Ébola y bananas

A lo peor, el bananerismo de las (supuestas) autoridades sanitarias españolas al abrir de par en par las puertas de Europa al ébola tiene su correlato a pie de calle. No sé, es una hipótesis. Miren a su alrededor a ver si la corroboran. Fíjense, por ejemplo, en las 300.000 firmas que a la hora de escribir estas líneas llevaba cosechadas la ya inútil petición para salvar al perro de la auxiliar de enfermería contagiada. A riesgo de parecer insensible, les puedo asegurar que hay causas con implicación de vidas humanas que no recaban ni una cuarta parte de tal apoyo. Ni eso, ni provocan semejante reyerta dialéctica, con la formación instantánea de dos banderías que lanzan espumarajos bajo el sustento de la ignorancia más supina por ambas partes. Claro que el panorama resulta aun más desolador cuando ves que también entran en la refriega, a favor de unos u otros, individuos con el carné de científico en regla. Y como remate del sainete, el marido de la mujer infectada, desde su propio aislamiento, dando la impresión —seguramente, sin pretenderlo— de que le preocupaba más la suerte que pudiera correr su mascota que lo que el destino le depare a su pareja.

Huelgo hablarles del cuñadismo instalado en las tertulias y columnas, incluyendo, quizá, esta misma. Los expertos en sistemas de frenado del AVE de cuando el accidente del Alvia son hoy avezados virólogos. Entre medio se cuelan otras voces autorizadas, como primos segundos de vecinos de la enferma que claman estar en un sinvivir o, claro, los que han descubierto que esto no es un accidente sino, toma ya, una operación de exterminio premeditada.

Sobre el suflé catalán

Economizamos en metáforas. La del suflé catalán la acuñó —o la popularizó, por lo menos— Pasqual Maragall hace diez años, en los tiempos de aquel tripartit que, contra pronóstico, levantó más ampollas entre los cavernarios que los dos decenios largos de pujolismo precedentes. Lo curioso es que no aludía a cuestiones directamente identitarias. Se refería a la tremenda bronca que generó su famosa (con ojos de hoy, visionaria) acusación de que los gobiernos de CiU cobraban el 3 por ciento de cada adjudicación pública. Viendo que la cosa había llegado mucho más lejos de lo que había previsto, pidió que se dejara “reposar el suflé”. Al quite y con mala baba, como siempre, los cruzados del centralismo fueron manoseando la comparación hasta despojarla de su sentido original. En pocos meses, la alusión al ligero preparado culinario empezó a remitir a las supuestas características del catalanismo como un pastel de escasa miga y mucho aire. Según su teoría, las leyes de la física hacían que en cuanto adquiría un determinado volumen, comenzaba inexorablemente a desinflarse hasta quedar en no mucho más que un hojaldre fino nada amenazador para el statu quo.

Y en esas volvemos a estar. No hay editorialista o amanuense de los medios de orden que estos días no miente el dichoso suflé en presunto proceso deflactorio. Más que a diagnóstico basado en la observación de la realidad, la formulación canta a autoengaño tranquilizador. ¡Pero, cuidado! También a intento de profecía que se cumple a sí misma. Lo verán cuando pasado mañana las crónicas se ufanen de que en la Diada han participado cuatro y el del tambor.

Militar, por supuesto

Qué pena por las crónicas del colorín, que no podrán decir que su nueva majestad vestía un sobrio pero elegante traje gris marengo el día de su coronación. De entre su amplio guardarropía, el sucesor del sucesor del bajito de Ferrol escogió (o le escogieron) las galas de milico, que le sientan de pelotas a un tío con tan buena planta, sí, pero que sobre todo cantan la gallina sobre de qué va esta vaina de la monarquía parlamentaria. En última y primera instancia, el rey, o sea, el jefe del Estado, es un soldado y su mando en plaza lo es porque es el capitán general de todos los ejércitos. Como ironizaba la otra noche en Gabon de Onda Vasca el historiador Luis de Guezala, se ha cumplido el anuncio del golpista y torturador capitán Muñecas el día que acompañó a Tejero a secuestrar el Congreso: “Estense tranquilos, que enseguida vendrá la autoridad competente, militar, por supuesto, a determinar qué es lo que va a ocurrir”.

