—El ministro Fernández quiere crear un organismo que controle lo que se publica en los medios de comunicación y, si procede, imponga sanciones a los que se pasen de la raya.
—¡Maldito fascista! ¡Pretende amordazarnos para impedir que divulguemos las maldades del sistema! Pero no nos va a callar. Se va a enterar el tal Fernández.
—¿Fernández? Qué cabeza la mía, ha sido un lapsus. El que lo propone es Pablo Iglesias.
—¡Ah, bueno! Eso es otra cosa. Tiene toda la razón. Es urgente parar los pies a la caverna y castigar a esos plumíferos mentirosos al servicio del gobierno o, lo que es lo mismo, del capital. Y si hay que cerrar algún periódico, alguna radio o alguna televisión, se cierra.
Se trata de un conversación ficticia, pero verosímil. De hecho, se basa en lo que la crema y la nata progresí bramó cuando el mentado Fernández advirtió —y cumplió— que iba a perseguir a los revoltosos de las redes sociales y las aleluyas que cantan los mismos patanegras de lo guay sobre la (antepen)última ocurrencia de Iglesias. Basta cambiar el sujeto de una oración para que la miga que contiene merezca interpretaciones diametralmente opuestas.
Por desgracia, ya ni siquiera sorprende que el fenómeno se dé ante un asunto que debería estar fuera de concurso, especialmente para quienes hemos denunciado la clausura de más de un medio por los santos pelendengues del poder. La lógica —es decir, la ilógica— que llevó, por ejemplo, a la fumigación de Egunkaria es idéntica a la que maneja el gurú de moda. Y manda pelotas que los primeros medios a los que cabría aplicar su edicto son los que le han aupado al púlpito.