Paralelismos

Se han cambiado los papeles. En los años —nada lejanos— del Plan Ibarretxe, los catalanes que apostaban por el soberanismo miraban a Euskadi con una mezcla de envidia y expectación. En privado comentaban que el paso adelante de su espejo del Cantábrico, para el que no veían maduro a su pueblo, podría servir de ejemplo y banderín de enganche. Siempre que saliera bien, claro, cosa que no ocurrió. Tras aquel histórico portazo en el Congreso de Madrid, no pasó absolutamente nada. Se elaboró el duelo correspondiente —negación, enfado, dolor, resignación— y las aspiraciones de ir por libre quedaron aparcadas para mejor momento. La existencia de ETA, que todavía mataba, extorsionaba y arruinaba magníficas oportunidades para hacerse a un lado, operó como justificación o quién sabe si como excusa. Luego llegaron la crisis, el pacto PSE-PP, diez o doce enredos más… y hasta hoy, cuando son los vascos partidarios de marcharse los que miran —de acuerdo, miramos— con hondo interés lo que está sucediendo en Catalunya.

Esta vez nos toca ir a rebufo, que a lo mejor no es una posición heroica, pero si me perdonan el cinismo, sí más cómoda. Podemos contemplar admirados cómo crece la ola y aguardar el instante de subirnos a ella o dejarla pasar, si es que al final se concluye que todavía no es la buena. En el ínterin deberemos hacer un ejercicio de realismo y sinceridad. ¿Todos los que dicen que quieren irse están hablando de lo mismo? Complicada pregunta, pero las hay aún más peliagudas: ¿Quién sería el sujeto de la hipotética secesión? ¿Solo la Comunidad Autónoma? ¿Qué ocurriría con Navarra y, más difícil todavía, los territorios de la Vasconia continental? Transcurre el tiempo y tenemos sin resolver esas cuestiones.

Por lo demás, mucho ojo con los paralelismos de carril. Habrá media docena de coincidencias entre el caso vasco y el catalán. Pero sospecho que también una cantidad mayor de diferencias.

Catalunya a por todas

Tras la histórica Diada del año pasado, me apunté a la teoría del suflé. Creía, y así lo dejé anotado en estas líneas, que todo lo que sube baja, que los días de mucho suelen ser vísperas de nada y, en fin, que los grandes entusiasmos tienden a marchitarse irremediablemente. Mi escepticismo congénito y el recuerdo nítido de otras explosiones de júbilo que habían terminado en fiasco me llevaron a pensar que era cuestión de tiempo que las aguas catalanas volvieran a su cauce. Compruebo con alegría que estaba en un error.

Tampoco quisiera dejarme arrastrar ahora por un exceso de optimismo y dar por finiquitada la caza de un oso que todavía corre por las praderas. Sin embargo, lo que he ido viendo en estos últimos doce meses y, particularmente, el miércoles pasado, me hace intuir que esta vez el envite va muy pero que muy en serio. Se ha colmado definitivamente el vaso de la paciencia. Y no solo de los que siempre estuvieron por la labor de cortar amarras con España. Aunque estoy a seiscientos kilómetros y seguramente se me escapan muchos detalles, para mi el fenómeno más notable es constatar que personas que no hace tanto pasaban por tibias o indiferentes han cruzado la línea roja. Ya no se conforman con un apañito fiscal. Ni siquiera con una componenda federalista o del pelo. Quieren irse a toda costa y lo antes posible. Mañana mejor que pasado mañana.

Se antoja muy difícil contener un ansia y una determinación así. Esto ya no va de unas siglas o las otras. Las ejecutivas de los partidos, que no tienen manual de instrucciones para una situación como esta, han perdido el control. El ritmo lo marca la ciudadanía y a los dirigentes políticos no les queda más opción que subirse a la ola y aparentar que la gobiernan. Cualquier tentación de echar el freno, y los corren a gorrazos. Artur Mas debe elegir entre ser héroe, aunque sea por accidente, o villano sin paliativos. A ver qué decide.

Artur Mas, Victus

Si Mariano Rajoy no miente también al difundir sus elecciones literarias, este verano he compartido con el presidente español el placer de la lectura de Victus, de Albert Sánchez Piñol. Se trata de una deliciosa novela que recrea la tan épica como estéril defensa de Catalunya ante el brutal asedio de la Corona de Castilla, que acabó rindiendo la plaza el infausto 11 de septiembre de 1714. Contado así, podría parecer otra pamplina propagandística. Sin embargo, les aseguro que, además de la amenidad y la documentación, el gran valor que he encontrado en el texto es su renuncia a la mitificación. Al contrario, salen muy mal parados algunos héroes oficiales de la resistencia, empezando por el beato civil Rafael Casanova, ante cuya estatua tienen lugar las habitualmente tumultuosas ofrendas florales de la Diada.

