Salga lo que salga

A ese punto hemos llegado: la convocatoria de un referéndum provoca una tremenda zapatiesta entre quienes se pasan la vida dando lecciones de democracia al por mayor. Que es un suicidio, llegó a mentar la soga en casa del ahorcado Jean Claude Juncker, el tipo al que hicieron presidente de la Comisión Europea (premio a quien sepa para qué sirve tal cosa) en uno de los cambalaches de costumbre. ¿Y qué si lo fuera? Los pueblos también son —o deberían serlo, vamos— libres de irse por el despeñadero abajo.

Se ponen unas urnas, se cuentan los sufragios y, acto seguido, se asumen las consecuencias. Doy por hecho que en la otra bancada, la de los cantores de aleluyas a la soberanía popular, se tiene claro que su ejercicio implica esta última parte. Si sí, sí, y si no, no. Después no vale llamarse andanas, pedir revancha o silbar a la vía para aplazar la ejecución de lo que hayan dicho las papeletas, por jodido que pueda parecer. Pasaron los tiempos de las prórrogas. Ni siquiera estamos en los penaltis, sino en el cara o cruz, con la parte levemente positiva de que, en lugar del azar, decidirá la ciudadanía griega.

Hay quien sostiene, y no sin lógica, que la semana que va a mediar entre la convocatoria y la celebración del plebiscito es un periodo demasiado corto como para tomar una determinación de tal magnitud. Ocurre que no hay mejores opciones. Ya van suficientemente forzados (e incluso rebasados) los plazos como para retrasarlo más. El domingo es el gran día. A 3.500 kilómetros de distancia, me declaro incapaz siquiera de intuir cuál de las opciones es la menos mala. Aplaudiré la que salga.

Decidir, según

Además de todas las que glosan los opinadores de mayor y menor erudición, una de las consecuencias más reveladoras del referéndum en Escocia ha sido el cambio de acera, siquiera inconsciente, de ciertas posturas supuestamente inmutables. Así, algunos de los que venían negando a los escoceses su capacidad para pronunciarse sobre su futuro celebran ahora el sentido común y hasta la sabiduría que han demostrado en las urnas esos ciudadanos. Incluso el mismo Rajoy, al subirse con orgullo y satisfacción al carro ganador, pronunció el sustantivo decisión y el verbo elegir, cuando solo dos días antes había equiparado tales términos a un torpedo en la línea de flotación de la Unión Europea.

Pero, cuidado, porque parecida inconsistencia, por no decir incoherencia, se ha evidenciado en la parroquia de enfrente. Si bien es cierto que la mayoría de los partidarios del derecho a decidir han (o sea, hemos) aceptado el áspero ‘no’ apelando al barón de Coubertain —lo importante es participar—, no faltan morros torcidos que achacan la derrota a la inmadurez de los que han votado por mantenerse en el Reino Unido. Farfullan, según los casos, que ha ganado el miedo, el capital o ambos. No solo demuestran un escaso fair play o un desprecio por el mismo colectivo humano a cuya sensatez hacían loas antes de contar las papeletas. También están confesando que, en realidad, lo suyo es de boquilla: las consultas les parecen democráticas únicamente si las ganan. Este que escribe, sin embargo, tiene muy claro que el derecho a decidir implica la posibilidad de perder y, desde luego, la obligación de aceptar el resultado.

Escocia, ¿principio o fin?

Ante la posibilidad, nada descabellada, de que hoy gane el sí en Escocia, algunos uniformistas —gracias por el término, Joxean Rekondo— han corrido a ponerse la venda sin aguardar a tener la herida. Ya no dicen que el proceso es un despropósito ni se esfuerzan en describir las penalidades sin fin que padecerían los ciudadanos del futuro estado independiente. También les empieza a parecer medianamente lógico que la UE acoja a la nueva nación en lugar de condenarla al ostracismo. Como guinda de la ciaboga argumental, Salmond ha dejado de ser un rompepatrias egoísta y desalmado para convertirse en un político cabal que ha sabido guiar a sus conciudadanos, fuera de grandes estridencias, hasta las puertas de tomar las riendas de su destino. Creo no equivocarme mucho si achaco este cambio diametral de opinión al énfasis —diría que excesivo— que el líder del SNP está poniendo en diferenciar el caso escocés de cualquier otro con el que pudiera ser comparado, y en particular, del catalán o, en quinta derivada, el vasco, que ni se contempla.

