¡Vaya! Ahora resulta que salen defensores de los derechos humanos hasta debajo de las piedras. La de muertos que nos habríamos ahorrado si hubieran aparecido antes. ¿Dónde estaban cuando tanto los necesitamos? No contesten. Era una pregunta retórica. Vale, retórica y además cínica. Lo bueno, lo malo y lo regular de nuestra tragicomedia es que, en general, nos conocemos demasiado. Y si no nos conocemos, nos inventamos mutuamente al gusto y a discreción. A mi, por ejemplo, hoy creo que me toca ser un fascista y un enemigo del pueblo. Qué se le va a hacer, no se puede ser todo el rato el puñetero amo de la barraca, como cuando escribí el otro día acerca de la impunidad de los GAL o hace dos martes eché unos espumarajos sobre la operación contra Herrira. Entonces las collejas —filoetarra cabrón, iras al paredón— vinieron del otro fondo. ¿Algún siglo de estos dejaremos de ser tan previsibles?
No, la idea no es mía, ya quisiera. Se la he tomado prestada a Jonan Fernández, otro que sabe lo que es recibir por babor y por estribor o, como el torero, dividir al respetable entre los que se acuerdan de su padre y los que lo hacen de su madre. Creyéndome descubridor de la pólvora, le pregunté hace un par de noches en Gabon de Onda Vasca por la visceralidad de las reacciones a favor y en contra de la decisión de Estrasburgo sobre la doctrina Parot. Visceralidad, sí, ¿qué les parece? Se me había ocurrido a mi solo echando un cigarrillo en el quicio de la puerta de la emisora. Tal cual se la centré al secretario de Paz y Convivencia del Gobierno vasco para que la rematara a la escuadra, pero él la dejó pasar y, a cambio, se sacó de la chistera lo de la previsibilidad de las declaraciones y lo morrocotudamente bueno que sería que alguna vez alguien se saliera del guion para decir lo inesperado. Ofrezco mi respeto y tal vez mi voto al primero o la primera que diga lo que menos me hubiera imaginado.