Se cuenta que George Bernard Shaw le preguntó a una dama con la que estaba tomando una copa si se acostaría con él a cambio de un millón de libras. Ante la respuesta afirmativa —y por lo visto, entusiasta—, volvió a interrogarla: “¿Y por veinte libras?”. Escandalizada, la mujer le interpeló con dureza: “¿Pero usted por qué me ha tomado?”, a lo que el cínico escritor irlandés y tacaño redomado replicó: “Lo que es, señora mía, ya me lo ha dejado claro. Ahora solo estamos negociando el precio”. Les pido perdón si la anécdota, seguramente falsa por lo demás, les ha parecido machista (yo mismo a veces pienso que lo es y otras que no), pero es la que me vino a la cabeza en el mismo segundo en que leí que muy pronto ofender a España estará castigado con una multa de hasta 30.000 euros. La diferencia es que en este caso, la tarifa se fija de saque, con lo que el regateo se hace innecesario. Pero igual que en el chascarrillo atribuido a Shaw, los legisladores, ejerciendo de cafishos, macarras o proxenetas, ponen de manifiesto sin gran rubor qué es para ellos la tal España cuya castidad tasan tan alegremente. Quizá deberían plantearse si al hacerlo no se están delatando como sus primeros y sus más graves ofensores.
Denle una vuelta. Estos son los tipos que nos atizan sus hondas y biliosas filípicas sobre la patria única, verdadera e indisoluble a la que hay que amar, honrar y respetar por encima de todas las cosas. Ante su sola mención, se cuadran, se inflaman, se empalman, se licuan. A ojo de regular cubero, se diría que para ellos tiene un valor incalculable, y eso, quedándose corto. Pues ya ven que no: se la alquilan por lo que cuesta un Lexus corrientito a cualquiera que tenga el capricho, la necesidad o el desvío de echarle… ejem… unos cagüentales. Y conociendo el paño, o sea, la querencia por los pagos en B de los arrendadores, es probable que hagan rebaja si no se pide factura.