Mis condolencias a los lectores censados en Barcinalandia. Por unos centímetros en el mapa y un quítame allá este Amejoramiento, no van a disfrutar del enorme privilegio que es vivir en Patxinia, territorio oficialmente libre de crisis desde anteayer. A Idoia Mendía (con d, no con t), portavoz del benemérito Gobierno del oasis, le faltó pedir que leyéramos sus labios. “No habrá recortes en 2012”, anunció toda ufana. Si creen que es imposible mejorar una noticia así, aguarden, porque en el mismo viaje, la cuentacuentos homologada del Ejecutivo López añadió que, de hecho, desde que sus reales se asientan en Lakua, jamás se ha metido la tijera a ningún servicio esencial. Está grabado.
Les concedo unos segundos para asimilar el prodigio, pero ya les avanzo que por más vueltas que le den, no encontrarán mejor explicación que la obvia: no hemos visto lo que hemos visto ni hemos vivido lo que hemos vivido. Todo, absolutamente todo, ha sido producto de nuestra imaginación. El hachazo a la renta básica, el mordisco a los funcionarios, el tantarantán a las ayudas al euskera y, por descontado, las razzias en sustituciones en la enseñanza y Osakidetza no han sido más que malas pasadas que nos ha jugado la mente.
Fíjense hasta dónde llega la sugestión, que aunque para ustedes sea un recuerdo real, tampoco es verdad que Patxi López se tirase toda la semana pasada llorando por las esquinas que las pérfidas y anacrónicas Diputaciones no le dejaban liarse a poner recargos fiscales. ¿Que le oyeron decir que las arcas estaban vacías y que caminábamos hacia el abismo ante la indolencia foral? ¿Que jurarían que eso mismo lo largó el dicharachero consejero Carlos Aguirre? Nada, un mal sueño, la trastada de algún duende abertzaloso o patrañas de esos resentidos del Grupo Noticias. Patxinia va bien. Muy pero que muy bien. ¿O es que no vieron el fiestón a todo lujo y todo trapo de la otra noche en Fitur?
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La veda del funcionario
Ya es oficial: se ha abierto la veda del funcionariado. En Catalunya y Castilla-La Mancha han empezado con munición mediana. En la CAV, de momento, con tiragomas, pero ya se ve que las primeras medidas adoptadas por el Gobierno López para tocar el bolsillo y los derechos de los empleados públicos —incluyendo una moción de tapadillo en las enmiendas presupuestarias— son apenas el trailer de la película que estará próximamente en nuestras pantallas. Y para que nadie me afee que ya estoy con mis obsesiones en bandolera, añado que un ejecutivo de otro color habría actuado igual que este. Aquí la partitura la escriben otros. No es casualidad que las descargas verbales del presidente de la patronal española contra los empleados de la administración vayan ganando octanaje de declaración en declaración.
En un mundo ideal, limpio de trampas e intereses bastardillos, no habría nada de malo en acometer un debate así. Es absolutamente legítima la preocupación por el tamaño y la utilidad exacta de la plantilla pagada a escote por todos. Su optimización con arreglo a las necesidades reales será en beneficio común. No oculto, incluso, que me cuento entre quienes piensan que se debe racionalizar la función pública y, desde luego, cerrar la puerta a comportamientos parasitarios que, como tengo ojos, veo exactamente igual que todo quisque.
Ocurre, desgraciadamente, que esa idea que acabo de citar como excepción o simple dato entre otros muchos, se nos vende como norma general e indivisible. Si siempre ha pesado sobre los funcionarios y funcionarias la sospecha de que se pegan la vida padre sin dar golpe, en los últimos tiempos el recelo se ha multiplicado por diez y ya es pura inquina. En ese terreno interesadamente abonado no hay lugar para el debate. Ahí sólo juegan las tripas, que vitorearán a los gobernantes que empuñen la podadora contra los supuestos privilegiados. Por eso lo hacen.
