Miénteme

La verdad y la política nunca se han llevado bien. Da igual las siglas o las presuntas ideologías en que nos fijemos, los discursos, las proclamas y hasta las actitudes llevan indefectiblemente cuarto y mitad de engañifa, de pose, de disimulo o de trile mezclado con trola. Nos mienten por principio y por sistema, incluso en los asuntos más triviales o cuando no sería necesario en absoluto. A veces, por pura inercia, simplemente porque han perdido la costumbre o la facultad de decir las cosas sin maquillarlas, sin reservarse una parte de la información por temor a que tarde o temprano pueda volvérseles en contra o porque mola sentirse dueño de un secreto, aunque sea una chorrada que no va a ningún sitio. Están convencidos de que el fin, sea el que sea, justifica los medios y nadie les va a apear de esa mula.

No, nadie, porque lo que he descrito es posible gracias a la complicidad —a veces, por omisión y desidia, pero en muchas ocasiones también por acción y convicción— de todo un cuerpo social que lo ampara y lo legitima. Nos quejamos mucho en la barra de un bar, en las encuestas del CIS y del Eukobarómetro o en columnas como esta, pero cuando llega la hora de contar las papeletas, resulta que, nombre arriba o abajo, acabamos renovando los mismos contratos. Aplicamos poco más o menos el mismo principio que la CIA con el dictador nicaragüense Somoza en los años 70: sabemos que esos a los que votamos son unos mentirosos, pero son “nuestros” mentirosos.

El resultado de esta connivencia sorda es que las mentiras crecen en tosquedad y ordinariez cada día. Un rescate del sistema bancario, que viene a ser como la quimioterapia más salvaje para el cáncer económico, nos lo hacen pasar por un motivo para dar saltos de alegría. Más cerca, unos multiplicadores de deudas por ocho que han dejado el bienestar en las raspas se ufanan de no haber tirado de tijera. La culpa será de quien se lo crea.

Exiliados

Por esas casualidades de la vida que seguramente no lo son, en los últimos días un político de acreditado oportunismo y tres o cuatro esparcidores de incienso constitucionalista (léase anti abertzale) han vuelto a remover con un zurriago el delicado caldero hirviente de los exiliados. Nadie mejor que ellos debería conocer el discreto y laboriosímo trabajo que está haciendo en este terreno desde hace varios meses el Gobierno Vasco. Sí, el de Patxi López y Rodolfo Ares, bendecido y sostenido por el PP, que cuando se lo propone y se confía a gentes que no usan anteojeras ideológicas, es capaz de hacer las cosas medianamente bien. Lástima que vengan a pisarle la manguera bomberos de su mismo retén.

No creo que haya nadie con dos dedos de frente y un gramo de corazón que niegue que la violencia de ETA expulsó de su tierra a muchísimas personas. Facilitar su vuelta y ayudarlas a comenzar de nuevo es un acto de justicia que, como tantas asignaturas que tenemos aún pendientes, debería implicarnos a todos. El diabólico problema que nos encontraremos (que, de hecho, ya se están encontrando los que han acometido la tarea de su identificación) es establecer su número, siquiera aproximado. Las cifras que se manejan se quedan estratosféricamente lejos de los doscientos mil acuñados por Fernando Savater y luego recrecidos hasta el doble por él mismo y otros mariachis de la hipérbole malintencionada.

Salvo que haya alguna intención de ocultarnos los datos, ese pútrido mito está a punto de saltar por los aires y caer hecho pedazos sobre sus zafios inventores y difusores. ¿Por qué en esas columnas y en esas soflamas que mentaba al principio siguen blandiendo la cifra mágica? ¿Por qué continuar alimentando una mentira que, si siempre fue increíble, ahora además va a ser desenmascarada con pelos y señales? Simplemente, porque la verdad y cualquier cosa que se le parezca les importa un carajo.

De pronto, Superlópez

Fue un destello, tal vez un fogonazo, una golondrina que seguramente no hará verano o una de esas insólitas ocasiones en que, como canta Fito, se acierta por error. ¿Un pájaro, un avión? ¡No! Era Superlópez, con la capa recién planchada y un imaginario rizo engominado cayéndole sobre la frente mientras le escupía las verdades del barquero al vecino tocapelotas del piso de al lado. En cinco minutos que se antojaron de dibujos animados lo dejó a la altura del musgo. Cacique y antivasco fue lo más suave que le largó el Naranjito jarrillero al Zruspa riojano. De postre, lo de los abortos y, para el que quisiera repetir, un mandoble al PP que lo sostiene y un coscorrón al Gobierno español a la fuga —carne de su propia carne— que lo consintió.

