Más sobre reconciliación

Aunque creo que la mayoría de los lectores entendió lo que traté de expresar en mi columna de hace unos días sobre la reconciliación, no faltó quien dedujo que en ella apostaba poco menos que por la perpetuación del conflicto. Nada más lejos. Me gustaría dejarlo muy claro y por eso, como ya empieza a ser costumbre, dedico una segunda entrega al asunto con la esperanza y el propósito de explicarme mejor.

Tal vez se trate sólo de una cuestión de lenguaje. Para mi la palabra “reconciliación” es inabarcable. Implica una generosidad y una disposición de ánimo de tal magnitud por parte de quien está inclinado a llevarla a cabo, que creo sinceramente que queda fuera del alcance la mayoría de simples e imperfectos mortales. Admiro a las personas capaces de reconciliarse, pero si miro a mi alrededor, mi impresión es que son excepcionales en toda la extensión del término.

¿A qué podemos aspirar los que carecemos de esa grandeza de espíritu? Sencillamente, a convivir respetuosamente. Puede saber o sonar a poco, pero si recordamos de dónde venimos o, incluso, dónde estamos ahora mismo, nos parecerá un gran triunfo. Pedir más que eso me parece una hipoteca de decepción a plazo fijo y una ausencia de realismo total. Si con suerte te llega para un menú del día, no puedes empeñarte en comer en el restaurante más exclusivo.

Resulta más práctico y rentable a la larga ir quemando etapas sin prisa pero sin pausa. Tenemos muchos motivos para estar satisfechos de lo que hemos conseguido hasta ahora. Empecemos por apreciarlo y trabajar para asentarlo. Por supuesto que no nos conformamos, y por eso debemos seguir avanzando paso a paso. Primero, la capacidad de convivir y el reconocimiento mutuo. Luego vendrán la ruptura de muchos prejuicios recíprocos y el maravilloso descubrimiento de que aquellos a los que se consideraba enemigos pueden convertirse en amigos. Naturalmente, por decisión personal y voluntaria.

5.000 euros en la muñeca

Idoia Mendia, aventadora de las versiones oficiales de Patxinia y vertedora ocasional de marrones ciegos, lleva en su muñeca un reloj de 5.000 euros. No, no es otra insidia putrefacta de los diarios cuyo nombre ella evita pronunciar. De hecho, se contaba, más como elogio al buen gusto que como nada que sugiriera crítica, en los periódicos del frente amigo. Sin escatimar un detalle, además. Así supimos que la exclusiva pieza que mide los segundos de Mendia es un modelo Classic de la prestigiosísima marca suiza Hublot en acero-oro tamaño señora. El de Soraya Sáenz de Santamaría —chincha y rabia, vicepresidenta española— es la vulgar versión de acero tamaño cadete que sale por mil leureles menos. Todavía hay clases. Que se vea que en Euskadi no estamos tan mal.

Será porque soy un muerto de hambre vocacional al que le da dolor de corazón gastarse más de cuarenta napos en unos zapatos, pero no logro imaginarme lo que se puede sentir portando a diario una fruslería cuyo precio equivale a ocho mensualidades del salario mínimo. Dice en su publicidad el fabricante del pedazo peluco que “el placer de llevarlo justifica el orgullo de poseerlo” . Buff, peor me lo pone. Llámenme intolerante, pero sigue sin entrarme en la cabeza que alguien que a cada rato nos pide mesura y contención y que, de propina, dice ser de izquierdas, no se conforme con mirar la hora en un Casio corriente y moliente.

Tal vez se tratara de un regalo. En este caso, y al margen de que la malvada asociación de ideas nos lleve —sin fundamento, claro— a recordar las conversaciones entre Camps y su “amiguito del alma”, debemos compadecernos de Mendia. Ya dijo Cortázar que cuando te obsequian un reloj, te regalan “un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo” y además, “el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa”. O de que lo cuenten en el periódico.

Una guarrindongada

Contra lo que suele decirse, entre bomberos sí es práctica habitual pisarse la manguera. En todas las épocas y bajo todas las direcciones de EITB he visto algunas zancadillas y unos cuantos episodios de guerra sucia. Despacheros que se ofrecían a hacer tal programa por la mitad, difusores de bulos apostados junto a la máquina de café, correveidiles que esprintaban para llevar el último chisme a la superioridad y hasta hijoputas que hacían listas de personal prescindible que entregaban a su bwana con los ojos inyectados en sangre. Aparte del hecho de que los integrantes de esta fauna han prosperado un congo en el último trienio, la cosa no era digna de mayor reseña. Nada que no se diera en unos grandes almacenes, un banco, un instituto, un taller mecánico o cualquier otro ecosistema laboral. Indeseables hay en todas partes.

