Reconocer el daño injustamente causado es, miren ustedes qué perogrullada, reconocer el daño injustamente causado. Y hacerlo a pelo, porque sí, porque siendo imposible esa reparación de la que tanto se habla en vano, es lo menos que se le debe a quien se le provocó el sufrimiento, una disculpa. Pero no una de trámite en media línea perdida por ahí, como si todo el mal hubiera consistido en un pisotón al subir al autobús o fuera producto de un malentendido tonto. Algo de más fuste, pensado, elaborado, que se note que ha llevado su tiempo y que parte de la absoluta sinceridad. Tampoco vale apostillarlo con que si yo no empecé, a otros que han hecho cosas peores no se les pide lo mismo, es que había un conflicto… ni demás prosa justificatoria. Aunque las acciones se hayan dado en un contexto muy determinado, cada una es personal e intransferible.
¿Es que acaso hay que humillarse? No va por ahí. Un exceso de flagelo sonaría demasiado artificioso y habría motivos para desconfiar. Basta con unas gotas de naturalidad y otras de empatía, sin perder nunca de vista que incluso las palabras mejor escogidas y dichas no serán capaces de restaurar los estragos cometidos.
Se nos suele olvidar —o directamente no queremos contemplarlo así— que estamos hablando de una cuestión puramente moral. Es fatal mezclarla con las estrategias políticas coyunturales o vincularla, como se está haciendo, con la obtención de hipotéticos beneficios penitenciarios. Si queremos que el reconocimiento del daño causado tenga algún sentido o algún valor, no podemos ni exigirlo ni ofrecerlo a cambio de contrapartida alguna.