¿Qué pasó el domingo? (2)

Me reprochan cierta crudeza y más cinismo de la cuenta en la columna de ayer sobre las movilizaciones del domingo a favor del derecho a decidir. Comprendo perfectamente los motivos de esas críticas que, de alguna manera, tenía amortizadas antes incluso de enviar el texto a los periódicos que lo publican. Confieso con un tanto de rubor que mi primera tentación fue evitar el asunto, y la segunda, subirme a la ola voluntarista que sostiene con la mejor de las intenciones que las decenas de miles de personas que vimos en calles y —algo menos— estadios son asimilables a la mayoría de la sociedad vasca. He leído o escuchado tal interpretación a comentaristas que se dejan llevar más por el entusiasmo que por los hechos, y también a políticos de diferentes partidos. ¿Porque era lo que sentían o porque era el discurso que tocaba? Allá cada cual.

En todo caso, y más allá de las lecturas a posteriori, no creo que nadie pueda declararse sorprendido de que, aun con la nutrida asistencia que innegablemente registró, el acto no alcanzara la magnitud suficiente para marcar un antes y un después. Pura cuestión —anda que no habré escrito veces de ello— de ausencia de temperatura social.

Ahí es donde quienes se declaran partidarios de lo que se reivindicó el otro día tienen que hablar. Y hablar no es arrojarse mutuamente a la cabeza las razones del enfriamiento, sino plantear con total sinceridad si se está en disposición de tejer (o zurcir) las complicidades necesarias para alcanzar el punto de ebullición. Tan básico, tan pedestre, pero a la vez, tan complicado como eso. De ello depende que esté en nuestra mano.

¿Qué pasó el domingo?

Todo es según el ángulo de la fotografía y el entusiasmo en la narrativa. El mismo acto puede ser un fracaso descomunal o un éxito sin precedentes en función del titular y la imagen que lo acompaña. Entre las impías calvas de las gradas y una panorámica abigarrada de cabezas y telas al viento debe de estar lo más parecido a la verdad. Otra cosa es que interese contarla. O, qué caray, que se sea capaz de verla, porque al final, los ojos son un apéndice del corazón, que cada vez tolera peor las frustraciones. Créanme que en muchos de los grandes engaños no hay intención de darla con queso sino incompetencia para percibir la realidad. Llámenlo ceguera del alma y quizá lo disculpen.

Y ya, apeándome del lirismo, ¿con qué lectura sobre lo que ocurrió el domingo en cinco capitales de Euskal Herria hemos de quedarnos? Tienen para escoger la versión de la épica multitudinaria que avanza un mañana inminente plagado de urnas en las que decidir lo que seremos o la interpretación pinchaglobos que reduce la movilización al clásico de los cuatro y el tambor. Claro que si prefieren salirse de lo maniqueo, lo binario y lo trillado, pueden huir de la disyuntiva entre el triunfo y el fiasco, y plantearse si las mareas de color salmón han cubierto su objetivo.

Ahí, de nuevo, les cabe la opción de hacerse trampas o no. Piensen si se trataba de abrir un camino imparable para cambiar el estado actual de las cosas o si, siguiendo la estela de lo que ya se vivió el año pasado, el fin era fijar en el calendario una nueva tradición festivo-reivindicativa para soltar adrenalina patriótica y que siga sin pasar nada de nada.

El ‘problema de los presos’

Lo que, obviando siglas y refugiándonos en los sobreentendidos al uso, llamamos el problema de los presos es estricta y casi literalmente lo que señala el enunciado: el problema de los presos. También, por supuesto, el de sus allegados, que padecen vicariamente su(s) condena(s), y en otro sentido, el de determinadas formaciones políticas por motivos que no es preciso explicar. Sería cuestión de preguntarlo específicamente, pero no parece que al resto de la sociedad le quite el sueño. Puede haber —y de hecho, yo creo que la hay— una parte estimable de la población dispuesta a un cierto nivel de movilización por sus derechos y hasta quienes les erigirían estatuas ecuestres en cada pueblo, pero si echáramos cuentas, me temo que es mucho mayor el número de personas a las que el asunto les trae sin cuidado. En unos casos, por la misma indolencia que muestra el cuerpo social hacia toda piedra que no le apriete directamente el zapato, y en no pocos, por la imposibilidad de mostrar empatía (no digamos ya simpatía) hacia unos seres humanos que no se han distinguido precisamente por esparcir la bondad sobre la faz de la tierra. Ni hablemos del sector, tampoco pequeño, que directamente quiere que se pudran en la cárcel y, si puede ser, en la más lejana e infecta, mejor.