Lo que no había visto nunca era una acción de guerrilla abierta y pública de un programa a otro. Aún me tengo que pellizcar para llegar a creerme el acoso y derribo que se ha ejercido desde el entorno (jopé, parezco Garzón) de “Robin Food” sobre el ya casi difunto “Voy a mil”. De saque, el encabronamiento ritual de la plantilla haciendo correr, primero por los pasillos y después a través de un email redactado como una perfecta nota de prensa, el despampanante presunto sueldo de la presentadora del espacio rival. Los ángeles (del infiermo) de Alberto, que en otras cuestiones saltan como guepardos con el desmentido entre los colmillos, se limitaron a encogerse de hombros.

Con la misma pasiva beatitud contemplaron cómo se utilizaban las redes sociales y el-periódico-de-siempre para darle con lo gordo de la minipimer a la competencia en la parrilla. Así, hasta que el sábado una redactora empotrada en el ejército ofensor certificó el éxito de la guarrindongada: “Le ha ganado la pelea a Gaztañaga. Y el premio es quedarse en el horario goloso”. Faltó un ¡Viva Rusia!

La reconciliación obligatoria

Una de las cosas que más me jorobaba de crío era que, después de haberme hostiado en el patio con algún compañero, viniera el profe enrollado de turno con la consabida cantinela: “Y ahora os dais un abrazo y volvéis a ser amigos”. A uno, que ya entonces creía tener algo parecido a principios, aquella pacificación por decreto le parecía, además de una intromisión intolerable, una memez. De hecho, al abrazo forzado solía acompañarle un susurro recíproco: “A la salida te espero”. Y, efectivamente, después del timbre y fuera de los límites escolares, a salvo de la autoridad competente, retomábamos la pelea.

A partir de ahí, se abría un mundo de posibilidades. Igual podías pasarte dos meses a tortazo limpio que te convertías en uña y carne del que te había desguazado las gafas. Lo más habitual, sin embargo, era mantener con él una convivencia tensa que tendía a la indiferencia. La vida seguía, eso era todo, y había nuevos enemigos, juegos, parciales de mates o amoríos tempranos que atender. Aunque no pensáramos en ello, sabíamos que la infancia era muy corta.

Hoy, certificado eso último con una barba canosa y algunos achaques, sigo teniendo la misma desconfianza en la reconciliación obligatoria. No discuto las encomiables intenciones de los que la portan todo el día en la boca, pero dudo sinceramente que se pueda llevar a la práctica. Claro que me emociono como el que más leyendo o viendo uno de esos reportajes en que un terrorista y un familiar de una de sus víctimas comparten un café y tres reflexiones. Pero, aparte de que aún estoy por ver lo mismo entre un torturador y un torturado, no se me escapa que es una excepción.

Lo normal, lo humanamente normal, es que quien ha sufrido no quiera tener mucho que ver con quien juzga responsable de su padecimiento. Deberíamos conformarnos con la certidumbre de que esas situaciones no se van a volver a repetir. Y quien desee reconciliarse, que lo haga.

Manifiestamente mejorable

Tal vez porque llevamos décadas aferrándonos a sobreentendidos, en el comienzo de este tiempo nuevo los vascos tendremos que vérnoslas con circunloquios y perífrasis kilométricas para expresar lo obvio. 43 palabras, ni una menos, ocupa el título del borrador del primer decreto de reparación de las víctimas de la violencia policial o parapolicial. Con lo sencillo que era ponerlo así, los redactores se han tenido que dar al encaje de bolillos, apostillando por aquí y por allá con ambages que no hirieran ninguna sensibilidad. La paradoja es que no lo han conseguido. A todo el mundo le sobra o le falta algo en el galimatías final.

Eso, sólo respecto al titulo. Con el resto del texto —apenas seis folios— ocurre lo mismo multiplicado por ene. Cada coma o ausencia de ella da lugar a una objeción, cuando no a media docena. La línea que a unos se les queda corta a otros les parece un exceso intolerable. ¿Por qué están estos y no aquellos? ¿Por qué se hace así y no asá? ¿Por qué se pasa por alto tal situación y se subraya la de más allá? Donde uno esperaba encontrar respuestas, se topa con una torrentera de preguntas y dudas que alimentan, por si hiciera falta más madera, el recelo con que recibimos este tipo de iniciativas.