No creo que estuviera en la intención del autor, pero en la descripción del comportamiento del tal Casanova y otros prebostes que figuran en el relato, he tenido la impresión de identificar a varios dirigentes políticos de la Catalunya actual. El más obvio, Artur Mas, que podría ser una mezcla sincrética de diferentes personajes que en la narración son llamados alfombras rojas. Obligados por su condición de representantes de un pueblo agredido que exigía hacer frente a los invasores, tuvieron que liderar una defensa que ni les convencía ni les convenía. Sus culebreos para conservar a un tiempo la credibilidad popular y su patrimonio acabaron resultándole a la causa catalana tan letales como la artillería borbónica. Pisaron simultáneamente el acelerador y el freno, y de ahí devino buena parte de la derrota.

299 años después, afortunadamente sin derramamiento de sangre, parecemos volver a la misma situación. El Molt Honorable pone fecha a una consulta que suena a todo por el todo, y al de un rato anuncia su retraso porque ya no hay tanta prisa. Advierto que Rajoy ha leído el libro.

Ventajas del córner

Sería allá por 2005 o 2006, cuando el gobierno tripartito catalán se había convertido en gran diana cavernícola, superando en inquina —quién lo iba a decir— al ejecutivo que lideraba Ibarretxe en la pérfida Vasconia. En aquel bancal abonado con los peores detritus germinó una especie de mutua de presuntos agraviados, tipos todos con un ego del quince, que fue bautizada como Ciudadanos de Cataluña. Primero se inscribió en el registro como plataforma cívica, que era la moda del tiempo, para ascender un ratito después a partido político. Entre medio, una paradójica traducción del nombre a la lengua cuya supuesta hegemonía aplastante denunciaban con acompañamiento de sapos y culebras.

Aunque en la tenida abundaban ilustres resentidos, fue Arcadi Espada el que ganó la guerra de codos y ejerció como cara visible y portavoz en cap de la cosa en los momentos iniciales. Era su magna persona y ninguna más la que había que solicitar para las entrevistas, así que nos pusimos a la cola. Con un nombre tan sospechoso como Radio Euskadi y cargando con el aura de emisora oficial de los secesionistas norteños, no resultó tarea fácil que el amateur departamento de prensa nos atendiera. Y tampoco ayudaba que el que iba a hacer de interrogador fuera el cabrito con pintas que había parido el Cocidito, que empezaba a tener cierta fama entre los disolventes catalanes. Sin embargo, quince o veinte llamadas después, lo conseguimos.

La charla fue un anodino ping pong hasta la pregunta final. “Señor Espada, a pesar de todo lo que dicen, ustedes no viven demasiado mal en esa Catalunya que tan duramente critican, ¿no es cierto?”, disparé a bocajarro. Esperaba un desmentido rotundo, pero mi interlocutor se sinceró: “Es que, si sabes montártelo, en el córner se vive muy bien”. Invadido por la perplejidad, despedí educadamente la entrevista. Aquel día aprendí —y hoy comparto con ustedes— las ventajas del córner.

Mientras tanto, nada

Advierto a la sufrida concurrencia, por si se quieren evitar el mal rato, que las líneas que les vengo a llorar son una versión corregida y aumentada de las que destilé ayer mismo con el resultado de varios desayunos agriados y un par de whatsups de amigos seriamente preocupados por mi estado emocional. Algún día me apearé en marcha de este tobogán melancólico y, tirando de oficio y de ese tipo de cinismo tan esquinado que merece el nombre de hipocresía, seré capaz de jurar a los moribundos que tienen toda la vida por delante y convenceré al de los hermanos Calatrava de que la auténtica belleza va por dentro. Denme un decenio o dos y es pan comido, se lo prometo.

Pero hombre, Vizcaíno, déjese de pucheritos autocompasivos y mire lo que está pasando en la calle. ¿No se sulibella viendo cómo por fin las masas atienden la llamada de su destino manifiesto y salen a rodear a los mismos que han votado hace menos de un año para decirles que cuidadín-cuidadín? No me diga que no rejuveneció ayer al ver cómo esa Euskal Herria que usted pronuncia a garganta llena se poblaba de puños en alto clamando por el fin de la explotación laboral y, ya puestos, por la inminente independencia. De propina, nuestros hermanos catalanes allanándonos el camino hacia Ítaca con un remedo de aquel plan que el malvado centralismo opresor le estrelló en las narices a Ibarretxe. ¡Cabalgamos a lomos de la Historia!

