Un gobierno que miente

Se pasó trescientos pueblos la vicepresidenta española al fantochear sobre el descubrimiento de una gigantesca bolsa de fraude en el cobro de prestaciones por desempleo. Su gobierno, que es la hostia en bicicleta y el recopón bendito, había pillado llevándoselo crudo a más de medio millón de parados que no lo eran. Eso dijo Soraya Sáenz de Santamaría, y cuadra mal achacárselo a un lapsus o a un baile de ceros, porque lo repitió en tres ocasiones. En tres. Con arrogancia, con suficiencia, con cara de a mi me la van a dar con queso estos desgraciados, amos anda, menuda soy yo.

Aunque los titulares de primer minuto tragaron y difundieron la especie a todo gas, apenas dos horas después de la rajada, se vino abajo la trapisonda. La desparpajuda portavoz, que de natural es más bien chata, quedó retratada con la nariz de Pinocho. Ante los insistentes requerimientos de los plumillas, que echaban cuentas y no les salían, el ministerio de Empleo tuvo que aflojar los datos auténticos. Ni medio millón, ni trescientos mil, ni cien mil. Exactamente 60.004 parados o paradas habían sido objeto de un expediente de retirada de la percepción. Adviértase por añadidadura que en buena parte de esos casos la sanción no era permanente sino temporal: quince días por haber entregado tarde un papel, un mes por no haber acudido a la oficina a una cita de control…

¿A qué vino, entonces, ese brutal inflado de unas cifras que en su verdadera dimensión están al alcance de cualquiera? ¿Por qué un gobierno se arriesga a mentir de modo tan impúdico en una cuestión en la que le pueden cazar en un abrir y cerra de ojos? Barrunto que la respuesta está en la fábula de la rana y el escorpión: porque está en su naturaleza. También porque le ha funcionado. Mariano Rajoy llegó a Moncloa a base de lo que el tiempo ha demostrado como trolas mondas y lirondas, y desde entonces no ha dejado de pasarse la verdad por la sobaquera.

Aznar amenaza

Aunque un día llegara a poner sus zancas sobre la mesa en una timba de los señores planetarios de la guerra, para mi Aznar siempre ha sido el Aznarín de los chistes de Forges de los primeros 90. Pocos fenómenos de sugestión colectiva me maravillan más que la conversión de un mindundi resentido y esquinado en estadista carismático. Que su aura no solo se mantenga sino que vaya creciendo con el paso de los años es algo que definitivamente escapa a mi capacidad de comprensión. Lo único que tengo claro es que las claves que hay que manejar para abordar al personaje no son políticas sino psiquiátricas. Sé que puede sonar a exabrupto o demasía, pero lo anoto tal cual lo percibo, a medio camino entre el asombro y, por qué negarlo, un cierto canguelo. Las enciclopedias y los libros de Historia están hasta arriba de perturbados que las han liado pardas. Literalmente pardas, con camisas de ese color y todo, en alguno de los casos.

Pero este ya nos ha hecho todo el daño que podía hacernos, ¿no? Pues no sé que les diga. En la lisérgica entrevista —o lo que fuera— que le regalaron anteayer en el canal complementario de ese otro que tanto mola al progrerío fetén, el fulano amenazó con volver a poner un poco de orden en este carajal. “Si es que no se os puede dejar solos”, le faltó añadir al Mesías que se anuncia a sí mismo. Habrá quien lo tome como un farol, un marcado de paquete para impresionar a la claque o un amago destinado a acojonar al heredero que le ha salido rana y al que, por cierto, menuda manta de collejas le arreó, pobre Mariano. Tal vez fuera solo para entregarse al onanismo compulsivo al leer y releer los titulares en las horas y los días siguientes.

Ojalá todo se quede en el susto, en el escalofrío rampante por el espinazo al imaginar que lo que ya es negro es capaz de tornarse más oscuro. Como a Sémper, me parece que Zapatero se consolida como el mejor expresidente español, ¡uf!

Once meses

Contemos bien. Aunque las elecciones que mandaron al PSOE por el desagüe fueron el 20 de noviembre de 2011, entre pitos, flautas y trámites varios, Mariano Rajoy tuvo que esperar hasta el 21 de diciembre para ser investido presidente. Por tanto, no es un año sino once meses —se cumplen exactamente hoy— lo que llevamos bajo el signo de la gaviota. Procede hacer la acotación porque una de las lecciones que hemos aprendido en este tiempo tenebroso es que al PP un mes, o sea, cuatro consejos de ministros, le cunde mucho. De aquí a la efeméride redonda nos aguardan aún, me temo, un puñado de tantarantanes vía Decreto ley convalidable a rodillazo limpio.