Cruz o cruz
Nos dicen que Europa se juega hoy su futuro. Deben de ir ya como veinte veces en medio año. En todas se ha repetido exactamente el mismo ritual: toque a rebato, anuncio preventivo de un apocalipsis más atroz en cada capítulo, amago de bronca entre los líderes y final feliz en el último minuto, con los cronistas contándolo como si fuera la caraba y las bolsas de borrachera para celebrarlo. Tres o cuatro días después llegaba el clavo monumental en forma de índices que bajaban el doble de lo que habían subido, y vuelta a empezar. De nuevo, a convocar otra cumbre salvadora, no sin antes esquilar una punta más el estado del bienestar para poder presumir a la llegada a Bruselas de haber hecho los deberes.
Tendríamos que sabernos de corrido la canción, pero a fuerza de acojonarnos, consiguen convencernos de que la que viene es la buena, la definitiva, la que marcará el antes y el después, la que determinará quién puede seguir jugando a la ruleta rusa y quién se queda para los restos en la cuneta. Lo terrible es que las opciones que nos ofrecen son cruz o cruz. La única diferencia es el tamaño de los clavos con que nos fijarán al travesaño y si nos quemarán o no las palmas de los pies. Y como la psicología funciona, nos damos por afortunados si sólo nos arrean treinta y nueve latigazos en lugar de cuarenta.
¿Qué hacer? Poca cosa, desgraciadamente, porque también nos han metido en la cabeza que si protestas te hace más daño y no están los tiempos para heroicidades. Como mucho, se puede echar un vistazo a ver si hay un prójimo que vaya a salir peor parado, que siempre consuela mucho comprobar que hay otros que pringan un poquito más. Lo demás es ir agrupándose dócil y resignadamente a las puertas del desolladero y aguardar turno en animada tertulia sobre cuánto le queda a Montanier o sobre si mola más un HTC, un Iphone o la Blackberry. Aunque quizá haya otras alternativas, quién sabe.
Un debate necesario
Con esa capacidad ampliamente demostrada para llevar a su socio del ronzal, el PP ha conseguido que el PSE se olvide de lo que defendió hasta anteayer y acepte darle un tiento a la renta de garantía de ingresos de la CAV. Incluso los medios más afines —o menos picajosos— con la mayoría gubernamental han resumido la reforma como un endurecimiento de los requisitos para acceder a las ayudas y, aunque sea elípticamente, como un nuevo recorte de derechos sociales. Sería, pues, muy fácil —y más desde estas páginas— sacar la garrota dialéctica y poner a escuadra a los moradores de Lakua por el enésimo mordisco al trozo del estado de bienestar que conservamos por aquí arriba.
No lo haré, sin embargo. El reparto de estopa tendría como único resultado embarrar un debate que, en mi opinión, debería estar limpio de deudas pendientes y tirrias ideológicas o partidistas. También de ideas preconcebidas o mantras que jamás se han sometido a una mínima reflexión crítica. Puestos a pedir lo imposible, el intercambio de opiniones debería estar presidido por una ausencia total de miedo al qué dirán y por la disposición al acuerdo más allá de las siglas.
Esa improbable puesta en común comenzaría planteándose si el actual sistema de protección cumple con las nobles intenciones que guiaron su nacimiento. La respuesta amable es que sí. Se ha echado una mano importante a miles de personas que lo necesitaban de verdad. Podemos y debemos sentirnos satisfechos por ello. Eso está en el haber, pero hay también un debe.
Para empezar, un colectivo no pequeño se ha quedado fuera simplemente porque se le hace un mundo rellenar un impreso y no tiene quién le ayude. De entre los que sí saben moverse en el charco burocrático, hay una parte que ha aprendido a apañárselas en la llamada exclusión y no aspira a salir de ahí. Una herramienta creada para luchar contra la injusticia social la ha profundizado. Reflexionemos.
Lagarde, la de los 380.000
Christine Lagarde, flamante baranda del Fondo Monetario Internacional, ese oscuro club de sabios -mayormente, listillos- que no jipiaron la crisis cuando la tenían enfrente de las narices, se embolsará 380.000 euros al año. Cantidad neta, ojo, que en la élite de los galácticos de las finanzas, el fútbol, el cine o la música no parece manejarse el concepto “bruto”, que hace que el común de los mortales descubramos cada año que en realidad cobramos menos de la mitad de lo que dicen los papeles. Nótese, para mayor ensanchamiento del escándalo, que la susodicha no gastará de su bolsillo un puñetero clavel. Cada café que se tome, cada lujosa suite de hotel en la que se aloje, cada Mercedes que la traslade de sarao en sarao le saldrán gratis total.
