El precio de torturar

Seguimos para bingo. Octava condena del Tribunal Europeo de Derechos Humanos a España por no investigar una denuncia de torturas. Pero no pasa absolutamente nada. Se pregunta el precio, se saca la chequera, se paga, y aquí paz y después, gloria. 20.000 cochinos euros de indemnización es un precio de risa para la impunidad. ¿Qué estado se va a resistir a apretar las tuercas a cualquier desgraciado si todo lo que arriesga es una calderilla que, para colmo, no sale de los bolsillos de los torturadores ni de sus jefes, sino de las arcas comunes?

Ahí es donde el dedo acusador señala también a los propios magistrados europeos, que no pasan del rapapolvo. A esta sentencia le seguirá otra, y luego una más, y así hasta infinito. El mensaje que nos lanza la justicia europea es que estamos ante una cuestión menor, más de forma que de fondo. No hay color entre la sanción por hacer la vista gorda ante una vulneración de los derechos básicos y, pongamos, el puro que le puede caer a una administración por la sola sospecha de haber dado ayudas públicas no bendecidas a este o a aquel sector.

Claro que tampoco nos engañemos. Este escándalo, el enésimo, no ha merecido ni un comentario a pie de página de la precampaña para las elecciones generales repetidas del 26 de junio. Ni siquiera las fuerzas que dicen venir a cambiar esto como un calcetín han dicho esta boca es mía. Saben muy bien que el asunto no vende una escoba entre los posibles votantes. Antes, al contrario, se diría que existe una especie de comprensión, cuando no aprobación tácita, de los malos tratos infligidos en esta o aquella dependencia policial.

Dejar España

Me encanta el olor del patriotismo cañí al amanecer. Hablo del mismo sentimiento de orgullo nacional español al que ya se refirió hace una porrada de años Julio Camba diciendo que se medía en el número de gallinas que se meten entre pecho y espalda, los copazos que se pimplan y los puros habanos que se atizan los que presumen de llevarlo a toda hora a flor de piel. Cierto, una versión extendida y literaria de la definición canónica de Samuel Johnson: el último refugio de los canallas.

No sé si llega a tal condición Imanol Arias, pero ahí anda haciendo sus pinitos. Ya de paso, estudia para ser de mayor Gerard Depardieu, al que le ha copiado el cabreo tras ser descubierto despistando pasta al fisco del país de sus emocionados hipidos. “Como siga así, dejo España”, ha advertido el tipo tras la segunda oportunidad consecutiva en que su nombre aparece ligado a sociedades creadas para evitar pagar impuestos como el común de los mortales. ¡Tremenda amenaza que nos llena de congoja y de zozobra! ¿Qué será de nuestras bellas artes sin sus ¡Me cago en la leche, Merche! o sus gañotazos a cuerpo de rey por la piel de toro, pagados a doblón unos y otros por el ente público de radiotelevisión? Y ya fuera de las dotes interpretativas —o dentro, vayan a saber—, ¿quién nos endilgará esas lecciones de dignidad que guardamos en la memoria de los tiempos en que se apuntó a portavoz de no sé qué decencia contra aquellos de sus paisanos de la pecaminosa Vasconia que no nos excitábamos en rojo y amarillo? Tanta vena inflamada por la nación española, y a la que le pillan en renuncio, dice que se pira. Qué poco fuste.

El gran Mario Conde

De eso que está uno echando el ojo a los trileros del rastro político en su eterno juego de la bolita, y acaba cayendo por una grieta espaciotemporal unos cuantos lustros atrás. Mario Conde detenido… ¡Otra vez! “Por repatriar desde Suiza dinero de Banesto”, señalan los titulares en confuso escorzo que parece querer decir que lo delictivo no es haberse llevado una pasta robada ni mantenerla en una cuenta helvética, sino traerla de vuelta. Un detalle menor, pero lo apunto, justo antes de entregarme a un ejercicio de memoria que linda la nostalgia.

