Aquí no se reforma

Ahí tienen a la Constitución española: 38 años y una mala salud de hierro a la altura de la de aquellos gerontócratas de la URSS que iban superando autopsia tras autopsia hasta que palmaban de aburrimiento. Desde que este servidor recuerda —que es desde el mismo instante de su debate, referéndum y proclamación—, siempre ha estado en entredicho. Que si es un papel, un apaño temporal destinado a caer en cuanto caiga la breve (¡ja!) monarquía de Juan Carlos, un texto mejorable cuando la muerte del bajito de Ferrol esté lo suficiente lejos… Incluso en la época de la glorificación redondomayororejista, cuando los dos partidos turnantes dividieron el censo entre constitucionalistas y lo que fuera, se abría la puerta a unos retoques de chapa y una mano de pintura, siquiera en plan Lampedusa, cambiar para que nada cambie.

Mucha palabrería traducida en ningún hecho. Miento. En realidad, sí ha habido una reforma —más bien ñapa— en el texto supuestamente sacrosanto. El 2 de septiembre de 2011, en los estertores del zapaterismo, PSOE y PP le dieron un meneo al artículo 135 de modo que la soberanía financiera se fue a hacer gárgaras, dejando en manos de los supertacañones de Bruselas la potestad de marcar el límite de déficit que les saliera de la sobaquera.

Es verdad. De entonces a hoy han cambiado unas cuantas cosas. El bipartidismo ya no es lo que era. De hecho, hay una tercera fuerza que ya es segunda en la mayoría de las encuestas. Pero siguen sin salir los números para una reforma de fuste. Desde luego, no en lo territorial ni en la forma de Estado. No digo que me guste en absoluto, solo que es así.

Suárez, un poco tarde

Desde hace unos días, anda revuelto el patio —mayormente, el progresí posturero— a cuenta de una vieja entrevista inédita en la que Adolfo Suárez confiesa a Victoria Prego que en su momento no se hizo un referéndum sobre la monarquía porque las encuestas aseguraban que se perdería. Noticias frescas: la (modélica) Transición fue un trile del recopón y medio. Enternece ver a los recién caídos del guindo clamando por el tongo con carácter retroactivo, como si de pronto hubieran dado con la explicación de por qué estamos donde estamos y han sido como han sido estos últimos cuarenta años. Hay un punto de infantilismo —el habitual, vamos— en esos pucheritos que dan por hecho que de haberse celebrado la consulta, habría ganado la opción republicana y hoy viviríamos en una felicísima Arcadia, no solo libre de Borbones campechanos y/o preparados, sino gobernada por seres justos y beatíficos.

Quien no se consuela es porque no quiere. O en este caso, porque desconoce la Historia reciente, empezando por todo lo que tiene que ver con el personaje central de la trama. No diré, como algún desalmado, que en la época en que pegó la largada de marras, Suaréz había caído en las garras del Alzheimer. Está documentado que la enfermedad le sobrevino un tiempo más tarde. Sin embargo, por aquellos días de 1995, el hoy mitificado padre de no sé qué libertades era un pobre desgraciado que inspiraba más lástima que respeto. Y eso, sin contar con la legión de agraviados y envidiosos de diverso pelaje que directamente le odiaban. Por lo demás, tenía dichas cosas bastante más graves que esa revelación. Les animo a buscarlas.

Plácida Borbonidad

Francamente, no sé si decirles que parece que fue ayer o hace un par de glaciaciones cuando vimos la imagen que nos van a atizar tres o cuatro millones de veces a lo largo de esta jornada. Un año redondo de la tocata y fuga del Borbón mayor a sus borbonadas crepusculares y de su inmediata sustitución por el joven pero sobradamente preparado. ¿Recuerdan a los que, igual con un canguelo notable que reventando de felicidad, vaticinaban el desparrame para siempre jamás de la monarquía? Pues ya ven qué tino en el pronóstico. Aunque al vástago de Juan Carlos le pitan lo reglamentario en las finales futboleras que ahora le cumple presidir, si hacen números en serio, comprobarán que su reinado marcha con una enorme placidez.

