La madre de Garzón

Palabras de Baltasar Garzón Real en una entrevista-masaje para promocionar el enésimo libro en el que se casca una manola a mayor gloria de sí mismo: “No me voy a olvidar del dolor que han causado a mi madre con todo esto”. El otrora juez que veía amanecer se refería a su descabalgamiento de la judicatura después de haber defraudado a aquellos poderosos amiguitos para los que rindió tantos servicios.

Qué rostro. Reparen en la frase de nuevo, y piensen en cuántas y cuántas víctimas de las arbitrariedades de Garzón podrían repetir exactamente lo mismo. “Coño, Don Javier, es algo gratuita esa comparación, digo yo. Seguro que hay alguna diferencia con narcos y terroristas”, me replica un tuitero, perfecto representante de muchísima buena gente de fuera de Euskadi que tiene un gran concepto del dandy de las sienes plateadas. Tremenda tarea, y estoy viendo que también baldía, explicarle a mi interlocutor que en la lista de damnificados por este individuo se cuentan mayoritariamente hombres y mujeres que pasaban por allí. Eso, sin mencionar que incluso los culpables gozan de unos derechos que eran sistemáticamente ignorados cuando las operaciones político-policiales llevaban su firma.

No es la primera vez que escribo, y me temo que no será la última, aunque sirva para poco, que Garzón ha sido objeto de un tipo de faena jurídica que por algo recibe el nombre de garzonada. Manda muchas narices que él, que retorció la ley a discreción, vaya por ahí haciéndose el ofendido. Y aun resulta más increíble y desolador que, con la bibliografía que tiene presentada, haya quien le compre la moto averiada que vende.

Heteropatriarcado y tal

¡Jopelines con el Heteropatriarcado, así en bruto y sin más matices! ¡Resulta que compró un fusil y una pistola más baratos que un Iphone, entró a un local gay de Orlando, se lió a repartir plomo, y dejó 49 muertos y 50 heridos! ¿Que el que hizo eso era un tipo con nombre y apellidos, unas creencias muy concretas y un largo historial de nauseabundo hijoputismo intolerante en el nombre de un tal Alá? ¡Oigan, oigan, no criminalicen a los criminales! Lo dejamos en el mentado tiro por elevación, como hizo, entre otros muchos cobardes —¿O quizá cómplices?—, el irreconocible nuevo rico de la política Alberto Garzón, y pasamos a lo que importa, que es el baboseo posturil de los lamentos plañideros.

Qué molona, la bandera arcoiris poniendo carita triste. Qué requetechulas, las frasezuelas de a duro espolvoreadas en Twitter con estomagante paternalismo, repletas, con un par de narices, de exaltadas proclamas a favor de la libertad para sentir y amar. Ni una puñetera palabra sobre qué y quiénes específicamente tienen establecido, no ya el desprecio, sino el aniquilamiento sistemático de cualquiera que se atreva a poner en práctica esas libertades.

Marieme-Hélie Lucas, que es mujer, argelina y feminista, le llama a eso holgazanería izquierdista. Y añade: “El Islam político recibe por parte de la izquierda un tratamiento muy diferente del que recibe cualquier otro movimiento popular de extrema derecha que actúa con disfraz religioso. Yo diría incluso que el Islam recibe un tratamiento diferente del que recibe cualquier otra religión”. No cabe esperar, claro, que las almas puras vayan a darle ni media vuelta.

Baltasar embetunado

¡Extra, extra! ¡En la cabalgata de los reyes magos de Iruña Baltasar seguirá siendo un señor blanco —o quizá sonrosado— con la cara embetunada! “¡Y no se olvide de los labios pintados de carmín!”, me apunta al oído, siempre atento a los detalles, el alcalde Asiron, que no gana para bullas tan al gusto de los herederos de Garcilaso y otros santos mártires desplazados de la poltrona. Qué caray, de esos, y de unos cuantos más como el que suscribe y algunos de los que leen, que nos apuntamos a opinar de lo que caiga.

¿De verdad hay materia? Fuentes dignas de todo crédito —por lo menos, para este forastero que teclea desde el lugar en que Euskal Herria (casi) empieza a ser Cantabria— me aseguran que, en realidad, todo es una pura cuestión de ego. En concreto, del ser humano que encarna a su imaginaria majestad, que hasta en San Fermín va a los toros ataviado de tal. No crean que es el único caso; ya conozco yo otra media docena de tipos que llorarían mares si en sus poblachos correspondientes no les dejaran salir emperifollados en los desfiles de fantasía del 5 de enero.

Cabe, si nos apetece, convertir la vaina en tremebunda afrenta a la multiculturalidad, ese invento tan profundamente paternalista y, por lo mismo, racista. Pero metidos a progresistas fetén, no hay que detenerse ahí. La enmienda debería ser a la totalidad. En este edén de tolerancia religiosa, no habría por qué tragar la imposición, sufragada en parte con pasta pública, de una tradición netamente cristiana. Por no hablar, claro, de la apología de las monarquías despóticas que implica. Y si nos ponemos, hasta de la promoción magufa.

La guerra de los taxis

Sigo con atención y cierta perplejidad lo que, con nuestro habitual gusto por la épica, los medios hemos bautizado como guerra de los taxis. Mi primer apunte del natural al respecto es que si hace apenas quince días el común de los mortales, empezando por el que suscribe, no tenía idea de la existencia de la tal plataforma Uber, ahora la conocen decenas de miles de personas. Efecto Streisand de manual, impagable e impagada campaña publicitaria para lo que, por mucha modernez que la envuelva, no deja de ser otra empresa más con su estrategia para conseguir cuota de mercado y, por descontado, ánimo de lucro.

Ahí entiende uno que debería terminar la bronca. Si compite y busca lograr beneficios, debe someterse a las mismas reglas que cualquier otra compañía: obtiene su licencia de actividad, cumple los requisitos concretos del sector, acuerda unas condiciones con sus trabajadores o colaboradores y, naturalmente, paga sus impuestos. Obviamente, el precio final del producto ya no sería tan atractivo y el negocio no resultaría tan redondo, gajes de la economía de mercado regulada.

Me sorprende de este caso —o quizá no— que los más progres del lugar se hayan erigido en defensores de los vivillos promotores del invento. Cual furibundos neoliberales de la escuela de Chicago andan pontificando que cada quien se lo monta como quiere, que el Estado no es nadie para meter sus zarpas en una iniciativa social (hay que joderse) y que lo que tienen que hacer los taxistas tradicionales es espabilar, o sea, currar más por menos. Y al de un rato, te los encuentras echando pestes del malvado capitalismo. Coherencia.