Anoto todo lo anterior como mera descripción de escenario. No digo que me guste o me disguste, ni que me parezca justo o injusto, sino que es lo que hay, y que entiendo que son estas evidencias las que deben determinar las acciones concretas. Y esto, volviendo al principio, concierne más que a nadie a los afectados en primera persona.

Paz en el barro

No son ya Rajoy y Fernández, sino hasta los cavernarios de la última fila del gallinero, los que se están descojonando a lágrima viva de los acontecimientos recientes. Ni diseñándola con tiralíneas, escuadra y cartabón les habría salido más redonda la jugada. Su inmovilismo, que en realidad es una involución del nueve largo, se ha probado el chollo de los chollos. Máxime, cuando las formaciones que iban a ejercer de ariete contra el enrocamiento, siguiendo una costumbre que jamás desemboca en aprendizaje, vuelven a repartirse los papeles de la rana y el escorpión de la fábula.

Miren que he venido siendo escéptico hasta rozar el cinismo en mi visión de lo que exageradamente llamamos proceso de paz. Ya de Aiete escribí que nos tocaba hacer como que nos chupábamos el dedo y respecto al suelo ético, me he aguantado la risa amarga al pensar que unos tenían previsto pisarlo con mocasines, otros con zapatillas de casa y no pocos con las botas de clavos de toda la vida. Qué decir de la ingenuidad del relato compartido, cuando sin esperar al futuro, los amanuenses de parte ya nos van colando su cuentecito sobre héroes y tumbas, sin llegarle a Sábato ni a la espinilla. En resumen, que me creía muy poco tirando a nada de toda esta parafernalia, pero participaba en ella porque intuía, allá al fondo, que podría derivar en algo que mereciera la pena. Viniendo de donde veníamos —yo sí me acuerdo—, una gota sabe a océano. Con lo que no contaba ni en lo más profundo de mi indolencia calculada era con que la cuestión acabaría en el cuadrilátero de barro donde se libra la batalla por la hegemonía. Y ahí está.

Mediadores

[NOTA PREVIA: Nada más enviar este texto a los periódicos que lo publican, apareció el comunicado de ETA en que da a entender, de un modo muy barroco, que ha inutilizado sus arsenales. Pensé en escribir otra columna, pero lo deseché inmediatamente. Tengo bastante que decir sobre la secuencia de los acontecimientos y lo haré. Sin embargo, ese comunicado solo cambia las líneas que van a continuación en un sentido: me reafirma en que este asunto ha entrado de lleno en la batalla por la puñetera hegemonía, y de un modo rastrero.]

Estoy convencido de que muchísimos de mis conciudadanos —¿la mayoría?— ni se han enterado de que hace unos días volvieron a visitar Euskadi los mediadores, curiosa denominación, por cierto, porque no queda claro entre qué partes o agentes hacen de puente. Otros, a lo sumo, oyeron alguna campana acerca de su presencia entre las noticias de la calorina, la masacre israelí sobre Gaza o el abandono de Contador en el Tour. Doy por hecho que cualquiera de los tres asuntos citados, mayormente el primero, ha alimentado más conversaciones que los encuentros de Powell y McGuiness con los representantes de aquellas siglas o instituciones que, por convicción o educación, tuvieron a bien recibirlos.

No sé si los participantes en esta coreografía sin público captan por dónde voy: estamos ante una cuestión que no vende una escoba informativa, excepción hecha de sus protagonistas y de los que nos toca ser notarios, cada vez con más pereza, de esas reuniones cuyo contenido, para colmo, se resume en medio folio de obviedades. ¿Hasta cuándo van a seguir mareando inmisericordemente una perdiz que hace mucho tiempo dejó de respirar? ¿No sería más honrado reconocer que la vaina no da más de sí, agradecer los servicios prestados a los susodichos mediadores —insisto: ¿entre quiénes median?— y ver si hay otro camino por el que tirar?