Ya, sólo que si nos fijamos bien, las patas están atornilladas al suelo. Lo de Madrid es una confusa convocatoria convertida en semihazaña y Trending Topic gracias a la porra fácil de los guardianes de Rajoy. Igual igual que los robocops de Ares-Mendia dieron lustre a pelotazo limpio a una huelga que hasta sus convocantes saben que ha sido un error estratégico de libro. En Catalunya apenas veo a un campeón de la tijera jugando con una bomba de relojería cargada de sentimientos. Y mientras tanto, nada.

El escriba del rey

Qué joío, el fulano que redacta las paridas que firma el Borbón. Tenía huevo y medio de metáforas y alegorías tan o más chorras que las que espolvoreó en su última creación, y se le ocurre poner lo de las quimeras. ¿A qué venía la alusión a un monstruo con cola de dragón, vientre de cabra y cabeza de león que vomita fuego? Ya, los catalanes y tal, que les tira la sangre de Sant Jordi y se dedican a cazarlos en pleno siglo XXI. Sí, eso tiene buena venta y por ahí se lo ha tomado todo el mundo, pero a mi me da que allá en el fondo había una carga de profundidad contra su jefe. Aparte de los grabados a cuatricomía, el hábitat natural de esos bichos son los efluvios etílicos. Cuanto más cerca del delirium tremens, más reales —uy, perdón— se aparecen, y se cuenta que hay quien huyendo de ellos entre la neblina del licor llegó a desgraciarse una cadera. Toma indirecta. Si al chófer le arreó un hostión por saltarse su orden de aparcar donde le salía de su regia entrepierna, a este lo ensarta en una picota o se lo regala a Froilán para sus prácticas de tiro.

Y todavía sería precio de amigo para los méritos del amanuense, que se cubrió de gloria con su epístola psicotrópica. Pase lo del “remar todos en la misma dirección”, que es un topicazo tan manido y ramplón que ya solo se atreve a utizarlo Patxi López. A regañadientes y achicharrándose por dentro del bochorno, se puede correr un tupido velo sobre la gilipuertez decimonónica de los galgos y los podencos. Lo mismo, con la vaciedad estomagante del “No soy el primero y con seguridad no seré el último de los españoles que bla, bla, bla”. Pero lo que es de fusilamiento con balas de tinta al amanecer es la melonuda expresión “escudriñar las esencias”. Eso roza la tentativa de magnicidio. Le salva que el texto era para la web. Llega a ser para un discurso, y el mataelefantes se queda seco frente al atril con el verbo atravesado en la glotis.

Otro récord, ¿y…?

Es humano. Vas perdiendo por trece a cero y en un arranque de coraje, sacas fuerzas de donde no sabías que te quedaban, te plantas en el borde del área contraria y tu rabia concentrada impulsa un zapatazo que se cuela por toda la escuadra rival. Es un gol de pañuelos, de grada puesta en pie aplaudiendo con los pelos como escarpias, de póster desplegable. Te mereces, por supuesto que sí, celebrarlo comiéndote la hierba, saltando, aullando y, qué narices, hasta con un buen corte de mangas dedicado al árbitro comprado, a esa prensa que te hace la vida imposible o a los autores de un reglamento redactado expresamente contra ti. En esas condiciones, es una tremenda hazaña conseguir franquear los tres palos. Pero no dejes que el subidón de adrenalina te engañe: mira al marcador, resta, y comprobarás que aún te faltan doce chicharros para empatar. Uno más para la remontada.

Siento presentarme otra vez en el nada agradable papel de pinchaglobos. Cuánto más fácil para mi sería encaramarme hasta la cresta de la ola de entusiasmo provocada por la apabullante manifestación del martes en Barcelona y proclamar, como están haciendo algunos con esa urgencia que engendra futuras decepciones, que ya está todo el pescado vendido. Sólo por haberlo gritado como nunca se ha hecho, el lema que llevaban las pancartas se convertirá en realidad: Catalunya, nuevo estado de Europa. Ojalá fuera tan sencillo, pero mucho me temo que queda un buen trecho para vislumbrar siquiera el punto de destino.

Algo debería enseñarnos lo vivido. Guardo memoria de media docena de movilizaciones de las que se hicieron —a favor y en contra— glosas muy parecidas. Todas batieron el récord de la anterior. Todas marcaron un hito. Todas aparentaron ser la gota que colmaba el vaso. Todas, ay, se fueron al álbum de fotos de momentos épicos. ¿Qué motivo hay para creer que esta vez será diferente? Aunque me esfuerce, no lo veo.