Pues ahí llegó, 33 años después, el que entonces era un crío que ya jugaba con un cetme hecho a medida, a ponerse al frente de la unidad de destino en lo universal. Vale, no exagero, lo último no lo dijo, pero lo otro lo silabeó: “Quiero reafirmar, como rey, mi fe en la unidad de España”. Vino luego, cierto, el disimulo con lenguaje de la Sección de Coros y Danzas, mentando la rica variedad regional y hasta citando a Aresti, que menudo revolcón tuvo que llevarse en su tumba, él, que ni quería que pusieran su nombre a una calle.

Aplaudieron a rabiar todos menos dos a los que unos atizan por haber acudido y otros por el intolerable desprecio. Y al terminar, un desfile, claro.

¿La ‘roja’ en San Mamés?

Viendo las últimas ediciones de Eurovisión —uno tiene esos vicios, qué le vamos a hacer—, me sorprendió un curioso fenómeno: se votaban entre sí estados que hasta anteayer habían mantenido guerras crudelísimas o, como poco, se las habían tenido muy pero que muy tiesas. Así, por ejemplo, Serbia, Croacia y Bosnia Herzegovina intercambiaban las máximas puntuaciones o las repúblicas bálticas aupaban a Rusia, que también beneficiaba a sus ex hermanastras en esa familia a la fuerza que fue la extinta URSS. Trasladándolo a lo cercano, me dio por pensar que quizá la normalidad por la que tanto suspiramos llegaría el día en el que Euskal Herria concediera ocho, diez o doce puntos a España (y viceversa) en el casposo festival.

El mismo argumento, seguramente de pata de banco, me lleva a creer que el nuevo tiempo lo será de verdad cuando cualquiera de nuestros estadios pueda acoger con total naturalidad un partido de la selección española de fútbol de una competición internacional. Me apresuro a señalar que hablo de naturalidad por ambas partes, lo que implica que nadie debería sentirse ni invadido ni invasor. Es decir, que la llamada Roja disputara el encuentro o los encuentros en parecidas condiciones —iguales del todo no iban a ser nunca— que, pongamos, Inglaterra, Francia, la antigua Checoslovaquia o Kuwait, a las que los que tenemos cierta edad vimos jugar en el viejo San Mamés en el Mundial de 1982.

¿Se dan los requisitos para que ocurra algo así? Diría que, desgraciadamente, no. Sin llegar a los extremos apocalípticos que pintó el viernes el Diputado General de Bizkaia, José Luis Bilbao, temo que nadie nos libraría de un puñado de episodios desagradables. Sin embargo, añado, a riesgo de ser acollejado impíamente, que quizá sea un sarampión que debamos pasar. Puedo estar equivocado, pero sostengo que romper de una vez ese tabú simbólico, cruzar ese Rubicón mental, nos haría más bien que mal.

Cinco siglos

Si yo fuera catalán, soberanista y creyente, le pondría toneladas de cirios a Sant Cugat (en castellano, San Cucufato) para que el PP monte todos los fines de semana una chanfaina patriotera como la que acaba de dejar al planeta sin reservas de vergüenza ajena. Aparte de dar para escribir cuatro tratados de psicopatología, el desfile de caspa, facundia, suficiencia moral y arrogancia mendaz cuenta tanto como cien incendiarios mítines independentistas. Efecto bumerán, tiro por la culata, pan con unas hostias o, pensando mal, que el happening no estaba diseñado para los naturales del lugar donde se celebró, a los que se da por perdidos, sino para elevar la moral de la talibanada centralista del exterior. Más motivos para el desafecto.

Fuere como fuere, el espectáculo resultó un non stop de la chabacanería. Montoro sacándose de la manga birlibirloques para disimular el expolio, Rajoy hablando de amor como lo hacen los maltratadores, Mari Mar Blanco exhibida a modo de estampita de la virgen de la culebra con el hacha, Sánchez Camacho relinchando no sé qué de machetazos… Resulta casi imposible escoger el despropósito más ruborizante, pero si hay que hacerlo, me quedo con María Dolores de Cospedal gritando a voz en cuello que los catalanes ya eran fieles y felices súbditos de España hace cinco siglos.

