Me reprochan cierta crudeza y más cinismo de la cuenta en la columna de ayer sobre las movilizaciones del domingo a favor del derecho a decidir. Comprendo perfectamente los motivos de esas críticas que, de alguna manera, tenía amortizadas antes incluso de enviar el texto a los periódicos que lo publican. Confieso con un tanto de rubor que mi primera tentación fue evitar el asunto, y la segunda, subirme a la ola voluntarista que sostiene con la mejor de las intenciones que las decenas de miles de personas que vimos en calles y —algo menos— estadios son asimilables a la mayoría de la sociedad vasca. He leído o escuchado tal interpretación a comentaristas que se dejan llevar más por el entusiasmo que por los hechos, y también a políticos de diferentes partidos. ¿Porque era lo que sentían o porque era el discurso que tocaba? Allá cada cual.
En todo caso, y más allá de las lecturas a posteriori, no creo que nadie pueda declararse sorprendido de que, aun con la nutrida asistencia que innegablemente registró, el acto no alcanzara la magnitud suficiente para marcar un antes y un después. Pura cuestión —anda que no habré escrito veces de ello— de ausencia de temperatura social.
Ahí es donde quienes se declaran partidarios de lo que se reivindicó el otro día tienen que hablar. Y hablar no es arrojarse mutuamente a la cabeza las razones del enfriamiento, sino plantear con total sinceridad si se está en disposición de tejer (o zurcir) las complicidades necesarias para alcanzar el punto de ebullición. Tan básico, tan pedestre, pero a la vez, tan complicado como eso. De ello depende que esté en nuestra mano.