Como bien saben los casanovas entrenados y las abejas de polinización múltiple, en la tesitura de ser pillado in fraganti, no hay ninguna salida mejor que negar la evidencia. Descartado de saque el noble reconocimiento de la falta y la aceptación de sus consecuencias, primero hay que probar con “Esto no es lo que parece” o “Cariño, puedo explicártelo todo”. En ocasiones —así de mendrugos somos los humanos— hasta cuela, pero si no es el caso por culpa de la reiteración u otra circunstancia concurrente, se hace imprescindible encomendarse a Judas y jugar la última carta, que es la del no, no, no y mil veces no.
Adviértase que el único modo de que surta algún efecto es poner todos los sentidos en ello. De poco sirve una actuación de aliño o lloriquear a lo Boabdil. Tiene que ser una función completa, que alterne sin transición las caras de muy mala hostia con sonrisas beatíficas y los golpes de pecho con unos cuantos mohínes y una dosis medida de cucamonas. Ahora bulldog, ahora chihuahua. Suavidad de terciopelo en guante de hierro y viceversa. Es vital pasar en un segundo de ofensor a ofendido. Conjura, maquinación, complot, mano negra, maniobra orquestada, vil confabulación. Que parezca a cualquier precio que son las malvadas liebres las que se arrojan ruinmente contra las inocentes escopetas. Que parezca, en el mismo viaje, que se tiene la casa como los chorros del oro y que el cante a chotuno de los cadáveres en el armario es agua de rosas. Y como remate indispensable, una buena ristra de amenazas. Pleitos, querellas, denuncias, litigios a granel contra cada hijo de vecino que se atreva siquiera a albergar una sospecha infinitesimal. A ver quién tiene más huevos o mejores abogados.
Tal que así se empleó ayer María Dolores de Cospedal en una comparecencia de antología. Lo dio todo, absolutamente todo, sobre el atril. Lástima que no convenciera ni a los más cándidos del lugar.