Visto lo dicho, me sería muy fácil agarrar la catana y reducir a rodajas el decreto, como se ha hecho del babor al estribor ideológico. Tiempo tendré para arrepentirme y desdecirme, pero hoy presento estas líneas en forma de voto de confianza. No tanto al contenido, que no me gusta, como a las intenciones que veo tras su impulso. Conste que no se me escapan las espurias y retorcidas: es evidente que hay quien ha tirado de calculadora y ya se ha hecho la cuenta del pellizco que le sacará a lo que ve como otra jugada política más. Me quedo, sin embargo, con las convicciones sinceras que también sé que han hecho posible este borrador manifiestamente mejorable.

Rosa Low Cost

Hay derrotas que saben y huelen a victoria. Sobre todo, en política, donde palmar estrepitosamente en una votación parlamentaria te puede convertir en santo y seña de la talibanada. Ahí tienen a Rosa Díez, elevada a Agustina de Aragón, cuando los números sugerían más bien que había quedado como Cagancho en Almagro: 326 señorías multicolores diciendo no a la ilegalización de Bildu y Amaiur frente a cinco irreductibles diputados magentas sosteniendo que sí, que sí y que sí. Cualquiera con un gramo de decoro habría captado la indirecta, pero igual que Gran Bretaña decretó el aislamiento del continente, la generala de UPyD ha decidido que es la mayoría aplastante la que está instalada en el error y saluda con gesto triunfal desde el centro de la plaza.

Sus razones tiene, apresurémonos a decirlo. Ha conseguido exactamente lo que quería: focos y cámaras que la mostraran ante su clientela objetiva, la fachundia más casposa, como la hostia en bicicleta de la resistencia numantina. Ese es su negocio. Igual que el presidente de Ryanair se dedica a montar pirulas para salir en los papeles por la cara, ella promociona su partido low cost a base de demagogia de quinta. Y le va de cine. El chiringuito monoplaza que se sacó de la pamela cuando vio que en el PSOE no tenía mucho más que chupar ha ido creciendo y abriendo franquicias atendidas por buscavidas políticos a su imagen y semejanza. El que dice que en Euskadi hay trescientos mil hijos de puta, por ejemplo. Ese es el perfil.

Lo divertido —sí, mejor tomárselo medio a guasa— es que se ofertan como los campeones de la decencia y el recopón de la dignidad incorrompible. Hay, de hecho, a quien le cuela, y de ahí que el invento haya prosperado lo suficiente para dar de comer y pagar los vicios (nada baratos, por cierto) de la lideresa y sus lugartenientes. Los que conocemos el paño nos limitamos a sonreír con resignación desde el fondo norte.

Rojos sobrevenidos

Ya lo escribió Larra hace cerca de dos siglos: todo el año es carnaval. No esperen, pues, que con este miércoles de ceniza llegue el finiquito de los bailes de máscaras. Al contrario, tiene toda la pinta de que en las fechas que vienen aumentará el número de los que se embozarán en el disfraz de moda que, mal que le pese al EBB, no es el de escocés, sino el de rojo sobrevenido. El pasado fin de semana los hemos tenido a decenas en las calles, empotrados entre miles de personas que salieron a mostrar su digno y justificado cabreo. Menudo cante daba, por ejemplo, el último ministro de Trabajo del PSOE, chupando pancarta como si él mismo no hubiera tenido nada que ver en la escabechina de derechos sociales que no cesa.

Al menos, ese pisó el asfalto. Los que nos tocan más de cerca se han conformado con ir de boquilla y acrecentar la antología de los rostros marmóreos con arengas de plexiglás. Qué despiporre, sin ir más lejos, ver a Roberto Jiménez, sujetatijeras de Barcina, clamando contra la impía reforma laboral que a él no le rozará ni un pelo… ni le hará abandonar su condición de monaguillo del Gobierno más retrógrado a este lado del Volga. De nota también lo de Gemma Zabaleta, responsable convicta y confesa de un buen puñado de tajos en Patxinia, sacando ahora a paseo la mano izquierda y sentenciando que la situación invita, como poco, a una huelga. Pena que no haga ella una indefinida para dar un respiro a la nutrida legión de víctimas de su gestión. Eso sí sería revolucionario.

Pero abandonemos toda esperanza y dispongámonos a presenciar durante mucho tiempo el obsceno espectáculo de las sopas gubernamentales y el sorber opositor. Los mismos que nos rasurarán el cogote dirán que ellos no han sido y nos despacharán a las barricadas a protestar por la ignominia. Una vez allí, claro, nos mandarán a los guardias para devolvernos, hechos un puñetero lío, a la casilla de salida.