Releo mi columna de ayer. Es verdad, como me han hecho ver no pocos lectores, que resulta muy dura. ¿Cambiaría algo 24 horas más tarde? Quizá movería esta coma, acortaría aquella frase, afinaría la metáfora de más allá. Respecto al tono y al contenido, sin embargo, me confieso incapaz de tocar nada. He hecho el ejercicio de rescribirla mentalmente, e incluso con otras palabras, el producto sigue siendo igual de áspero, seco, descarnado, frío, quizá más cínico en lo aparente que en lo real.
Entiéndanme. No me alegra la muerte (nada accidental) de Miguel Blesa. Pero tampoco me entristece lo más mínimo. Si rebusco entre mi menaje sentimental, como mucho, llego a una cierta indiferencia resabiada. ¿Falta de respeto? Estaría por jurar que no he pasado esa frontera, aunque sin solución de continuidad, declaro que tampoco me sentiría especialmente incómodo por haberlo hecho. Ya les he anotado aquí mismo con ocasión de otros lutos célebres que abandonar la condición de vivos no nos convierte en mejores seres humanos. En el caso que nos ocupa, este principio va a misa.
Por lo demás, y aunque sé que bordeo la demagogia, me siento mucho más cerca de las miles de personas estafadas impunemente por el difunto y su cuadrilla de mangantes de cuello blanco. De hecho, si algo lamento de verdad de la marcha al otro barrio del individuo, es que no pagará en un tribunal por todo el mal que ha causado con total intención de hacerlo. Claro que tampoco se me escapa que si continuara respirando, seguiría, como hasta el segundo antes de quitarse de en medio por su propia mano, yéndose de rositas. No sé si me explico.