Ahí está el clavo ardiendo al que se aferra ahora el centralismo español que quiere pasar por más moderado. “Escocia es única”, proclamaba hace tres día el editorial de El País. La idea nuclear, apuntalada por reportajes in situ y entrevistas a personalidades cuidadosamente seleccionadas, era que lo que se ha dado en aquellos parajes se parece como un huevo a una castaña al resto de las aspiraciones de emancipación en Europa. En resumen, que este referéndum, salga lo que salga, supone el una y no más. Comprobado lo voluble de los argumentos, añado: eso ya lo veremos.

Escocia, del no al quizá

En apenas tres meses, los contrarios a la independencia de Escocia han perdido más de veinte puntos. De la goleada de época a un empate que, con razón, ha puesto a un tris de la ebullición la proverbial flema británica. El mismo Cameron debe de estar ciscándose por lo bajini en ese profundo sentido de la democracia que tanto le hemos alabado los que algún día quisiéramos votar sobre lo mismo en nuestro país.

Se me queda muy corta la explicación de los eruditos basada en la pésima campaña y el exceso de confianza de los unionistas. Me valdría si lo que se dilucidara el próximo jueves fuera el tamaño de las señales de tráfico o, por citar algo que nos suene familiar, la opción entre el puerta a puerta y la incineradora. Entiendo que en tales cuestiones la comunicación y/o la propaganda puedan inclinar la balanza. No me entra en la cabeza, sin embargo, que sean capaces de hacer variar (y además en esa proporción) lo que uno suponía que debería ser una convicción hondamente arraigada. Quiero decir que alguien no se hace independentista (casi) de la noche a la mañana. ¿O sí? A la vista de los sondeos, que ya no son uno ni dos, habrá que concluir que tal posibilidad existe.

Lo anoto como uno de los muchísimos aprendizajes que le debemos a la convocatoria de este referéndum. Dado que soy un cenizo impenitente, pese al arreón del sí —con el que simpatizo por motivos obvios—, tengo malas vibraciones respecto al resultado final. Ojalá esté equivocado, pero aun no estándolo, tras el berrinche correspondiente, celebraré haber podido ser testigo de este momento histórico. Algún día nos tocará a nosotros.

Nada personal

Todo lo que cabe pedirle al rey —es decir, exigirle— es que devuelva lo que no es suyo y se quite de en medio. Lo demás es entrar en el juego y aceptar, aunque sea por pasiva, que a estas alturas del tercer milenio tiene sentido que la jefatura de un estado sea hereditaria por vía inguinal. Incluso si el destino nos deparase al más justo y benéfico de los monarcas, deberíamos poner pie en pared y renunciar a la hipotética felicidad que nos hubiera de traer, simplemente por una cuestión de principios. Hay que acabar de una vez con la anomalía histórica, con el tremendo anacronismo. Punto. Hasta plantear un referéndum es conceder carta de naturaleza a lo irracional. ¿Sería admisible, por más que lo apoyase una mayoría, que todas las instancias de gobierno, cargos judiciales o empleos públicos fueran hereditarios? Ahí dejo la pregunta.

Hago estas anotaciones sin albergar ninguna inquina especial por el ciudadano Felipe de Borbón y Grecia. Pasando por alto que, como dice Luis María Anson, lo más parecido a un Borbón es otro Borbón, no dudo de que este en concreto tenga la preparación del copón y medio que le cantan los juglares. Y seguro que es un tipo sensato, moderno, cabal, menos dado a la jarana y a los caprichos bragueteros que su antecesor, con un círculo de amistades que no desprende tanta caspa, amén de esposo ejemplar y cariñosísimo padre, como hemos podido ver. Todo eso estaría muy bien si se tratara de tomarse unas cervezas o unos cafés con él o, por qué no, de votarle en unas elecciones en las que se enfrentara de igual a igual a otros candidatos. Pero ya sabemos que ese no es el caso.

