La estrategia de Maroto

A Maroto se lo han puesto a huevo. Tanto, que hasta cada exabrupto contra su persona equivaldrá a una o varias papeletas para sustentar su reelección. Ya que no se ha querido ver todo lo anterior —y no digamos, tratar de evitarlo—, abramos los ojos, por lo menos, a la singular paradoja que se da frente a nuestras narices: los mejores aliados que tendrá en esta campaña que ya ha empezado son sus adversarios. Ahí entran las siglas que presentarán lista, los autores de pintadas y murales con efecto bumerán y, encabezando la comitiva, SOS Racismo, organización que no parece dispuesta a pararse a pensar por qué su discurso ahonda el problema que denuncia. O en una formulación más sencilla, por qué en apenas una década ha pasado de ser una entidad que despertaba una enorme simpatía a resultar crecientemente antipática… y no precisamente para los ricos y poderosos de la sociedad.

Sin descartar que yo también pueda andar errado, diría que la explicación a lo que planteo es la misma que sirve para comprender lo bien que le pinta el futuro a un munícipe de gestión mediocre como el ínclito. Empecemos por señalar que Maroto no va a hacer un xenófobo más de los que ya hay en Vitoria-Gasteiz. Su previsible éxito, que es, aunque nos joda, un acierto estratégico, se basa en echar la red en un caladero de votos huérfanos. Muchos de ellos, ojo, provenientes de la izquierda, y no pocos, abertzales. Para redondear la jugada, ha convertido en programa propio —los siete puntos de marras— el raca-raca de barra de bar y parada de autobús. Conseguirá, me temo, primero las firmas y, luego, conservar la vara de mando.

¿Racismo o electoralismo?

¿Maroto, racista? Diría que el alcalde de Gasteiz es capaz de ser lo que haga falta con tal de llenar la saca de votos. De hecho, lo que suponen sus últimas y tan comentadas palabras no es más que el cruce de un Rubicón que había estado rondando desde que era concejal de a pie. Simplemente, a diez meses de la cita con las urnas, ha visto el riesgo real de que otro culo acabe en su poltrona y, entre la aritmética y la convicción, ha decidido echar el resto llevando el partido a los barrizales donde sabe que sus adversarios están condenados a un autogol tras otro: la pataleta antivizcaína que tan bien supo exprimir aquel tunante apellidado Mosquera y, con más ímpetu, la mandanga xenófoba sin desbastar.

De lo primero, que no es martillo pilón exclusivo del munícipe por antonomasia, hablaremos otro día, porque es asunto que da para columna y hasta para tesis doctoral. Me centro en lo segundo, las soflamas calculadamente incendiarias contra la inmigración en general y la procedente del Magreb en particular. Lamento defraudar alguna expectativa buenrollista si en lugar de tirar por el camino trillado del exabrupto a la yugular de quien está buscando exactamente eso, llevo la cuestión a un terreno menos explorado. Se puede formular con una sencilla pregunta: ¿Por qué, no solo en Vitoria sino en cualquier lugar de nuestro entorno, hay una cantidad creciente de personas dispuestas a respaldar con su papeleta discursos como el de Maroto? ¿Porque son unos fascistas, unos insolidarios, unos ignorantes? Esa ha sido la respuesta de carril hasta ahora. Lo único que ha provocado es que cada vez sean más.

¿Estación Adolfo qué?

Javier Maroto se sueña una mezcla de Cuerda, Azkuna y Giuliani, pero lo que ha demostrado desde que tomó la vara de mando en Gasteiz es que sus habilidades son las de un mediano concejal de parques y jardines. Por lo que le gusta meterse en estos últimos, digo. La más reciente incursión, la del bautismo por sus narices de la futura estación de autobuses, sobrepasa la anécdota para instalarse en la categoría. Concretamente, en la de alcaldada de manual, subsección gran cantada de muy difícil salida.

Y seguro que en su cabeza era una magnífica idea. Sin decir una palabra a nadie —probablemente ni a los representantes de su partido—, le suelta el chauchau al periódico amigo y acto seguido, lo larga en Twitter. Donde el regidor esperaba una ola de admiración y entusiasmo, hubo un torrente de cagüentales, incredulidad y despiporre. De propina, el favor que pretendía hacerle a la memoria de Adolfo Suárez (por la vía de hacérselo a sí mismo) se ha tornado en gran faena. En lugar de dejarlo descansar en paz, que ya va siendo hora tras el maratón de loas de a duro, lo sitúa en el centro de una bronca en la que tiene todos los boletos para salir mal parado. Porque, efectivamente, aunque no fue, ni mucho menos, quien ordenó la matanza del 3 de marzo de 1976, tampoco fue ajeno a ella. Es un dato histórico que, en ausencia de Fraga, le encalomaron la gestión de la sangre que ya había corrido. Se cuenta que su decisión de no decretar el estado de excepción evitó una tragedia mayor. Pero eso no le libra de haber formado parte de un atropello que los vitorianos no olvidan. Salvo, Maroto, por lo visto.