Tal barbaridad equivale a porfiar que la Tierra es plana, que los niños vienen de París o que el autor de estas líneas es el vivo retrato de Brad Pitt hace quince años. Pero claro, es lo que ocurre cuando los cátedros de reconocido prestigio y camisa azul se ponen la ideología por montera y dan en proclamar, sabiendo que es una trola infecta, que la nación española se engendró en el tálamo de los reyes católicos. Los bodoques sin media lectura, como la de los finiquitos simulados y diferidos, se lo tragan y lo recitan cual papagayos. Y los que se inventan la Historia son los demás, no te jode.

10/11-01-2014

He vivido lo suficiente en este, nuestro paisito, para saber a ciencia bastante cierta que las imágenes de las últimas horas tardarán en volver a repetirse. También me alcanza para comprender que, en buena medida, han sido posibles gracias a una combinación de factores entre los que la táctica, la estrategia y el cálculo han tenido tanto peso, por lo menos, como las convicciones. Y desde luego, soy consciente de que mañana o pasado mañana —si no hoy mismo— asistiremos de nuevo al intercambio de bofetadas dialécticas entre los que durante un rato y medio fueron capaces de recorrer un trecho del mismo asfalto juntos, si bien no demasiado revueltos. Pero que me quiten lo bailado. O si prefieren leerlo de un modo más lírico, proclamo con un verso tomado prestado a Kavafis: No digamos que fue un sueño.

Guardemos las portadas del día como prueba. Sirven igual las que recogen el momento con euforia, las pretendidamente neutras (¿a quién quieren engañar?) o las que rezongan sulfurosos exabruptos sobre la revisitada comunión de los pérfidos vascones. Si lo piensan, quizás sean estas últimas, las gritonas y biliosas, las que mejor van a preservar la esencia del instante. Por lo visto, va en nuestro carácter que necesitemos una señora tocada de narices para despabilarnos y poner en práctica lo que cuando no sentimos el aliento en el cogote o la bota en el flequillo se queda en pura palabrería. Y aquí es donde por segunda vez en la columna recurro a una cita poética, en este caso, de Gloria Fuertes: Gracias, amor, por tu imbécil comportamiento.

Sí, gracias, torpes y/o malvados poderes del estado español. Por ser una máquina de producir desafectos. Por el empecinamiento en embarrar el campo. Por la contumacia en responder con escupitajos a las manos tendidas. Por la terquedad en derribar cada puente. Por la reiteración en recordarnos, en fin, que por más que lo intentemos, no somos tal para cual.

El simposio

Los simposios suelen ser un peñazo del carajo de la vela. Tiene delito, porque si van a la etimología de la palabra, descubrirán que el significado alude al acto de beber juntos. Ya puestos, los griegos, que sabían montárselo, añadían condumio, sexo y juegos de oratoria. Como es público y notorio, en la actualidad las actividades gastronómicas y lúbricas van fuera de programa —aunque se incluyen en el caché de los ponentes— y lo único que pervive es el blablablá. Aliñado con un pogüerpoin, lo que en la mayoría de las ocasiones triplica la intensidad del pestiño y hace que los asistentes maldigan el momento en que se inscribieron y cuenten los segundos que quedan para la parte extra-académica o, por lo menos, para la pausa del café.

Con tales características —y otras peores que he omitido— estos conciliábulos no resultan lo que se dice atractivos para el común de los mortales, que los ignora olímpicamente. Cada semana en cada ciudad puede haber dos docenas de encuentros, jornadas, congresos o similares que pasan absolutamente desapercibidos salvo para los matriculados y, quizá, los periodistas, que somos abrasados a notas de prensa por los impíos (e ingenuos) gabinetes de comunicación de los organizadores. Por eso tiene un enorme mérito que una de estas chapas siderales, la que se celebra desde ayer en Barcelona, haya conseguido no ya un puñado de líneas en páginas interiores, sino titularazos de primera, lugar privilegiado en las tertulias más chic, broncas parlamentarias y hasta una querella ante la fiscalía por incitación al odio.

Un triunfo del marketing y, más concretamente, de la habilidad para bautizar el evento. Un hallazgo enorme, lo de “España contra Catalunya”. A los propios les sube la cachondina y a los ajenos se les dispara la bilis negra. Unos y otros lo pasan en grande con el pifostio correspondiente. Pero el simposio no deja de ser, como casi todos, un duermeovejas.