El tic justificatorio

Aparte de estar unos cientos de metros por debajo de las expectativas y quién sabe si de lo moralmente aceptable, el problema del llamado suelo ético es su enorme fragilidad. Basta una coma mal puesta en una frase, un adjetivo de más o de menos, un gesto de interpretación múltiple o, directamente, una pedrada lanzada a posta para que le nazca un bache con amenaza de convertirse en socavón. Aún sin estrenarlo, el terreno sobre el que supuestamente pensamos edificar la convivencia futura ya luce —o sea, desluce— unas cuantas grietas. Quiero pensar que no son daños importantes, incluso que entran dentro del presupuesto de una tarea tan endiabladamente complicada a la que, para colmo, nos enfrentamos con poca experiencia y demasiado mediatizados por lo que hemos sido, dicho y hecho en el pasado reciente. Quiero pensar también que, si no todos, sí una gran mayoría está dispuesta a desprenderse de vicios adquiridos y, desde luego, a no alimentar nuevos.

Entre estos últimos me empieza a preocupar el que da título a esta columna: el tic justificatorio. Ojalá sean solo cosas mías, pero últimamente voy percibiendo en ciertos discursos y actitudes un fondo de disculpa —a veces implícita; a veces explícita— de la violencia. De todas las violencias, sí, pero especialmente de la de ETA. Parece como si se estuviera instalando o tal vez emergiendo a la superficie la idea de que, a fin de cuentas, lo que ocurrió fue un mal necesario o, de cualquier modo, una respuesta proporcional y motivada por una provocación previa. En algunos casos, esa lógica perversa en sí misma va un paso más allá y, conforme el calendario nos aleja del último atentado, se abre paso una suerte de reelaboración amable de los días del plomo. Vendría a ser el equivalente de los que dulcifican el franquismo recordando que instauró la Seguridad Social. De ahí a la amnesia voluntaria hay un trecho muy corto, tengámoslo en cuenta.

Agonía de ETA

Me estoy haciendo tan cínico, que he abandonado la fila de los que hacen rogativas o exhortativas sobre, por y para la disolución de ETA. No diré que por mi como si se operan, pero viniendo de donde venimos, este barbecho prolongado y sin otra salida que la recalificación del solar se me antoja un mal menor de lo más llevadero. Incluso, dada mi cierta inclinación lírico-morbosa por los fenómenos crepusculares, le estoy encontrando su puntito a asistir desde butaca de patio a la patética y a la vez impúdica extinción de la bicha. Cualquiera con una gotita más de pundonor habría corrido la cortina del biombo para no dar tres cuartos de su agonía indecorosa al pregonero. Pero no; entre el exhibicionismo y el recato, la banda siempre ha optado por lo primero, igual cuando tenía la herramienta de matarile en perfecto estado de revista que en esta hora pre-póstuma donde las fuerzas le alcanzan justitas para autoplagiarse comunicados.

¿Que me fíe y no corra? Sí, ya sé que según se lean, algunas de las palabras de su última epístola a los filisteos —esa en la que se liaba con las agendas— pueden tomarse como un aviso a navegantes y mareantes. ETA amenazando, vaya sorpresa, ¿eh? Más bien, ninguna. En todo caso, la pereza de ver cómo vuelve la burra al trigo por enésima vez. Ya, ¿pero si no es al cereal dialéctico donde regresa, sino a las andadas que manchan el asfalto de sangre? Confieso que ni yo ni nadie nos atrevemos a descartarlo al ciento por ciento. Lo que no tengo tan claro, eso también lo digo, es a quién acojona más ahora mismo tal eventualidad. Ojalá no tengamos oportunidad de comprobarlo.

Más que ese retorno, que al fin y al cabo es hipotético, me preocupa una realidad contante y sonante que atisbo en derredor. En demasiadas conciencias y discursos las tres siglas siguen triunfando como comodín, asustaviejas o término para comparaciones odiosas. No se ha ido y ya la echan de menos.

Zabaleta y las convicciones

Palabras que caen como un directo sobre el plexo solar: “No se pueden equiparar mercenarios, como eran los del GAL y los del Batallón Vasco Español, con otro tipo de luchadores. Ni aquí, ni en Turquía, ni en Sudáfrica ni en ningún sitio. Y eso es lo que el Estado español no es capaz de abordar”. Suponen un golpe por lo que dicen —enseguida entro en eso—, pero también por quién las dice. Probablemente, lo mismo, salido de otros labios, me hubiera provocado un rechinar de dientes menor, un “¡ya estamos con la vaina!” o una mueca entre la resignación y la confirmación de la sospecha de que la cabra tira al monte. Sin embargo, que sea Patxi Zabaleta el autor de esas frases me llena de zozobra, alarma y… No quisiera escribir desengaño, pero ahí le ronda.

