A Maroto se lo han puesto a huevo. Tanto, que hasta cada exabrupto contra su persona equivaldrá a una o varias papeletas para sustentar su reelección. Ya que no se ha querido ver todo lo anterior —y no digamos, tratar de evitarlo—, abramos los ojos, por lo menos, a la singular paradoja que se da frente a nuestras narices: los mejores aliados que tendrá en esta campaña que ya ha empezado son sus adversarios. Ahí entran las siglas que presentarán lista, los autores de pintadas y murales con efecto bumerán y, encabezando la comitiva, SOS Racismo, organización que no parece dispuesta a pararse a pensar por qué su discurso ahonda el problema que denuncia. O en una formulación más sencilla, por qué en apenas una década ha pasado de ser una entidad que despertaba una enorme simpatía a resultar crecientemente antipática… y no precisamente para los ricos y poderosos de la sociedad.
Sin descartar que yo también pueda andar errado, diría que la explicación a lo que planteo es la misma que sirve para comprender lo bien que le pinta el futuro a un munícipe de gestión mediocre como el ínclito. Empecemos por señalar que Maroto no va a hacer un xenófobo más de los que ya hay en Vitoria-Gasteiz. Su previsible éxito, que es, aunque nos joda, un acierto estratégico, se basa en echar la red en un caladero de votos huérfanos. Muchos de ellos, ojo, provenientes de la izquierda, y no pocos, abertzales. Para redondear la jugada, ha convertido en programa propio —los siete puntos de marras— el raca-raca de barra de bar y parada de autobús. Conseguirá, me temo, primero las firmas y, luego, conservar la vara de mando.