Injusticia, por supuesto

Reitero que con o sin el contexto a beneficio de obra que ha circulado por ahí, soy incapaz de pillarle el punto a la ya tristemente célebre función que ha llevado injusta y arbitrariamente al trullo a dos titiriteros. En nombre de la tan mentada libertad de expresión, reclamo mi derecho a manifestar una opinión negativa sobre la pieza, incluso en términos de alto octanaje, como fue el caso de la primera columna que le dediqué al asunto. A quienes —es verdad, también en el correcto ejercicio de su libertad de juicio— me han puesto de vuelta y media dialéctica, trato de explicarles humildemente que mi reproche moral a un contenido y a unas formas que me disgustan no implica, bajo ninguna circunstancia, que esté de acuerdo con el atropello a que están siendo sometidos los artistas.

Juraría que lo dejaba claro en el texto anterior, pero ante la avalancha de dudas (muchas de ellas, hijas de prejuicios o de unas anteojeras blindadas, es igual), me subo al taburete, abro la ventana de par en par y proclamo a voz en grito que me parece una aberración inenarrable el encarcelamiento de los cómicos granadinos. Y para denunciarlo, no me hace falta traer de los pelos a Lorca, ni mucho menos, pegarme el moco cultureta de Polichinela, la cachiporra y la tradición ancestral. Lo primero, porque ya está bien de nombrar a Federico en vano, y lo segundo, porque esas martingalas de las costumbres inveteradas son las mismas que sirven para justificar el toro de la Vega o, mirando más cerca, la exclusión de las mujeres de ciertas representaciones festivas. El caso que nos ocupa es tan de cajón que sobra lo demás.

Titiriteros o así

Se agradece que en medio de la aburridera indecible de los cortejos para una investidura que seguramente no se consumará, aparezcan episodios que distraigan la atención siquiera por un rato. Verbigratia, la mentecatez de los (presuntos) titiriteros detenidos por (también presunta, aunque esto ya saben que suele ser menos) apología del terrorismo. Decían los primeros titulares escandalosos que los faranduleros habían desplegado ante unas criaturas una pancarta en la que se leía Gora ETA, y había que ir a la letra pequeña para enterarse de que el lema literal en cuestión era Gora Alka Eta. No sabría decirles si eso es peor, parecido o mejor que lo otro, pero sí que, aparte de ser una melonada sin puta la gracia, llevarse a alguien al cuartelillo y cascarle una denuncia por un delito muy grave por eso resulta una exageración notable y, desde luego, una injusticia monda y lironda.

Ahora, igual que les digo lo anterior, añado que hay que ser muy cretino para plantarse frente a una audiencia infantil, no ya con la soplapollez de la pancarta, sino con el resto de ingredientes que trufaban la (otra vez presunta) representación. Anoten: el ahorcamiento de un juez, el acuchillamiento de una mujer (monja según unos; bruja, según otros) embarazada, y como chorrada menor, una arenga a los pequeños espectadores para ocupar pisos vacíos.

Quizá es porque soy un facha del copón de la baraja, amén de un palurdo incapaz de captar la transgresión artística en grado supremo, pero todo lo descrito me parece una pasada de frenada sin matices. Y me alivia que las actuales autoridades municipales de Madrid, que no son precisamente del Opus, opinen lo mismo.

Tantas mordazas…

De nuevo se me pasó el día mundial de la libertad de prensa. Y eso que esta vez coincidió, grotesca casualidad, con el de la madre. Qué oportunidad para hacer la loa cursi con doble tirabuzón. No crean, ya hubo algunos rapsodas tuiteros que se curraron el dos en uno, si bien la mayoría tiró por lo trillado. Que si la ley mordaza, que si los medios secuestrados en unas pocas manos, que si cuánto necesitamos periodistas valientes. No te joroba, como si no necesitáramos camareros o camareras con un par de narices que nos cobraran el cortado por lo que cuesta y no al precio abusivo que le ha puesto el dueño del bar. O mejor, empleados de banca aguerridos que concedieran créditos a quien los necesitara y tacharan impagos para evitar desahucios. Pero no, oigan; nadie reclama ese tipo de héroes. Parece existir un curioso consenso en que los únicos que se tienen que jugar el culo —quizá con los ciclistas— somos los que practicamos, o intentamos hacerlo, este oficio de tinieblas.

Lo tremendo es que una buena parte de los que nos exigen que seamos la hostia en vinagre de independientes lo único que pretenden es que escribamos o digamos exactamente lo que quieren leer u oír. Si lo hacemos, nos sacan bajo palio. Si no, empiezan a llover las tortas como panes. Es de llorar diez ríos que esos lectores y oyentes que reclaman la mayor de las purezas alberguen en su ser a un censor implacable o a un jefe de redacción cabrón de los que dictan cada línea. Claro que también es verdad que peor es cuando no pocos de este gremio, por canguelo o en busca del aplauso de aluvión, hacen piezas a medida de la parroquia.

Derecho a ofender

Una de tantas derivadas perversas de la matanza de Charlie Hebdo es —y no lo señala por primera vez este humilde plumilla— el manoseo grosero hasta la náusea del concepto de libertad de expresión. Favorecidos por el poder hipnótico de la sangre ajena, los agarradores de rábanos por las hojas han tomado sin permiso los cadáveres de los dibujantes asesinados y los enarbolan como mártires de algo que llaman, con una jeta de alabastro, derecho a ofender.

