Después de la abstención

Lo más triste —o lo más divertido, según se mire— del sofoco emitido en tiempo real que unos cuantos malvados conocemos ya como el octubrazo del PSOE es que la abstención no va a ser suficiente. Es decir, sirve para salir del paso y evitar ir a las urnas en los días de los villancicos y los polvorones. También para que el BOE reconozca oficialmente la reválida presidencial de Rajoy, o para que el mentado nombre un gabinete. Pero no para que gobierne. Ahí los números van a seguir sin darle a Don Tancredo.

Llegará, sin ir muy lejos, el momento de sacar adelante unos presupuestos recortados en un porrón de millones de euros, al gusto de Bruselas. ¿Qué hacer? “¡Se los cambiarán en Sabin Etxea por alguna transferencia de chicha y nabo!”, vocearán los mismos Nostradamus de todo a cien que la pifiaron al vaticinar en cuatro ocasiones sucesivas que el PNV acabaría apoyando, qué te apuestas, a  Mariano. A la (vana) espera del reconocimiento de su cantada, cabe explicar a tan desahogada parroquia que los cinco escaños jeltzales no alcanzan por sí solos.

¿Y entonces? Pues tampoco es que servidor sea la releche haciendo quinielas, pero tiene toda la pinta de que volverán a reponer la entretenida serie Comité Federal. Vamos, que los mismos capos locales que acabamos de ver en acción con la inestimable ayuda de los dinosaurios de costumbre blandirán de nuevo la cantinela de la estabilidad, la responsabilidad, el bien común y letanías del pelo. Atendiendo a los hechos recientes, lo más probable es que asistamos a la enésima humillación. Pero quién sabe. Hasta los más mansos pueden acabar hartándose.

De absternerse y apoyar

“Abstenerse no es apoyar”, dice, emulando a Perogrullo, el presidente accidental de los restos del PSOE, Javier Fernández. Apenas suena a excusatio non petita, anuncio de ciaboga inminente, humillado reconocimiento de claudicación, o aun más gráficamente, pan hecho con unas hostias. A buenas horas mangas verdes, después de la reyerta pública que ha dejado al partido a un cuarto de hora de la irrelevancia, se viene a descubrir la fórmula de la gaseosa. Cuánta sangre, cuánta dignidad pisoteada, cuánta vergüenza ajena, cuántos daños a propios y extraños se habrían evitado de haber caído en esa obviedad en el momento en que hasta los pedruscos veían que ni torturándolos daban los números para un gobierno alternativo.

Eso fue tal que el 26 de junio a las once de la noche, cuando el marcador de las elecciones repetidas aullaba la victoria sin paliativos del PP. Un reconocimiento a tiempo con la promesa de entregarse desde el primer minuto de la legislatura a una oposición sin concesiones nos habría librado de estos meses de tomadura de pelo y del espectáculo final de canibalismo entre compañeros de carné. Valía exactamente la misma frase que ahora suena a todo lo que les enumeraba, porque resulta que encierra una verdad esférica: abstenerse no es apoyar.

Por supuesto que no lo es. Ni por el forro. Sin embargo, alguien se empeñó en que lo pareciera. Por cortoplacismo ramplón, por sentirse aprendiz de brujo, por el qué dirán, por ver si sonaba la flauta, por rodearse de un halo de heroísmo, porque estar en los titulares da gustito. Ocurre que los plazos acaban venciendo y la cuota se paga con intereses.

No votar es votar

No hagan caso de los índices de participación. Ni 50, ni 60, ni 70. Siempre es 100 o, como poco, 99. Excluyo a las miles de personas, principalmente residentes en el exterior, que queriendo ejercer su derecho, no podrán hacerlo por culpa de la tonelada de trabas burocrático-políticas que impone una legislación patatera que siempre opera a beneficio de obra. Todos los demás, vayamos o no al colegio electoral, habremos votado. Unos con papeleta —o por lo menos, sobre—, dejando constancia en las actas, y el resto, por omisión. Ahí entra la opción consciente y meditada de abstenerse exactamente igual que la pura dejadez, el despiste o el pasotismo extremo de una parte no desdeñable de la sociedad que ni sabe que hoy se celebran elecciones. Sumen a quienes, sabiéndolo, no tienen ni pajolera idea de lo que se elige ni para qué; aunque les cueste creerlo, haberlos, haylos.