Si se perdieron ese instante mágico, sublime, de conjunción mística de todas las fuerzas del universo tras el atril de Nueva Lakua desde el que habló el Hombre Nuevo (pero nuevo, nuevo), deben buscarlo en Youtube. O en el top-manta, que un prodigio así es digno de editarse en DVD y ser pirateado. Con banda sonora de Encarnita Polo, por supuesto. Pongan la música mientras lo leen, que si no, no tiene gracia: “Suspira el viento, tocando las campanas, Patxi, tocando las campanas, Patxi, tocando las campanas, Patxi, Patxi, Patxi, de los conventos. Patxi, Patxi, Patxi… es mi Patxi, Patxi, Patxi, Patxi”.

Dirán que estoy exagerando, pero les juro que no. El de Portugalete parecía… ¿Con qué se lo compararía yo? ¡Ah, ya sé! Era clavadito a un lehendakari, oigan. Dos años, ocho meses y ciento y la madre de asesores después, consiguió ser, siquiera efimeramente, lo que dice su tarjeta de visita. ¿Se repetirá? Hombre, Iñigo Martínez ha marcado dos goles desde su propio campo en apenas un mes. ¿No podemos esperar que pasado mañana López le diga a Basagoiti que se meta sus enmiendas por donde le quepan o que le mande cerrar la bocaza a Blanco? Por soñar…

El mérito de Basagoiti

En cuatro o cinco censos de perdedores del 20-N he visto que junto a los fracasados de manual —Zapatero, Rubalcaba, López—, en los capítulos finales figuraba el nombre de Antonio Basagoiti. Si nos atenemos a esa aritmética maleable de la que hablaba ayer, es rigurosamente cierto que los populares vascos han sido la deshonrosa excepción del ascenso gaviotil. En la CAV apenas han rebañado 700 votos más que en 2008 y han mantenido los 3 escaños que le vienen de serie por la normativa electoral. Ha sido gracioso ver cómo culpaban a ese forúnculo llamado UPyD de haberles afanado papeletas, y más despiporrante aun, escuchar a Iñaki Oyarzábal y Laura Garrido que si se miraba el conjunto de Euskal Herria (ahí estaba el chiste), eran la fuerza más votada.

Excusas de pésimo pagador al margen, reitero que el resultado de la sucursal mariana en esta parte del mundo no ha sido, a primera vista, para descorchar txakoli. Sin embargo —aquí viene la paradoja—, eso no le resta ni un solo mérito al líder del PP vasco. Lo mismo que en los equipos de fútbol hay delanteros centro y centrales rompepiernas, en la política hay figuras que tienen la misión de marcar goles y otras, no menos importantes, que deben destruir el juego del rival. Ahí es donde se las pinta solo Basagoiti, que ha convertido en guano no pocos de los 180.000 votos que ha perdido el PSE, su adversario —no lo olvidemos— en estas elecciones.

También es verdad que López y la pléyade de áridos y pastóridos que lo circundan son especialistas en marcar en propia puerta, pero podrían haber obtenido un resultado un poco menos bochornoso si no hubieran metido al enemigo en casa. En estos tres años ejerciendo de sostén con encaje de Nueva Lakua, lo que realmente ha hecho el PP ha sido vaciar la despensa de votos socialistas en Euskadi. Los otros, hipnotizados por la makila, no se han dado ni cuenta. Y aún queda otro año para rematar la faena.

Conmovedora incompetencia

Comparto con ustedes un dilema. Una parte de mi, la que lleva botas de caña alta y fusta, me pide que tire de disciplina inglesa con el Gobierno haragán que se presenta, un año y medio después de recibir la makila, con los deberes manga por hombro. Bonito problema semántico tenemos. Si el sustantivo legislatura viene del verbo legislar, a ver cómo llamamos a estos dieciocho meses que se han tirado los actuales inquilinos de Lakua dándole al lirili y olvidándose del lerele. Veinte leyes en la sala de espera. Ni el viejo Estrella Galicia, que solía venir al día siguiente, acumulaba retrasos semejantes. Qué tiempos, aquellos de la oposición, cuando lo gordo de la minipimer estaba siempre listo para atizar al tripartito que, según se decía entonces, se entretenía con el vuelo de las moscas identitarias y mantenía a dieta rigurosa al Boletín Oficial del País Vasco. ¿Y ahora qué?