Lo formulan así, a la brava y con esa chulería tan progresí, como la facultad inalienable que tienen determinados seres humanos para zaherir, vilipendiar, afrentar o, más llanamente, tocar las pelotas a quien les apetezca. Por supuesto, sin pararse en barras ni miramientos: si a alguien (con el certificado de ofensor autorizado en regla, se entiende) le pide el cuerpo tildar de asesino, ladrón, violador o pederasta a un mengano al que tiene ojeriza, o incluso sin tenérsela, puede y debe hacerlo sin temer ninguna consecuencia que no sea el aplauso borrego de los que disfrutan con los linchamientos, que por desgracia, son legión. Va de suyo que a la persona receptora de la descarga dialéctica no le queda otra que joderse y aguantar. Se abstendrá de obrar a la recíproca, so pena de ser considerada floja de tragaderas, vengativa, fascista y, en resumen, enemiga de la libertad de expresión.

En uso de la que reclamo para mi, me atrevo a señalar que se me ocurren muy pocos planteamientos tan reaccionarios como este, que no es más que una ruin y cobarde apología del maltrato verbal ejercido a discreción, unidireccionalmente y sin posibilidad de defensa.

¿Libertad de qué?

Espero que la riada emotivo-exibicionista haya bajado lo suficiente como para poder señalar, siquiera con sordina y la mayor de las humildades, que la matanza de Charlie Hebdo atañe —menuda perogrullada— al derecho a la vida y a la dignidad humana más básica. Se me escapa por qué siendo tan fácil la identificación de lo que estaba en juego, se ha pretendido reducirlo a una cuestión de libertad de expresión. ¿Quizá porque lo ponía a huevo para el lucimiento estético a la hora de manifestar el rechazo? Me temo que algo de eso hay. De un tiempo a esta parte, los fondos de las protestas, es decir, las injusticias que las provocan, se convierten en excusa para el derroche creativo. Más importante que la reivindicación son la pegatina, el avatar, la escarapela, o el lema resultón en que se plasma. Qué farde de lápices molones y de eslóganes chachivoluntaristas. ¿De verdad cree alguien que la risa mata al terror o que un carboncillo es capaz de derrotar a un Kaláshnikov? Así nos lucirá el tupé… mientras seamos capaces de conservarlo, claro.

Pero no quería llegar ahí, sino a otro fenómeno hermano o medio primo, como es la sacralización bufa de la mentada libertad de expresión. Ya señalé el otro día la patulea de hipócritas que se han sumado a la martingala, y en la cabecera de la manifestación de París, copada de bribones, tuvimos la irrebatible prueba del nueve de la impostura que se gasta. El corolario es que a esa libertad tan manoseada le ocurre lo mismo que a la presunción de inocencia, que habiendo nacido como protección para los decentes, termina sirviendo como salvoconducto a los canallas.

Manga de farsantes

Ahora que vamos despacio, vamos a contar hipócritas, tralará. No tengo el menor problema en encabezar el censo con mi humilde persona. Lo hago, no porque albergue conciencia de renuncio, sino por pura higiene preventiva; por acción u omisión, todos somos culpables, y si no es así, vendrá alguien a señalarnos como tales. Me ofrezco voluntariamente para el acollejamiento ritual, pero inmediatamente añado a lista de farsantes a esos que, tras la matanza de París, andan echando loas a la libertad de expresión al tiempo que promulgan leyes mordaza o aprovechan las ya existentes para castigar la difusión de ciertos mensajes inconvenientes. Son los mismos, por cierto, que en época no lejana ordenaron cerrar medios de comunicación porque les salió de allá donde ustedes están pensando.

Cuidado, fondo norte. Congelen esa ovación que me iban a dispensar, no sea que alguno figure también en el inventario de impostores, que continúa con los que desde la misma cuenta de Twitter a la que han puesto como avatar el lema Je suis Charlie Hebdo suelen pedir el cierre de los medios de la caverna o el entrullamiento de Marhuenda, Inda y demás bocabuzones diestros. Eso, cuando no se aboga directamente por calzarles unas hostias o algo más contundente.

Y entrando en mayores, cómo olvidar a tanto digno que en las últimas horas no deja de adornarse con soflamas sobre los asesinos de las palabras, cuando apenas anteayer aplaudieron con las orejas (o callaron como piedras, que viene a ser muy parecido) ante los cadáveres de José María Portell o José Luis López de Lacalle, periodistas o cuentacosas apiolados por ETA.

Por qué escribo sobre Podemos

Nadie me preguntó por qué escribí tantas columnas sobre —o sea, contra— el gobierno de Patxi López. Tampoco me piden explicaciones cuando atizo a Barcina, el PSN, la Conferencia Episcopal, el FMI, o Rajoy y su gabinete en pleno. Ídem de lienzo, respecto a las incontables chapas que me he largado sobre normalización, soberanía, pobreza, corruptelas o inmigración. Como es lógico, cuando abordo esos asuntos, puede caerme una porción razonable y hasta razonada de soplamocos que encajo según el despertar que haya tenido. Nada comparable, sin embargo, a la galerna de bilis que se me viene encima cuando se me ocurre dedicar estas líneas a la formación de los circulitos, y no lo hago postrado de hinojos o aplaudiendo con las orejas, únicas actitudes que permiten los believers pablistas, monederistas o errejonistas. Y acompañando las bofetadas, la pregunta que, como les decía, sobraba en las cuestiones que mencionaba en las líneas de arriba: ¿Por qué escribes tanto de Podemos?

La primera tentación del tipo de barrio que soy es contestar que lo hago porque me sale de los pelendengues. Aunque suene procaz, me parece menos violento que tener que aclarar a personas talluditas que esto de la opinión está relacionado, además de con la libertad, con la actualidad. Se opina, mayormente, de las materias que son noticia. Y resulta que Podemos no solo es noticia, sino martingala machacona con serias posibilidades, según ni se sabe cuántos sondeos, de pillar cacho gubernamental en varias instituciones, incluidas algunas muy cercanas. Lo incomprensible y sospechoso sería pasar palabra y silbar a la vía. ¿Estamos?