No me dejarán por mentiroso los lectores más veteranos. Hubo una época, y realmente no demasiado lejana, en que este figura de cabello engominado pasaba por modelo de conducta a cuyo paso se prorrumpía en olés tus huevos. Nadie como él personificaba aquella España del pelotazo, “el país de Europa o, probablemente, del mundo donde se puede ganar más dinero en menos tiempo”, en celebradas palabras del ministro de Economía socialista —o sea, felipista—, Carlos Solchaga. Con su piquito de oro, su apostura física y su arrojo, había pasado de sacar los cuartos a sus compañeros de Deusto vendiéndoles apuntes de todas las asignaturas a presidir el histórico Banesto. Bajo su varita mágica, la entidad creció a velocidad de vértigo entre la admiración general… hasta que se descubrió que todo había sido humo. La constatación de un pufo multimillonario llevó a la intervención del banco y al preceptivo entrullamiento del genio Conde. A la salida, se dedicó a tertuliear en el ultramonte mediático, a montar un partido regenerador con el que se hostió y, por lo que se ve, a las andadas.

Lo que pienso del ministro

Lo malo de ser súbdito obligatorio del reino de España es, entre otras mil cosas, que si yo escribiera aquí lo que de verdad pienso de Jorge Fernández Díaz, correría el riesgo cierto de que el susodicho me encarcelara. Llámenme exagerado, pero precedentes hay un huevo y medio, y alguno bien reciente. Exponiéndome a que igualmente lo haga, porque tampoco faltan casos en que se ha entrullado al personal por interpretaciones creativas de sus palabras o de sus silencios, dejaré que sean los lectores quienes se lo imaginen. Cuídense, por favor, de no decirlo en voz alta, ni mucho menos, dejar constancia documental, no vayamos a tener un disgusto serio.

También es verdad que, tratándose del ministro de la triste figura  —esto no es delito, ¿verdad?—, no hay que recurrir al diccionario para calificarlo. Bastan y sobran sus hechos acreditados, entre los que recuerdo su propensión a condecorar a Vírgenes o su confesión de que tiene un ángel de la guarda (no es metáfora) llamado Marcelo que le ayuda a aparcar el coche.

Y luego está su propio pico, que termina retratándolo como no lo haría El Greco. Atiendan a su penúltima piada: “Hay una agenda oculta, y lo digo así de claro porque el PNV no da un apoyo gratis a nadie, y tampoco al señor Sánchez. (…) ETA no espera nada del Partido Popular y, desde luego, lo que está esperando como agua de mayo es que hubiera un gobierno del PSOE con Podemos e Izquierda Unida apoyado por el PNV”. Me muerdo la lengua y las teclas, cuento hasta chopecientos, y en mi mente juguetona se forma una palabra que quizá acabe proponiendo a la academia española de la lengua: IdiETA.

Mas siempre se salva

He perdido la cuenta de las veces que he leído o escuchado el obituario anticipado de Artur Mas. No había echado los dientes de leche el llamado procés tras la Diada de 2012, y ya se pronosticaba sin lugar a dudas su caída e inmediato arrollamiento por las masas exaltadas. Con bastante fundamento, casi nadie daba un duro por su pellejo político. ¿En qué cabeza cabía que podría guiar el viaje a la independencia de Catalunya un tipo que había acreditado una pila de quinquenios como tibio y nada incómodo pactista con los mandarines —da igual del PSOE o del PP— de la España que ens roba? ¿Cómo era posible que un movimiento que eclosionó, además de por lo identitario, a modo de clamor contra los recortes y la corrupción, fuera a confiarse a alguien que manejaba con destreza la tijera y cuyo partido aparecía —y sigue apareciendo— cada dos por tres en la crónica marrón?

