No solo Catalunya

El portazo del martes en el Congreso español no fue solamente a las aspiraciones de la mayoría social y política catalana o, por analogía, de la vasca. Serían muy estrechas las miras si la única conclusión que sacáramos se limitara a lo evidente, es decir, al rechazo por aplastante mayoría de la demanda de un territorio para decidir su futuro. Basta atender a los discursos —en forma y fondo— y a las reacciones para comprender que la cuestión que se dilucidó les atañía por igual a ciudadanos de Vic, Arrasate, Mondoñedo, Chiclana, Paterna o del mismo Madrid, esos a los que con tanta ligereza calzamos la consabida e injusta metonimia.

Una pista de por dónde voy: al terminar la buenrollista intervención de Pérez Rubalcaba, una parte no pequeña de la bancada del PP aplaudió, siquiera, por lo bajini y como al despiste. Fenómeno no habitual pero del todo lógico, puesto que sacarina arriba o abajo, el [todavía] líder del PSOE había venido a decir casi lo mismo que Mariano Rajoy, o sea, que como dueños que son del balón y de la asfixiante mayoría que suman (en proporción de 6 a 1), son ellos los que ponen las reglas. Las del bipartidismo a machamartillo, naturalmente, que implican que en cualquier cuestión que consideren esencial prevalecerá el pacto de hierro. Eso reza para lo territorial e identitario, pero también para el modelo económico y el de Estado en toda la extensión de la palabra, que es una enormidad.

Como piedra angular y non plus ultra, la Constitución, que invitan cínicamente a reformar, en la seguridad de que solo ellos, el bifronte, pueden hacerlo, como en agosto de 2011, a voluntad.

Cinco siglos

Si yo fuera catalán, soberanista y creyente, le pondría toneladas de cirios a Sant Cugat (en castellano, San Cucufato) para que el PP monte todos los fines de semana una chanfaina patriotera como la que acaba de dejar al planeta sin reservas de vergüenza ajena. Aparte de dar para escribir cuatro tratados de psicopatología, el desfile de caspa, facundia, suficiencia moral y arrogancia mendaz cuenta tanto como cien incendiarios mítines independentistas. Efecto bumerán, tiro por la culata, pan con unas hostias o, pensando mal, que el happening no estaba diseñado para los naturales del lugar donde se celebró, a los que se da por perdidos, sino para elevar la moral de la talibanada centralista del exterior. Más motivos para el desafecto.

Fuere como fuere, el espectáculo resultó un non stop de la chabacanería. Montoro sacándose de la manga birlibirloques para disimular el expolio, Rajoy hablando de amor como lo hacen los maltratadores, Mari Mar Blanco exhibida a modo de estampita de la virgen de la culebra con el hacha, Sánchez Camacho relinchando no sé qué de machetazos… Resulta casi imposible escoger el despropósito más ruborizante, pero si hay que hacerlo, me quedo con María Dolores de Cospedal gritando a voz en cuello que los catalanes ya eran fieles y felices súbditos de España hace cinco siglos.

Tal barbaridad equivale a porfiar que la Tierra es plana, que los niños vienen de París o que el autor de estas líneas es el vivo retrato de Brad Pitt hace quince años. Pero claro, es lo que ocurre cuando los cátedros de reconocido prestigio y camisa azul se ponen la ideología por montera y dan en proclamar, sabiendo que es una trola infecta, que la nación española se engendró en el tálamo de los reyes católicos. Los bodoques sin media lectura, como la de los finiquitos simulados y diferidos, se lo tragan y lo recitan cual papagayos. Y los que se inventan la Historia son los demás, no te jode.

Tres tristes diputados

Los que se mueven no salen en la foto, previno Alfonso Guerra a su rebaño sobre las consecuencias de no balar de acuerdo con la partitura. Mil veces se ha cumplido la nada velada amenaza desde entonces, tanto en la congregación del Rasputín sevillano como en el resto, pues en materia de trato a los discrepantes no hay gran diferencia entre siglas. En la ocasión que me ocupa, sin embargo, los renegados sí aparecen en las instantáneas… ¡pero cómo! Relegados literalmente al córner del Parlament de Catalunya, en la última fila, más cerca de los apestados de Ciutadans que de sus todavía compañeros nominales, que aprietan el culo hacia el lado opuesto para que corra el aire, no sea que se contagien del virus librepensante o que el jefe de personal les acuse de no hacer el vacío adecuadamente.

Qué imagen, la de los tres tristes diputados del PSC sometidos a escarnio público por haber votado lo que no debían. Expulsarlos habría sido demasiado compasivo. Cuánto mejor un martirio lento ante los focos, no se sabe si para que entren en razón y vuelvan arrepentidos o para empujarles a abandonar el paraíso por su propio pie. Y el mensaje no es solo para ellos. Como la frase con la que arrancaba estas líneas, es todo un aviso a navegantes por los procelosos (qué ganas tenía de usar esta palabra) mares de la disidencia de uno a otro confín ideológico. A buenas, el aparato es muy bueno: reparte chuches entre los niños dóciles y proporciona cobijo y generosa manutención a auténticas nulidades que en la vida real las pasarían canutas. A malas, es mejor no comprobarlo.

No es casualidad la terminología empleada en el relato. Se cuenta que el trío calavera ha sido degradado a la condición de diputados rasos. También militante viene de militar. Ayer, hoy y siempre los partidos han sido, son y serán organizaciones que se rigen por códigos castrenses levemente dulcificados. Y quizá deba ser así, quién sabe.