El tinglado del sufragio universal funciona así, y como escribía ayer mismo Enric González, el restringido es aun peor. Así que el resultado que arrojen esta noche las urnas —y por lo tanto, sus consecuencias futuras sobre nuestras vidas— será producto de la voluntad de los votantes activos y, ¡ay!, de los pasivos. Quizá la única objeción que quepa sea la normativa electoral que, junto a la ley D’Hont, dan lugar a una representación no proporcional o directamente desproporcionada. Y hasta eso no deja de ser fruto de una determinación tomada por mayoría. Por algo será que en 38 años nadie la haya cambiado.

Resumiendo: como la caridad, el derecho a decidir bien entendido empieza por una misma o uno mismo, no sé si me explico.

Abstención sin dueño

Me divierten mucho las peleas, generalmente entre las mil y un banderías de la izquierda, sobre si la abstención es otra forma abyecta de colaborar con el pérfido sistema o la más heroica de las rebeliones frente a las habas contadas de la democracia representativa. Como son gente que le da mucho al cacumen, los litigantes suelen acompañar sus argumentaciones de ladrillos teóricos, cuadros sinópticos y bibliografía donde no falta la crema y la nata de la ortodoxia, de Lenin a Chomsky, pasando por Gramsci. El resultado es que unos y otros parecen estar cargados de razón, salvando el pequeño detalle de que pasan por alto que los motivos de cada miembro del censo para ir o no ir a votar son de una variedad inabarcable. Pretender que hay un solo modelo de votante o de abstencionista solo cabe en eso que el otro día el presidente de Uruguay, Pepe Mujica, llamó entre aplausos de los aludidos “el infantilismo patológico de la izquierda”. Y ello, en una versión menor; la mayor llegará el domingo, cuando ante el resultado final de las europeas comiencen a llover tuits que sumen lo que cosechen los minifundios zurdos con las papeletas no depositadas y se proclame la victoria incontestable de un pueblo que no quiere participar en farsas.

Doy por esfuerzo inútil hacer notar que ese 40, 50 o hasta 60 por ciento de abstención que se vaticina no será unívoca y homogénea. Habrá un puñado, sí, que no se acerquen a las urnas después de haberlo meditado en conciencia. Otros pocos más quizá le hayan dado un mínima vuelta. Pero buena parte de los demás simplemente no le habrán dedicado ni un segundo a la cuestión.

Abstención, divino tesoro

Cuando ya no es posible disputarse los votos porque han sido contados y convertidos en escaños, comienza la entretenida (pero inane) contienda para adjudicarse los no-votos. Lo bueno que tiene para los que entran en liza —que, como veremos, son casi todos— es que en este caso no hay manera humana de sacar la cuenta oficial del trocito o trozazo que le corresponde a cada quien. Se sabe, sí, el global, porque es una resta simple entre el total del censo y los que han peregrinado a echar la papeleta en la urna. Todo lo demás es territorio abonado para especular con humo.

El domingo, por ejemplo, hubo en las autonómicas vascas un 36, 27% de abstención. Traducido a personas con ojos y nariz, dato que generalmente suele racanearse, eso nos da un montante de 643.851, oséase, 240.000 más que el partido que resultó ganador de los comicios. ¿Cómo resistir la tentación de abalanzarse sobre todo esa montaña de merengue desaprovechado? Los primeros que van de cabeza a por su pellizco son, faltaría más, los partidos perdedores. Menos de 150.000 no se atribuyen nunca. Quien no se consuela es porque no quiere. Eso, sin contar con que al refugiarse en esa excusa, en realidad están confesando que algo muy malo habrán hecho para poner de morros a una tercera parte de la parroquia.

También las formaciones ganadoras, que siempre quieren más, más y mucho más, entran la puja y dejan caer que con los que se han quedado en casa, habrían apañado un par de parlamentarios más. Pero nadie llega a tanto —y siento escribir esto porque muchos son de mi propia cuerda o alrededores— como los que ven la apuesta y la suben hasta la totalidad. Sin despeinarse concluyen que las elecciones las ha ganado la abstención. Mezclan a los que no han ido porque voluntariamente así lo han decidido con los que no lo han hecho por otro millón y medio de causas. Por pura pereza, por ejemplo. Eso es hacerse trampas en el solitario.