Se ha ido el Borbón mayor, y no para Barranquilla, precisamente. Por lo visto, enfila el último tramo de su peripecia vital, y anticipa ese momento empalagoso en el que la cortesanía chupadora nos llenará de babas glosando sus gestas sin igual. De hecho, algo hay de menú-degustación de ese reguero de melaza en esta, su segunda marcha en cinco años. Pocos se atreverán a hacerlo, pero cabría apuntar que debió bastar con la primera. ¿Qué carajo es, si no, una abdicación? Supusimos, y algo así nos contaron, que el campechano se quitaba de foco y, salvo momentos requetexcepcionales, su siguiente aparición sería en una caja antes de ser facturado a ese lugar de El Escorial bautizado con gusto mejorable como pudridero de reyes. Ya hemos visto que no. Pese a su prematura decrepitud manifiesta, el tipo se las ha arreglado para hacerse ver en diversas jaranas propias de su regia condición. Y cuando se le ha intentado hacer luz de gas, el fulano ha sido capaz de montar una barrila lo suficientemente audible.
Ahora, sin embargo, nos juran que es la buena. Mantiene cuatro fruslerías protocolarias, una pingüe asignación que tampoco parece que vaya a ser capaz de pulirse, dado su estado, y, lo más importante, su blindaje jurídico. Por si alguien lo dudaba, no serán los tribunales quienes lo juzguen, y mucho me temo que tampoco la Historia. Aunque en su última etapa en activo pareció que por fin caía la mordaza sobre cómo las gastaba, desde el minuto uno de su abdicación, hemos asistido a un blanqueo nuclear de sus cuarenta años como sucesor de Franco a título de rey… y de los que vengan de su hijo ocupando el mismo trono.