El simposio

Los simposios suelen ser un peñazo del carajo de la vela. Tiene delito, porque si van a la etimología de la palabra, descubrirán que el significado alude al acto de beber juntos. Ya puestos, los griegos, que sabían montárselo, añadían condumio, sexo y juegos de oratoria. Como es público y notorio, en la actualidad las actividades gastronómicas y lúbricas van fuera de programa —aunque se incluyen en el caché de los ponentes— y lo único que pervive es el blablablá. Aliñado con un pogüerpoin, lo que en la mayoría de las ocasiones triplica la intensidad del pestiño y hace que los asistentes maldigan el momento en que se inscribieron y cuenten los segundos que quedan para la parte extra-académica o, por lo menos, para la pausa del café.

Con tales características —y otras peores que he omitido— estos conciliábulos no resultan lo que se dice atractivos para el común de los mortales, que los ignora olímpicamente. Cada semana en cada ciudad puede haber dos docenas de encuentros, jornadas, congresos o similares que pasan absolutamente desapercibidos salvo para los matriculados y, quizá, los periodistas, que somos abrasados a notas de prensa por los impíos (e ingenuos) gabinetes de comunicación de los organizadores. Por eso tiene un enorme mérito que una de estas chapas siderales, la que se celebra desde ayer en Barcelona, haya conseguido no ya un puñado de líneas en páginas interiores, sino titularazos de primera, lugar privilegiado en las tertulias más chic, broncas parlamentarias y hasta una querella ante la fiscalía por incitación al odio.

Un triunfo del marketing y, más concretamente, de la habilidad para bautizar el evento. Un hallazgo enorme, lo de “España contra Catalunya”. A los propios les sube la cachondina y a los ajenos se les dispara la bilis negra. Unos y otros lo pasan en grande con el pifostio correspondiente. Pero el simposio no deja de ser, como casi todos, un duermeovejas.

La sandalia de David

Primera perplejidad: todo el mundo le está llamando zapato a lo que yo juraría que era una sandalia. Tal vez no tan abierta como las que los guiris de tópico y mi vecino del cuarto complementan con calcetines, pero sandalia, al fin y al cabo. Este verano me compré unas muy parecidas por treinta euros, y por la impresión que me dio, las del diputado de las CUP, David Fernández, no debían de ser mucho más caras. ¿Cuánto costarían los —esos sí— zapatos de Rodrigo Rato, el otro protagonista del episodio que tanto está dando que hablar? Tuiteé ayer que 3.000 euros y quizá exageré, pero les juro que hay mocasines de ese precio. Hará como quince años, Federico Trillo, compañero de partido, gobierno y tropelías del susodicho, presumió de calzarse con unos hechos a mano en Roma que le salían por doscientas y pico mil pesetas el par. Sumen la inflación y no andaré muy lejos. Del Primark no eran, eso seguro.

Luego está la cuestión de los verbos empleados en la narración de lo que ocurrió el pasado martes en el Parlament de Catalunya. Lanzar no es lo mismo que amenazar con lanzar, ni esto último es equiparable a mostrar, que fue a todo lo que llegó el portaveu cupero. Hacia el final de su intervención, se agachó, tomó la —insisto— sandalia, la sujetó sobre la mesa y largó una teórica sobre el simbolismo que tendría la acción en Irak. Ni siquiera golpeó el estrado con ella, al modo de Kruschev en la ONU o Beiras en la cámara gallega, que hay que ver lo que dan de sí —¿Cuestión de fetichismo?— los calcos en sede parlamentaria. Cierto que después mencionó el infierno, le llamó gánster al banquero y se adornó con un “¡Fuera la mafia!”, ya con el micrófono apagado.

Probablemente no fue una conducta ejemplar, pero tampoco me parece especialmente censurable, teniendo en cuenta los hechos acreditados por el que estaba enfrente, que —en eso sí me fijé— no presentaba marcas de esposas en las muñecas.

Decidir, según Cercas

Sostiene el gran escritor —eso no lo negaré— Javier Cercas que el derecho a decidir es una argucia conceptual, un engaño urdido por una minoría para imponer su voluntad a una mayoría. Con tales palabras exactamente. En realidad, esa variante del “no corras, que es peor” o directamente de la ley del embudo es el veredicto final e inapelable de [Enlace roto.] construido a base de verdades esféricas al gusto exacto de los que ven, llenos de zozobra y tembleque en las rodillas, que se les rompe España. Superado el primer sofoco ante el cúmulo de sofismas (mira quién habla de argucias conceptuales), ha sido revelador y hasta divertido ver cómo el texto era ensalzado y exhibido a modo de detente bala por la misma carcundia casposa que hasta la fecha despreciaba a Cercas por su presunta condición de autor de izquierdas, aunque fuera ma non troppo. Frente a las grandes cuestiones, ya se sabe, la línea divisoria se diluye. Antes roja que rota.

Resulta tentador ir desmontando clavo a clavo la tramoya argumental del zigzagueante escrito. Para alguien de natural irónico como el que suscribe, sería un festín hincarle el diente a la chusca comparación entre pararse en un semáforo y poner urnas para contar quién quiere irse y quién quiere quedarse. Y qué voy a decir de la rocambolesca, casi lisérgica, afirmación de que someter un asunto a votación es, ¡toma ya!, concederle el triunfo a la minoría. Sin embargo, no procede entrar al trapo. Esos teoremas de pata de banco obran, en efecto, como jugosos cebos para ocultar el mensaje principal, que no está en las partes del artículo sino en su totalidad y en el hecho mismo de que alguien se encargue de redactarlo y publicarlo. En lugar de entrar al debate de las ventajas o los inconvenientes de optar por esto o por lo otro, se hace saber a la concurrencia que, se pongan como se pongan, no hay más tutía que tragar lo que un ente superior ha decidido por ellos.