El balance es, en consecuencia, incompleto, pero no por ello menos ilustrativo e ilustrador de la que nos cayó encima el día en que el pueblo español soberano y rumboso —¡ay, ay, ay!— le concedió a los genoveses una mayoría, más que absoluta, aplastante, demoledora e incontestable. Si había la menor posibilidad de escape al ricino y la motosierra era que a la formación gobernante no le salieran las cuentas solamente con sus culiparlantes. Inútil, a estas alturas, llorar por la (mala) leche derramada. No quedan muchas más opciones que el pataleo y el desfogue. Y sí, también la protesta en la calle y ceder a la tentación de resignarse, aunque no sea sino para no reconcomernos más todavía pensando que ni siquiera lo hemos intentado.

Como los negros números cantan y se han escrito cien columnas con la misma intención que la presente, obvio el inventario de las medidas que nos han hecho estar peor que ayer y, por desgracia, mejor que mañana. A cambio, señalo con todo el escándalo del que puedo hacer acopio una cuestión que parecemos haber aceptado como un imponderable. Desde 1979 hacia acá ha habido gobiernos regulares, malos, muy malos y pésimos. Aunque se antoje imposible, el actual es sin duda el peor de todos… con bastante diferencia.

Miénteme

La verdad y la política nunca se han llevado bien. Da igual las siglas o las presuntas ideologías en que nos fijemos, los discursos, las proclamas y hasta las actitudes llevan indefectiblemente cuarto y mitad de engañifa, de pose, de disimulo o de trile mezclado con trola. Nos mienten por principio y por sistema, incluso en los asuntos más triviales o cuando no sería necesario en absoluto. A veces, por pura inercia, simplemente porque han perdido la costumbre o la facultad de decir las cosas sin maquillarlas, sin reservarse una parte de la información por temor a que tarde o temprano pueda volvérseles en contra o porque mola sentirse dueño de un secreto, aunque sea una chorrada que no va a ningún sitio. Están convencidos de que el fin, sea el que sea, justifica los medios y nadie les va a apear de esa mula.

No, nadie, porque lo que he descrito es posible gracias a la complicidad —a veces, por omisión y desidia, pero en muchas ocasiones también por acción y convicción— de todo un cuerpo social que lo ampara y lo legitima. Nos quejamos mucho en la barra de un bar, en las encuestas del CIS y del Eukobarómetro o en columnas como esta, pero cuando llega la hora de contar las papeletas, resulta que, nombre arriba o abajo, acabamos renovando los mismos contratos. Aplicamos poco más o menos el mismo principio que la CIA con el dictador nicaragüense Somoza en los años 70: sabemos que esos a los que votamos son unos mentirosos, pero son “nuestros” mentirosos.

El resultado de esta connivencia sorda es que las mentiras crecen en tosquedad y ordinariez cada día. Un rescate del sistema bancario, que viene a ser como la quimioterapia más salvaje para el cáncer económico, nos lo hacen pasar por un motivo para dar saltos de alegría. Más cerca, unos multiplicadores de deudas por ocho que han dejado el bienestar en las raspas se ufanan de no haber tirado de tijera. La culpa será de quien se lo crea.

Un comienzo penoso

Se le nota disperso y torpón al PP en sus primeros pasos tras la reconquista de Moncloa. La parroquia propia y ajena esperaba que fueran elefante en cacharrería y de momento se han quedado en pulpo en garaje. Como escribirían los cronistas deportivos, ni los más viejos del lugar recordaban un comienzo de mandato tan ramplón. Apenas anteayer tenían media docena de soluciones infalibles para cada problema, pero lo único que han mostrado hasta ahora es la abismal diferencia entre predicar y dar trigo. Un par de consejos de ministros tan aguachirlados como los de estreno, y a Zapatero le empezará a crecer aura de estadista mientras se rasca la barriga en su nueva vida de supervisor de nubes.
Resulta enternecedor ver a los neogobernantes reclamar los famosos cien días de gracia, como si ellos los hubieran respetado alguna vez, como si cualquiera en la oposición lo hubiera hecho, o como si de verdad hubiera tanto tiempo. Eran ellos los que, en plan abuela de la fabada Litoral, iban acogotando al personal con que no había ni un día que perder y ahora piden tres meses de prórroga, más los penaltis. No cuela.
Como la cofradía de la gaviota me queda bastante lejos ideológicamente, debo reconocer que no me urge lo más mínimo que se pongan a la faena, es decir, a lo que literalmente será el tajo, o sea, el corte y el recorte. También sé, como todos, que lo que harán será lo que diga la rubia de Berlín y/o lo que les ordene el Señor de los Mercados. Sin embargo, albergaba una curiosidad tirando a malsana por cómo se las iban a arreglar con el morlaco los que tan estupendamente toreaban de salón. Ni por el forro esperaba un espectáculo tan patético como el que están ofreciendo los maletillas recién investidos. Una mala tarde la tiene cualquiera, de acuerdo, pero es que ya van media docena en las tres tristes semanas que llevan en el machito. Y por si faltaba algo, Mariano Rajoy sin aparecer.

