darle por la jeró el Departamento de Justicia del Gobierno Vasco al exjuez y mártir Baltasar Garzón?

Como lo están leyendo. Resulta que el negociado que dirige Idoia Mendia en los ratos libres que le deja su tarea como portavoz del patxinato concede anualmente una distinción bautizada con el nombre de René Cassin. Buen sofoco se llevaría el redactor principal de la Declaración Universal de los Derechos Humanos si se enterara en el más allá de que en el menos acá lo están mezclando con una arbitrariedad bananera. Les resumo: aunque teóricamente el galardón lo decide un jurado independiente, en esta edición (a saber en el resto) ha trascendido que el dedazo de la consejería ha señalado sin género de dudas como futuro laureado al recién destogado Garzón. Un guiño a esa izquierda un tanto olvidadiza que lo ha adoptado como mascota, ya imaginan.

Lo divertido y Al tiempo revelador es que, si bien en un primer momento Mendia salió en tromba con el habitual desmentido bilioso y cabreado, una vez retratada con el carrito del helado, cambió de estrategia. El viernes reivindicó la cacicada en sede parlamentaria y la justificó como una operación para dar bola a un premio casi clandestino. Con un par, la trapisonda hecha marketing sin sonrojo alguno desde el machito institucional. Descubierto el pastelón, la faena tal vez sea para Don Baltasar. Sería demasiado morro que se llevara la placa y los 16.500 euros. ¿o no?

Bienestar o así

Si levantaran la cabeza los que hace tres cuartos de siglo teorizaron e impulsaron el Estado del Bienestar, se llevarían un berrinche y una alegría. El cabreo vendría al comprobar cómo su obra está a punto de irse por el desagüe de la Historia. El motivo de alborozo, que probablemente no compensara lo anterior, sería ver que los que con más ahínco defienden hoy su fórmula son muchos de los herederos ideológicos de quienes se opusieron vigorosamente a su puesta en práctica.

A Keynes, uno de los padres originales de la idea, le haría seguramente mucha gracia saber que se ha convertido en poco menos que fetiche referencial de la izquierda. Como cuentan que tenía bastante ego y le encantaba ser sacado a hombros, tal vez ni se molestara en aclarar que su invento no buscaba exactamente promover una sociedad más justa. Antes que nada, como le escuché decir un día al profesor Gabriel Tortella, él era un tipo de orden al que no le gustaba nada encontrarse con barricadas en la calle. Y no era sólo por cuestiones estéticas o de seguridad. Sabía que la bronca continua hacía bajar sus toneladas de acciones en bolsa y sospechaba, no sin razones, que si el cabreo de los que no tenían nada que perder iba a más, sería su clase la que empezaría a pasarlo verdaderamente mal.

Siguiendo el clásico de Lampedusa, había que cambiar las cosas para que nada de lo esencial cambiara. La solución pasaba por dar a esos descontentos alborotadores un poquito para evitar que se quedaran con todo. Como demuestran las décadas de prosperidad que vinieron después (hablo del llamado primer mundo, claro), fue un gran hallazgo. Convertir a los desharrapados en clase media resultó rentable económicamente, pero también ideológicamente: si tienes coche y casa en propiedad, Marx no te resulta tan simpático, y Lenin, bastante menos. El capitalismo se había salvado. Se me escapa por qué ahora se pone en riesgo otra vez.