Reconozcámoslo: la operación Borbón y cuenta nueva ha sido un éxito. No diré que sin precedentes, pues gracias a mi provecta edad, tengo muy presente que estamos ante una repetición. Este cambiazo de trileros del Retiro nos lo dieron prácticamente idéntico con su viejo, al que los optimistas llamaron El breve para asistir después a su eternización. Bastaron entonces dos pases de magia mediático-cortesana y, sobre todo, unas manos de barniz legitimador a cargo de presuntos republicanos de tronío —mayormente, Carrillo, Felipe y (me parto) Tierno Galván— para consumar el birlibirloque.
¿Y quiénes están jugando hoy el papel(ón) de palafreneros? Ahí tienen a Ken Sánchez, corriendo al teléfono para expresarle al marido de Letizia Ortiz su solidaridad tras el trago del Camp Nou. O a la vanguardia de Podemos proclamando a lo Pujol que el debate Monarquía-República no toca hasta nuevo aviso.

Nada personal

Todo lo que cabe pedirle al rey —es decir, exigirle— es que devuelva lo que no es suyo y se quite de en medio. Lo demás es entrar en el juego y aceptar, aunque sea por pasiva, que a estas alturas del tercer milenio tiene sentido que la jefatura de un estado sea hereditaria por vía inguinal. Incluso si el destino nos deparase al más justo y benéfico de los monarcas, deberíamos poner pie en pared y renunciar a la hipotética felicidad que nos hubiera de traer, simplemente por una cuestión de principios. Hay que acabar de una vez con la anomalía histórica, con el tremendo anacronismo. Punto. Hasta plantear un referéndum es conceder carta de naturaleza a lo irracional. ¿Sería admisible, por más que lo apoyase una mayoría, que todas las instancias de gobierno, cargos judiciales o empleos públicos fueran hereditarios? Ahí dejo la pregunta.

Hago estas anotaciones sin albergar ninguna inquina especial por el ciudadano Felipe de Borbón y Grecia. Pasando por alto que, como dice Luis María Anson, lo más parecido a un Borbón es otro Borbón, no dudo de que este en concreto tenga la preparación del copón y medio que le cantan los juglares. Y seguro que es un tipo sensato, moderno, cabal, menos dado a la jarana y a los caprichos bragueteros que su antecesor, con un círculo de amistades que no desprende tanta caspa, amén de esposo ejemplar y cariñosísimo padre, como hemos podido ver. Todo eso estaría muy bien si se tratara de tomarse unas cervezas o unos cafés con él o, por qué no, de votarle en unas elecciones en las que se enfrentara de igual a igual a otros candidatos. Pero ya sabemos que ese no es el caso.

Militar, por supuesto

Qué pena por las crónicas del colorín, que no podrán decir que su nueva majestad vestía un sobrio pero elegante traje gris marengo el día de su coronación. De entre su amplio guardarropía, el sucesor del sucesor del bajito de Ferrol escogió (o le escogieron) las galas de milico, que le sientan de pelotas a un tío con tan buena planta, sí, pero que sobre todo cantan la gallina sobre de qué va esta vaina de la monarquía parlamentaria. En última y primera instancia, el rey, o sea, el jefe del Estado, es un soldado y su mando en plaza lo es porque es el capitán general de todos los ejércitos. Como ironizaba la otra noche en Gabon de Onda Vasca el historiador Luis de Guezala, se ha cumplido el anuncio del golpista y torturador capitán Muñecas el día que acompañó a Tejero a secuestrar el Congreso: “Estense tranquilos, que enseguida vendrá la autoridad competente, militar, por supuesto, a determinar qué es lo que va a ocurrir”.