La pregunta subsiguiente es si de verdad existe ese camino. Lo que uno ha visto al respecto en las últimas fechas ha sido a las dos grandes formaciones vascas echándose los trastos penitenciarios a la cabeza. Y ahora es cuando me escabullo y dejo a la concurrencia discutiendo quién empezó.

¿Frentes? ¿Qué frentes?

Para prolongar el gustirrinín provocado por las fotos del Carlton y de las calles de Bilbao a reventar, nada mejor que la quejumbre ramplona de los que andan con tembleque de piernas. No me refiero a la talibanada ultradiestra —Marhuendas, Federicos, Abascales—, cuyos regüeldos están amortizados, amén de resultar divertidos por lo patético, sino a los de un poco más acá en la gradación ideológica. Hablo de congregantes de una derecha que se pretende templada, del centro sedicente (e inexistente) y hasta de esa izquierda que tal vez lo fue pero hace tiempo que no lo es. En un alarde de brillantez intelectual, es decir, de toda la que son capaces de reunir tipos y tipas que no pasan de destripaterrones de la política, andan anunciando el nuevo apocalipsis del frentismo.

¿Frentismo? Las pelotas, treinta y tres. Los últimos episodios de esa peste que nos tocó padecer, les recuerdo, fueron el interminable trienio sociopopular en la demarcación autonómica y el aun más extenso periodo del binomio UPN-PSN en la foral. Está bastante demostrado que los que verdaderamente se pirran por las santas alianzas hasta el punto de no tener más programa que promoverlas son los que enarbolan la rojigualda en una mano y la Constitución en la otra. De hecho, la inmensísima suerte que tienen es que, especialmente en la CAV, al otro lado no hay un frente sino dos fuerzas (un partido y una coalición) que pugnan por la hegemonía. El día que cambie eso, que me temo que va para bastante largo, las plañideras tendrán motivo para llorar en serio… mientras otros sonrían.

Así que menos lobos, y menos agitar espantajos. Todo lo que ha ocurrido en las últimas horas es que la estupidez supina al tiempo que perversa —tanto monta— del aparataje del Estado español consiguió el prodigio de unir a ambas formaciones para exigir en la calle algo que ni siquiera tiene que ver con ser o dejar de ser abertzale: el respeto.

Urquijo gana

Carlos Urquijo, procónsul de Hispania en Vardulia, no olvidará fácilmente esta, su mejor semana desde que fue largado con una patada hacia arriba del nido pop en que desentonaba su repertorio de cante jondo. Como entrante frío, la ventura de ver pasar ante su puerta el cadáver político de quien le premió castigándole o le castigó premiándole, nunca lo sabremos. Qué delicioso bocado de justicia poética saber que Los Olivos está más cerca de Gran Vía y Génova que cualquier búnker lujoso de México D.F. Y de postre, un dulcísimo tartufo horneado por encargo en Ondarroa, territorio comanche convertido para su exclusivo deleite en reñidero de las dos estirpes del Caín vascón, la que tira al monte y la que no tanto.

Pulso al Estado en carne ajena. Así se las ponían a Fernando VII y se las ponen a su excelencia el Delegado, que no obstante, no vio su dicha entera. Qué pena que, como había soñado, a última hora no recibiera una llamada de la Consejera pidiéndole sopitas. Con gusto infinito habría mandado la caballería a restablecer el orden al modo de los elefantes en las cacharrerías y, de paso, a demostrar que la Ertzaintza sirve para perseguir a ladrones de gallinas y poco más. “La policía española hace lo que la vasca no tiene pelendengues a hacer”, habría saludado la hazaña la prensa cavernaria, que se ha tenido que conformar —tampoco está mal— con difundir la especie del paripé pactado. La misma, por cierto, a la que se ha apuntado raudo y veloz el PSE que dirigía el cuerpo el día que cayó muerto de un pelotazo Iñigo Cabacas.

Hay mil formas de contar las cosas. Ocurre que cuando la propaganda entra por puerta, las verdades saltan por la ventana. Entre ellas, una que iba a misa desde el minuto cero: la detención de Urtza Alkorta era un desenlace tan inevitable como, pongamos, el ondeo de la rojigualda en el ayuntamiento de Donostia o en la Diputación de Gipuzkoa. Urquijo gana, ¿quién pierde?