Desde el pasado lunes, Carlos Fabra es interno de la prisión de Aranjuez. No tengo empacho en reconocer que celebré la entrada al trullo del hasta anteayer todopoderoso baranda del PP y la Diputación de Castellón. El sentimiento fue prácticamente idéntico al que experimenté cuando adquirieron la condición de presidiarios trapisondistas de tronío como Luis Bárcenas, Jaume Matas, Gerardo Díaz-Ferrán, Francisco Granados y el resto de los nada santos mártires púnicos que cayeron con él, e incluso, qué carajo, Isabel Pantoja. Y, por supuesto, reservo una imaginaria botella de txakoli para descorchar si llego a ver entre rejas a Iñaki Urdangarín, y no digamos ya —aunque no caerá esa breva— a su señora, la hija de Juan Carlos One y hermana de Felipín Six.
Estaría por apostar que 99 de cada 100 lectores —si llego a tener tantos— suscribirían las líneas anteriores y que más de cuatro me superarán en el tamaño y la intensidad de los festejos. Mi incómoda pregunta es si aplican idéntica doctrina siempre. Me temo que no. Como en tantas cuestiones, en materia penitenciaria se lleva el grouchomarxismo. Es decir, que los principios son susceptibles de cambio inmediato según sople el viento o, más exactamente, en función de qué recluso hablemos. Cuando se trata de los citados en estas líneas o de otros de similar pelaje, no hay el menor problema en pedir mano dura y tentetieso. Lo curioso —o quizá no— es que buena parte de los que sostienen ese discurso del talión sean los mismos que van aleccionando al personal sobre la inutilidad de la cárcel si no está orientada a la reinserción efectiva. ¿Y la coherencia?