Tengo hacia Zabaleta un aprecio personal parejo al grandísimo respeto político que me inspira. Más allá de acuerdos y desacuerdos en esta o aquella postura, creo que ha demostrado de largo y pagando un alto precio que sus actos han estado guiados por una base ética difícil de ver en otros protagonistas de la vida púbica. Su influencia en la deslegitimación de la violencia de ETA es innegable. Estoy seguro de que gracias a sus declaraciones firmes, serenas y, por encima de todo, sensatas, muchas personas fueron capaces de vencer la inercia y dar el paso hacia donde estábamos los que creemos que el asesinato no es una forma aceptable de lucha sino la más inaceptable de todas.

De ahí, precisamente, nace mi perplejidad y mi desazón, porque ayer el coordinador de Aralar vino a decir exactamente lo contrario. Para ponerlo peor, aludió a unas presuntas convicciones que convertían en menos deplorables a unos verdugos que a otros. Qué territorio más peligroso. ¿No mataban Pol Pot, Pinochet o el mismo Hitler por un supuesto ideal? Creí aprender de Zabaleta que se puede morir por las convicciones, pero no asesinar por ellas. Sin excepciones.

Expectativas

Garikoitz Aspiazu Rubina, más conocido en según qué círculos como Txeroki, se dirige solemnemente al Tribunal Especial de lo Criminal (le pongo mayúsculas para darle mayor empaque) de París que lo juzga, junto a otros ilustres de ETA, por un secuestro. En los prolegómenos, las aclaraciones. Primero, la de garganta para que la voz se proyecte como requiere un ceremonial así. Después, la de su papel en la función: actúa, viene a decir, no en su mismidad de ser humano con capacidad para pensar y expresarse por sí propio, sino en comisión de servicio. Es la organización toda la que hablará por su boca, anótese el matiz. En la lengua de Molière, Simone de Beauvoir, el inspector Clousseau y Sarkozy, por cierto.

Y se pone a ello. Bueno, en realidad, aún no. Antes de llegar al presunto solomillo del mensaje, o sea, al titular que aguardan —tampoco con excesiva ansiedad, no nos engañemos— Pirineos abajo un puñado de plumillas, procede otro ramillete de explicaciones. Quiénes somos, de dónde venimos, por qué hacemos lo que hacemos y estamos “humildemente orgullosos” de ello, en qué nos apoyamos para no reconocer a los togados de ahí enfrente… En fin, el ritual clásico, lo que marca el protocolo, que no por consabido ha de ser saltado. Mucho menos en esta ocasión tan señalada.

Muy comprensible, nos hacemos cargo, pero, ¿y la frase para destacar entre comillas? Un momento, que hay que vestirla un poco citando a Durao Barroso (Oh, la la!), Van Rompuy (Mon Dieu!) y, por intermedio de estos, a Jean Monet (C’est ne pas possible!). Luego, unas líneas más de contexto hasta que, por fin, en el penúltimo párrafo del documento de 826 palabras se proclama que “la organización lamenta el daño que les ha podido causar a todos los ciudadanos que, sin ninguna responsabilidad en este conflicto, han sufrido un daño a causa de la actividad de ETA”. Eso es todo. ¿Alguien esperaba más, acaso? Por lo visto, sí.

Trayectorias

Qué enorme pereza, cuando se está con el bullarengue para pocos ruidos, volver a echarse al coleto titulares del pleistoceno. “Urkullu pone a un ex edil de HB en un cargo para tratar con las víctimas”. “Un batasuno dirigirá el área de Paz y Convivencia del Gobierno vasco”. “La AVT corta con Ajuria Enea por fichar a un ex batasuno para la Paz”. Eso, allá al fondo del búnker, pero en la zona del kiosco donde supuestamente canta menos a rancio, esto otro: “Un ‘abertzale’ para gestionar la memoria de las víctimas del terrorismo”. Y a modo de ilustración sandunguera, sendas caricaturas de Urkullu y Erkoreka caracterizados como dantzaris y marcándose un aurresku sobre la tumba de una víctima de ETA, cuánta chispa.

Lo bueno, que es con lo que debemos quedarnos, es que tal conjunto de regüeldos ya no vende una escoba. Pasan con más pena que gloria entre las páginas plagadas de chanchullos y manganzas y, si es el caso, dan el alpiste justo para que cuatro bocabuzones llenen diez minutos de las cada vez más desangeladas tertulias del córner diestro. Creo, de hecho, que ahí está la noticia: por aqueste lado y por aquelotro los de los extremos se han quedado en raquítica y patética minoría. Ladren, pues, y sigamos cabalgando, que bastante jariguay tenemos entre los que avanzamos por la zona de teórico encuentro de diferentes.

