Desclasificando a Felipe

Más claro no lo puede decir el informe de la CIA de 1984 que ahora sabemos que ha sido desclasificado: “[Felipe] González ha acordado la formación de un grupo de mercenarios, controlado por el Ejército, para combatir fuera de la ley a los terroristas”.

Y es radicalmente verdad que no necesitábamos leerlo en un documento secreto de la agencia de inteligencia más poderosa —y con menos escrúpulos— del planeta, pero 36 años después de los hechos, la frase es una patada en la boca del estómago de la democracia española. Certifica, más allá del relato de aquel patético juicio de fogueo, que el presidente de un gobierno salido de unas urnas recurrió a los secuestros y los asesinatos para acabar con ETA. En realidad, para tratar de acabar con la banda, debemos matizar, porque la chapuza sanguinaria solo sirvió para dejar un reguero de dolor. Las acciones se prolongaron durante tres decenios más.

Con todo, lo más revelador del dossier no es que nos cuente algo, insisto, que ya sabíamos. Lo verdaderamente significativo es el manto de silencio indiferente y cómplice que ha seguido a su publicación en el diario La Razón. Muchos de los que gastan palabras grandilocuentes sobre el imperativo de reconocer el daño causado en aras de la reparación callan y otorgan. El GAL siempre quedó fuera de esas exigencias.

Alertas o así

Qué envidia. Todo el mundo parece tener clarísimo lo del presunto aviso de la CIA —¿no sería la TIA de Mortadelo y Filemón?— sobre un inminente atentado en Las Ramblas. Y en el mismo viaje, se sabe al dedillo quién lo recibió, en qué términos y cómo se despachó o se dejó de despachar. “¡No hicieron nada para impedir la matanza porque solo piensan en el prusés!”, clama el unionismo hispanistaní desorejado. “¡Era una alertita de tres al cuarto, como las cien mil que se reciben cada día y que vaya usted a saber si sí o si no!”, se defienden los aludidos y asimilados, con el fotogénico major de los Mossos ejerciendo, faltaría más, como ofendidísimo portavoz, nunca se vio alguien devorado por su propia leyenda en menos tiempo.

La verdad, como en la serie de televisión que podría protagonizar el madero recién mentado, está ahí fuera. O las verdades, que a buen seguro hay varios hechos medianamente ciertos en el episodio. Ocurre, como tantas veces, que lo que realmente sucediera con la supuesta advertencia es lo de menos. Aquí lo que cuenta es la barricada en la que esté censado cada cual. De hecho, basta invertir los protagonistas y las circunstancias para comprobar que esto va de adhesiones a esta o aquella causa. ¿Qué se estaría diciendo si la alarma se hubiera recibido en la sede del CNI y las españolísimas policías la hubieran dejado en el limbo? No tengan ni la menor duda que exactamente lo mismo pero con los discursos y los papeles cambiados.

La desoladora moraleja reside en la enésima constatación de lo que aprendimos hace decenios: con este o con aquel terrorismo, las víctimas son apenas un adorno.