Una tentación, ya les digo, liarse la columna a la cabeza, poner cara de vinagre y empezar a sacar los colores a epíteto pelado a los bravos reformistas procrastinadores. Pero no va a ser el caso. Para empezar, no creo que la calidad de las mayorías parlamentarias se mida en el número de leyes promulgadas. No tengo claro si es por contagio del liberalismo rampante que nos asola -¡y desola!- o por el pelo de la dehesa ácrata que aún conservo, pero siempre he pensado que hasta al reglamento del parchís le sobran páginas. En no pocos casos, la mejor ley es la que no existe. Ahí tienen la de Partidos. A saber qué prodigios nos aguardan en el baúl de asignaturas pendientes. Por pura estadística, es probable que la demora resulte una bendición.

Confesión

Y no es sólo eso. Si hay algo que ha actuado como detente-bala de mis primarios instintos críticos, es la extraterrenal candidez con que la portavoz del Gobierno reconoció que la brigada de ejecutores del cambio había saltado al campo sin calentar. “Es evidente que algunos departamentos han pecado de optimismo”, dijo con voz contrita Idoia Mendia, en lo que muchos han interpretado como una confesión autoinculpatoria de incapacidad para gobernar.

Será que se acerca la navidad o que ahora venden el pack de cuatro natillas por el precio de tres, pero a mi me ha conmovido el arranque de sinceridad de la portavoz, tan inusual en la política. Lo anoto como lo siento, aunque inmediatamente después añado que el final lógico de la comparecencia habría sido anunciar la dimisión en bloque del bisoño equipo de remeros que ha naufragado antes de dar la primera palada.

Una sociedad anestesiada e inhumana

Hasta anteayer casi nadie sabía de la existencia de Inés Ibáñez de Maeztu. Ella, sin embargo, conocía a todas y cada una de las personas que integramos ese magma difuso llamado “sociedad vasca”. Y no de vista o de oídas, sino con un grado de intimidad tan profundo como para diagnosticarnos a todos de golpe y sin lugar a dudas, cual si nos hubiera picado la mosca tsé-tsé, la enfermedad del sueño colectivo. Acepto que no es la más brillante de las metáforas, pero desde luego, está menos manida que la que utilizó ella en sede parlamentaria, donde habló, con entonación manifiestamente mejorable, de una “sociedad anestesiada durante tantos años ante los efectos perniciosos del terrorismo de ETA”. La gran parida voceada durante años por los tertuliantes más indocumentados, elevada a dogma de fe del autoproclamado gobierno del cambio, al que pertenece la susodicha en calidad -es un decir- de Directora de Derechos Humanos del Departamento de Justicia -es otro decir.

Ya sería grave que fuera el delegado de parques y jardines quien insultara así a sus administrados. Que lo haga la titular de una materia que en su propio ser conlleva la obligatoriedad de un tacto exquisito, es de destitución al amanecer. Pero no ha habido tal, claro que no. Tristemente, es más esperable el refrendo y la palmadita en la espalda, como ya hemos visto en los casos de Rivera o Idígoras. La licencia para faltar debe de venir de serie en el kit básico de supervivencia de todo el organigrama, mandamases y mandamenos incluidos.

Víctimas y victimismo

Para adornarse un poco más, en la redacción de tercero de la ESO que leyó ante sus ojipláticas señorías, la Directora citó una frase del intelectual judío, premio Nobel de la Paz y superviviente de los campos nazis, Elie Wiesel. “Ser indiferente a este sufrimiento, al sufrimiento de los demás, es en definitiva lo que hace que el ser humano sea inhumano”, leyó a trancas y barrancas Ibáñez de Maeztu. Si no querías ofensa, ofensa y media. Además de estar amodorrados, no tenemos corazón.

Ya está bien con la broma. Llevamos un cuarto de siglo soportando la misma milonga. No soy tan osado como para hablar, igual que hace ella, de toda la sociedad vasca, pero si a muchos se nos puede acusar de callar ante algo, no ha sido precisamente ante los crímenes de ETA. Lo que sí hemos hecho a menudo, para no embarrar más el patio, es mordernos la lengua y dejar sin denunciar la repugnante manipulación del dolor de los que, gracias a que hay víctimas, viven del victimismo.