Cuando a un amigo mío, gallego de manual, le saludan con el clásico “¿qué tal?”, él responde con otra pregunta: “¿comparado con quién?”. Más allá de lo ingenioso de la salida, en ella hay mucha filosofía. Si nos paramos a pensar, lo que somos o cómo estamos depende de con qué o con quiénes se relacione. Al lado de George Clooney, somos más feos que Picio, pero junto a Quasimodo podemos llegar a tener un aquel. Esta versión de andar por casa de la teoría de la relatividad de Einstein la aplicamos a casi todo. Muchas veces nos sirve como consuelo —siempre hay otros que están peor—, pero en demasiadas ocasiones nos conduce también a callejones sin salida e inútiles discusiones bizantinas.
Es lo que nos está ocurriendo respecto a la clasificación y estabulación de las víctimas de conculcaciones de derechos humanos según su victimario. Frente a lo que dictan el sentido común y unas gotas de empatía, se ha interpuesto una palabra perversa: equiparación. Como si el sufrimiento no fuera estrictamente íntimo y personal —y por tanto, imposible de comparar— alguien ha decidido establecer categorías con las personas que han sido objeto de padecimiento. En el escalón más alto estarían las víctimas de ETA y de ahí para abajo, cuando no directamente fuera de consideración, todas las demás.
Lo peor es que esto no obedece a sentimientos primarios, que serían tal vez humanamente compresibles y hasta excusables, sino a la fría y calculada determinación de no ceder el monopolio del dolor. En ese empeño, los que se pasan la vida acusando de insensibles a los demás llegan a la bajeza zafia de negarse a reconocer, por ejemplo, que los muertos de Gasteiz de marzo de 1976 lo fueron por una actuación policial intencionadamente homicida. No se dan cuenta, o quizá sí, de que su cerrazón los retrata como justificadores o incluso cómplices de un tipo de vulneraciones de derechos. Sólo de uno, por supuesto.