Pues ahí llegó, 33 años después, el que entonces era un crío que ya jugaba con un cetme hecho a medida, a ponerse al frente de la unidad de destino en lo universal. Vale, no exagero, lo último no lo dijo, pero lo otro lo silabeó: “Quiero reafirmar, como rey, mi fe en la unidad de España”. Vino luego, cierto, el disimulo con lenguaje de la Sección de Coros y Danzas, mentando la rica variedad regional y hasta citando a Aresti, que menudo revolcón tuvo que llevarse en su tumba, él, que ni quería que pusieran su nombre a una calle.

Aplaudieron a rabiar todos menos dos a los que unos atizan por haber acudido y otros por el intolerable desprecio. Y al terminar, un desfile, claro.

La república del futuro

Con el recuerdo fresco de la modorra social que tanta culpa tiene en los hachazos que nos han dado, resulta estimulante ver las calles pobladas de banderas tricolores. Sí, por muy españolas que sean; ese sarampión ombliguero ya lo pasé. Más que el trapo en sí, además, lo que me parece digno de encomio es que miles de personas de todas las edades vuelvan a pisar el asfalto y provoquen un cierto tembleque —un cuarto de grado en la escala Richter, tampoco exageremos— a quienes estaban acostumbrados a pastorear la manada sin el menor contratiempo.

Aplaudido el afán de movilización y lo que supone, no puedo dejar de señalar, sin embargo, que no acabo de conectar con el enfoque de la mayoría de las reivindicaciones. O mucho me equivoco, o esa república que se reclama es una que, como escribí en el último aniversario, solo existe en una mitología quizá bienintencionada pero pésimamente documentada. Siento pinchar el globo, pero aunque la queramos tanto porque nuestros abuelos murieron por ella y porque los peores asesinos la destruyeron con saña, la segunda república no puede servirnos hoy de modelo, y menos, con tales dosis de cándida y desinformada idealización. Volteando el argumento, diría incluso que lo que nos vale de aquellos años tumultuosos son sus múltiples errores para empeñarnos en no repetirlos.

Lejos de estridencias o postureos, anoto que mi aspiración es la primera vasca, pero me apunto de buen grado y sin que se me caiga ningún anillo a pelear por la tercera española. Quisiera, eso sí, que, evitando caer en la amnesia, la que hagamos no sea la república del pasado sino la del futuro.

Digamos No

Paradojas interpretativas: la abstención presencial del PNV sobre la ley de sucesión express va a ser ampliamente entendida como un disimulado voto favorable a la continuidad borbónica, mientras que la inhibición ausente de Amaiur se glosará como un pedazo de rechazo del recopón y medio. Que me lluevan las collejas si procede, pero no veo diferencia esencial entre una y otra postura más allá de la presentación en el plato, acorde con la querencia mayor o menor hacia la barrila de cada formación. Leídos, escuchados y hasta comprendidos los argumentos de ambas para obrar así o asá, debo decir que no comparto ninguno de los planteamientos. Fíjense que quien esto escribe arrastra el baldón de la equidistancia militante y el refocile en las medias tintas, pero en la cuestión que se dilucida defiendo que solo caben dos pronunciamientos: sí o no. Y por descontado, me apunto a lo segundo, a un no rotundo gritado a pleno pulmón y hasta con un pelín de cara de mala hostia. Máxime, cuando el 90 por ciento cortesano del Congreso (que ya no representa ni de coña a la misma proporción de la sociedad) va a asegurar el éxito del trile.

Esta es una oportunidad para decirle tararí, no solo a la monarquía en general, sino a esta en particular, la del Borbón restaurado y su progenie. Si en 1978 cabía —echándole kilos de buena voluntad— aplicarle al Capeto el beneficio de la duda, hoy tenemos casi cuarenta años de hechos contantes y sonantes que demuestran que este linaje, da igual quién sea el titular y cuántas visitas nos haga, ha estado, está y estará al frente de los que no nos dejan decidir qué queremos ser.