Pues ya ven. Pasó esa pantalla sin mayores contratiempos. Y las que vinieron después, que tampoco fue moco de pavo darse una señora bofetada en unas elecciones, las de aquel mismo 2012, que había adelantado pensando que arrasaría. De nuevo fue declarado cadáver, igual que cuando unas semanas después tuvo que venir Esquerra a su rescate, previa firma de una hoja de ruta de imposible cumplimiento. ¿Y qué pasó al vencer el plazo del 9-N sin que ni remotamente hubiera ocurrido nada de lo anunciado? Pues que los augures renovaron su vaticinio: Mas está acabado. De momento, ha durado, mal que bien, los diez meses que median entre aquella consulta fallida y las elecciones del domingo. Se vuelve a decir que de esta no sale. Yo no apostaría.

Lotería y unidad nacional

Estas cosas hay que decirlas de un tirón, así que ahí va: no me gusta el anuncio de la lotería de navidad. Vamos, pero ni media gota. Sí, ya sé que anda todo quisque vuelto merengue y haciéndose lenguas sobre la emotividad incontenible de la milonga, los maravillosos valores que difunde y los nobilísimos sentimientos a los que apela. Incluso los que llevan siempre el vitriolo en bandolera se han rendido a la sensiblería estomagante de la pieza. Como demasiado, alcanzan a propagar chistes virales, sospecho que después de haber echado las lagrimitas reglamentarias ante el final radiotelegrafiado de la historieta y su moraleja engañabobos: lo importante no es que te toque, sino compartirlo. “¡Y una leche en vinagre!”, esperaba que contestáramos a coro, pero para mi pasmo, la reacción canónica es el nudo en la garganta y los ojos rojos.

Acepto mi condición de minoría raquítica, y dejo a su discrecionalidad tildarme de perro verde, desalmado o tocapelotas. Creo que mi bilis hirviente no es tanto por el continente —esa historia de ajonjolí— como por el contenido, es decir, la promoción de la filosofía más reaccionaria del mundo, que es la que se oculta tras todos los juegos de azar con premio en general, y la lotería de navidad en particular.

No les falta razón a los cavernarios que sostienen, ironía arriba o abajo, que el sorteo del 22 de diciembre es el penúltimo bastión de la unidad de la nación española. Lo es en lo territorial, porque es difícil encontrar un secesionista que no lleve una participación, pero también en lo ideológico. Rojos, verdes, azules y entreverados jugamos con igual pasión.

Corruptos soberanos

De nuevo, las columnas y los comentarios se llenan de alusiones a la Tangentópolis italiana. He perdido la cuenta de las veces que, tras la aparición de un nuevo caso de corrupción en Hispanistán, creemos estar a las puertas de un derrumbe de régimen como el que ocurrió en la península de la bota a principios de los noventa del siglo pasado. Quizá, quién sabe, esta sea la buena. Desde luego,  la Operación Púnica —qué arte en el bautismo tiene algún benemérito— marca el récord de trincones detenidos en menos tiempo. Parece, además, que se trata de un menú degustación. Por lo que se va conociendo e intuyendo, hay una larga lista de mangantes aguardando turno (es decir, la recopilación de indicios suficientes) para ser emplumados. A diferencia de otras ocasiones, todo apunta a que en sus partidos nadie va a mover un dedo por ellos. Por una parte, porque hemos entrado en la fase del sálvese quien pueda, y por otra, porque, según nos cuentan, las presuntas rapiñas no eran para compartir con la caja B común, imperdonable egoísmo.

A la espera de nuevos y jugosos capítulos de la novela marrón recién inaugurada, que los habrá, les propongo una reflexión sobre sus protagonistas. Y más concretamente, sobre los que tienen la condición de políticos. ¿Se han parado a pensar cómo llegaron a los puestos desde los que han podido ejercer su latrocinio? Tristemente, a golpe de voto popular. Varios de los ahora encausados pueden exhibir pingües mayorías revalidadas elección a elección. Buena parte del mismo pueblo que ahora echa pestes sobre ellos les dio la llave del pillaje. Son corruptos, sí, pero soberanos.