Y el dato definitivo que invita a llorar dos océanos: la mareante cifra será revisada anualmente… ¡en función del IPC! No hay pelendengues, claro, a basar la subida en la dichosa productividad que en su propia doctrina es mano de santo para los currelas de a pie. En resumen, que se la refanfinflará si Grecia se va definitivamente al guano y, detrás, Portugal, Irlanda, España o quien sea. Su millonada y su correspondiente incremento anual están a salvo de esas pequeñeces. ¿Es ser muy mal pensado sospechar que no se va a dejar la piel en algo que, a fin de cuentas, no le va a afectar personalmente en absoluto?
Con todo, sentirá la necesidad de justificar el pastizal o, más probablemente, de trabajarse un futuro en el Eliseo para cuando lo deje Sarkozy, y cada equis la veremos ofreciendo sus recetas infalibles para salir del agujero. No hay que tener tres másters para adivinar en qué consistirán: guadaña y más guadaña. Con un par nos dirá -y los respectivos gobiernos actuarán en consecuencia- que en la situación actual los estados no se pueden permitir ciertos lujos. Ella, sin embargo, se los podrá permitir todos. 380.000 euros dan para mucho.
Tal vez un gesto inútil
Haré huelga, sí. Mañana mi columna no estará en estas páginas y mi voz no sonará en Gabon, ese refugio de puertas siempre abiertas y cada vez más frecuentado en la sintonía de Onda Vasca. Casi todos los argumentos racionales, empezando por el hecho de que quienes van a resultar directamente perjudicados por mi decisión nada tienen que ver con el monstruo invisible al que hace frente esta convocatoria, me señalaban que lo más correcto y coherente era no secundarla. Últimamente, sin embargo, mis pasos parecen estar alentados, como cuando tenía veinte años, por una corriente que no parte del cerebro sino de las vísceras. Me gustaría pensar que ha sido el corazón -querría decir que lo conservo- y no el hígado quien me ha hecho apostar esta vez por la belleza del gesto inútil.
Gran apoyo el mío, ¿eh?, que de saque doy por sentado que, salga como salga lo de mañana, cuando nos levantemos el viernes, igual que el dinosaurio de Monterroso, los motivos para el cabreo seguirán estando ahí. Una cosa es que a uno le queden unos gramos de romanticismo seguramente trasnochado y otra muy distinta, que se haya vuelto definitivamente ciego. No se puede tapar el sol con un dedo. Ni la precariedad ni los recortes sobre lo ya recortado van a desaparecer porque durante una jornada hagamos como que estamos muy enfadados y dejemos de respirar.
Vientos y tempestades
Los primeros que lo saben, salvo que hayan agotado hasta la última hebra su capacidad de análisis, son los sindicatos que nos han llamado a la protesta. Y si, además, conservan una mínima reserva de autocrítica, también deberían ser conscientes de su parte de culpa. Confundiendo derechos con privilegios, negando las evidencias y las verdades incómodas, convirtiendo las relaciones laborales en un cuentito de obreros buenos y empresarios malos, ellos también sembraron los vientos que nos han dado como cosecha la tempestad que tenemos encima.
Frente a ella, el único y triste parapeto es un derecho limitado al pataleo que recibe el nombre de huelga general. Cualquiera que no pretenda engañarse tiene claro que se trata de un residuo del pasado. Está por demostrar que fuera útil alguna vez; hoy, sencillamente, es una especie de representación carnavalesca, donde luce lo simbólico y se da por perdida la efectividad. Algo de ruido y ninguna nuez. En el mejor de los casos, una catarsis para que quienes participen en ella tengan la sensación, siquiera temporal, de que no han entregado el partido sin jugarlo o de que tienen vela en este entierro, que es el suyo.