Si hay un reto, es que no la jorobemos los que compartimos los cuatro principios de cajón sobre cómo pasar a la siguiente pantalla del videojuego. Lo demás es tan complicado y simple a la vez como ir haciendo camino sin prisa y sin pausa. En esa tarea le doy mucho valor a estos nombramientos que tanto han escocido a los pintureros dinosaurios. No solo al de Jonan Fernández, que es mucho más que el daguerrotipo chusco y simplista al que han querido reducirlo, sino también a los de Txema Urkijo y Mónica Hernando. Sus trayectorias les avalan y no dejan ningún lugar a la duda.

47 kilos

Ahora Grande-Marlaska, al que piropeaban Enorme-Marlaska y le cantaban mañanitas llenas miel y baba, se ha convertido en otro enanito cabrón del jardín filoetarra. Quién iba a esperar hombría de este, jo, jo, jo, se ríen la gracia unos trogloditas a otros en lo más profundo de la caverna. Ídem de lienzo, el mediano imitador de José Luis López Vázquez que atiende por Alfonso Guevara. Cómo le aplaudían con las orejas cuando elevaba su voz de flauta travesera desde el estrado para que los malosos supieran quién mandaba en la sala. Un tipo con las puñetas bien puestas, lo lisonjeaban. Desde anteayer, es un mingafría que se va de vareta por los pasillos de la Audiencia Nacional.

Porque claro, de los otros dos togados —Martínez Lázaro y Sáez-Valcárcel—, progres de cuna y agentes dobles al servicio del Satán rojoseparatista, ya se sabía que se iban a alinear con la traición. Ese escozor estaba amortizado. Pero, ¿y ellos? ¿Por qué un par de campeones de la tolerancia cero se ablandan como una galleta María en un baño de natillas y mandan a agonizar a su albedrío (condicional, pero albedrío al fin) al carcelero-de-Ortega-Lara? ¿Qué tenían en la cabeza para birlarle al Estado de Derecho y a los demócratas de toda la vida el excelso placer de monitorizar cómo se consume hasta el último estertor? ¿Cómo se les ha podido olvidar de un día para otro que la justicia no sabe a nada si no se le añaden encima unas buenas lonchas de venganza? ¿Es que ya no se ponen verracos ante la perspectiva de ver hecha realidad la deliciosa expresión “que se pudran en la cárcel”?

Si quienes se plantean estas preguntas disfrazándolas de exhortos a la dignidad no fueran tan pero tan cerriles, tendrían la respuesta. Marlaska y Guevara no han traicionado nada. Su decisión no ha sido sobre un despiadado terrorista, sino sobre 47 kilos de piel y huesos que ya no podrían ser una amenaza… salvo convertidos en símbolo.

Del verbo condenar

Algunas palabras se pasean por el diccionario hasta las cachas de esteroides y anabolizantes. Así ocurre que cuando nos las llevamos a la boca para decirlas, en lugar de la turgencia esperada por su golosa pinta, nos encontramos una masa correosa e insípida como la de los filetes infiltrados con clembuterol. El verbo condenar pertenece a esta especie léxica hinchada que malamente sirve para quitarse el hambre de expresar un sentimiento o una idea. De tanto y tan mal que se ha usado en su tercera acepción —sinónimo de reprobar—, ha acabado reducido a muletilla, lugar común, salida de compromiso… o motivo para enrocarse en la negativa a pronunciarlo cual si fuera un Rubicón sin vuelta atrás.

Es digno de estudio el instinto atávico que a unos les lleva, por ejemplo, a no condenar el franquismo ni por el forro y a otros les conduce a resistirse con uñas y dientes a condenar un crimen de ETA. Y lo que es de frenopático sin matices es cuando los primeros y los segundos se lanzan mutuamente a la cabeza sus respectivos empecinamientos en el no, no y no. ¿Algún día se darán cuenta de que son anverso y reverso de la misma moneda acuñada a golpe de intolerancia e inmovilismo?

Con candidez creímos muchos que esa fecha para apearse del burro de piedra había llegado con el ‘Nuevo tiempo’ que tanto invocamos, por lo visto, en vano. Ayer se habría venido abajo el Congreso de los Diputados dejando a muchos con el argumentario congelado en la glotis si los representantes de Amaiur hubieran roto el maldito tabú. Si todos los asesinatos son susceptibles de condena sin paliativos, el de Miguel Ángel Blanco es, por su crueldad gratuita añadida, el más idóneo para iniciarse en el moralmente saludable hábito del rechazo explícito. Luego vendrían los demás. Pero no. Todo se quedó en el manido comodín del público: “Nos remitimos al tercer punto de la declaración de Aiete”. Otra oportunidad perdida. Y van…