Responso por ZP

Como consumimos la actualidad con frenesí bulímico, entre bocado ansioso y bocado ansioso nos perdemos buena parte de lo que realmente está pasando. O, por lo menos, de lo que también (imaginen este adverbio en negrita y subrayado) está pasando. Es una de las maldiciones de mi oficio, que todavía no ha conseguido la maña suficiente para pensar y masticar chicle al mismo tiempo y por eso se ve abocado a contar sólo una noticia por vez. Ortodoxia periodística en mano, no hay duda de que la de estos días en nuestro entorno inmediato es la investidura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno español. Todos los focos y los flashes son para él. Incluso si apuntan a otros es porque son secundarios de la película que protagoniza.

Así es y así debe ser seguramente. Sin embargo, por algún tipo de disfunción interpretativa de mis neuronas, encuentro también altamente noticiable lo que está ocurriendo fuera de la pantalla, que es donde ha quedado el que hasta anteayer salía en los títulos de crédito gordos. De hecho, confieso que siento menos curiosidad por el paquetón de medidas de aliño del recién llegado que por lo que esté pasando por la cabeza de José Luis Rodríguez Zapatero, ahora que el BOE está a punto de certificarlo como ex.

Ahí tiene que haber material para una telenovela, una tesina de filosofía y dos o tres capítulos de un manual de psiquiatría. La pena es que todo ello se vaya a quedar durmiente y sólo despertará, ya descafeinado, cuando dentro de un tiempo le venga Planeta con un cheque para que lo vierta en unas de esas memorias trampeadas a beneficio más del ego que de la verdad. Para entonces, el juguete cruelmente roto por la crisis, los enemigos oficiales y —lo más doloroso— los mismos que le lamían los mocasines cuando tuvo mando en plaza será una persona diferente a la que ahora abandona el escenario por la puerta de atrás. Muchas cuentas se quedarán sin ajustar.

Gobierno terminal

Va más allá de la anécdota que se nombre portavoz de un gobierno a alguien que dice “conceto” en lugar de “concepto” o que es la viva demostración de que la cirugía láser no siempre es la solución a la miopía. Si Zapatero quería que su último conglomerado ejecutivo fuera una metáfora perfecta -o ‘perfeta’- de su patética desventura equinoccial, lo ha conseguido.

Hasta noviembre, que es cuando los sabios dicen que acabará entregando la cuchara, nos quedan unos cuantos viernes entretenidos viendo cómo José Blanco imita a Xan das Bolas o a su versión moderna, el gallego de Airbag. Habrá momentos en que no sepamos si las lágrimas son de pena penita pena por las desgracias que nos comunique o de puro descogorcie por el modo en que las narrará. Un segundo y medio de silencio por Ramón Jáuregui. Con la ilusión que le hacía al hombre que ha sido de todo añadir una línea más en su currículum. Ya no le quedan muchas oportunidades.

Y para Interior, Antonio Camacho, un oscuro bienmandado, que lo mismo se echa unos potes en el Faisán que ordena de muy malas pulgas desconectar la cámara a un periodista australiano que le estaba haciendo incómodas preguntas sobre la tortura. No es improbable que mañana o pasado le preparen la captura de cualquiera de los mil prófugos balizados o la desarticulación, qué sé yo, de una célula durmiente del Orfeón Donostiarra para que debute con picadores. “¡Apaga eso ahora mismo!”, le podrá espetar, en la consabida rueda de prensa multitudinaria, al primer plumilla que no le baile el agua.

La de velas que se habían puesto por aquí arriba para que el elegido fuera Rodolfo Ares, que el sábado se colocó en lugar bien visible para aplaudir hasta con las orejas a Rubalcaba. Pero no estaba de Dios. A ver si para la próxima abstención, el PNV anda un poco más vivo en las peticiones y consigue empaquetarlo. Claro que ya no queda mucho. Bien mirado, eso es lo mejor de todo.