Suiza echa el cierre

Gran puñetazo en el plexo solar de los que cantamos las mañanitas de la democracia participativa. Suiza, esa Ítaca de las consultas donde un fin de semana se pregunta a los ciudadanos si se debe prohibir fumar en los restaurantes y al siguiente si quieren ampliar sus vacaciones quince días, acaba de aprobar en el referéndum número ene la limitación de entrada de inmigrantes. ¿De los subsaharianos, asiáticos o latinoamericanos? Qué va, esos ya estaban descartados de saque y sin mayor escándalo ni rasgado de vestiduras de la megaprogresía ortopensante. Ahora los que sobran, según el sabio pueblo helvético, son sus vecinos de la Unión Europea. Por descontado, rumanos, búlgaros y españoles, pero también —un momento, que me estoy aguantando la risa— franceses, belgas, holandeses… ¡y alemanes!

Si quieren buscar una atenuante, anoten que ha sido por una mayoría exigua. Los favorables a imponer cupos han ganado por apenas 19.500 votos, o lo que es lo mismo, por seis décimas. Pero el resultado vale exactamente igual: al carajo con la libre circulación que, según perciben más de la mitad de los compatriotas de Heidi, suponía una amenaza para la convivencia pacífica. Todo esto, en un paraíso con apenas un 3 por ciento de paro, donde se está estudiando implantar un salario mínimo de 3.300 euros mensuales y una renta básica universal de 2.000.

Lo definitivamente desconcertante de lo ocurrido es que, según las propias autoridades, los flujos migratorios actuales no solo no perjudican tal nivelazo de vida, sino que ayudan a mantenerlo. Quienes votaron lo sabían y también eran conscientes de que la respuesta de la UE sería cerrar la puerta al comercio de productos suizos. ¿Y entonces? Extraigan ustedes las conclusiones correspondientes y, si aún les quedan neuronas y moral, traten de imaginar qué ocurriría en nuestro entorno si somos convocados a un referéndum de características similares. Glups.

Consultas

Como en Grándola, la villa morena que inspiró a José Afonso el himno de la revolución de los claveles, en Karrantza el pueblo es quien más ordena. Por lo menos, en lo tocante a asuntos taurinos. Escuchada su voz soberana y, en consecuencia, inapelable —lo de infalible lo dejamos para otro rato—, las fiestas del Buen Suceso, allá por el final del estío, mantendrán como blasón y santo y seña la tradicional corrida de bichos con cuernos que se llevará 7.200 euros del erario público. Una pasta, sí, para unas arcas que, como casi todas las del entorno, están en el chasis, pero como diría el anuncio de tarjetas de crédito, la democracia no tiene precio. Bien es cierto que se puede dar la vuelta a la frase y concluir exactamente lo contrario, es decir, que el precio de la democracia es arriesgarse a palmar un pico del presupuesto en algo que a bote pronto no parece ni de primera, ni de segunda ni de tercera necesidad. Que ese algo sea lo que servidor considera humildemente un detestable espectáculo cruel me da mucho pensar.

Más todavía, quería decir, porque de hecho, lo que me empuja a escribir estas líneas no es una certeza sino un par de océanos de dudas. Así como otras veces me planto en esta esquina con una o varias opiniones que estoy medianamente convencido de sostener, siquiera en el momento de teclearlas, hoy me toca reconocer que no tengo nada claro que se pueda o se deba consultar sobre todo. Me consta que en la pura teoría no parece haber ningún método mejor para determinar la voluntad popular que preguntar directamente a la ciudadanía. Eso es de perogrullo, ¿verdad? Pero, ¿siempre tiene la razón la mayoría? ¿Es factible darnos sin excepciones lo que demandamos o lo que nos gustaría? ¿Procede someter a votación si preferimos un IVA del 2 por ciento o del 21? ¿Qué ocurriría en un referéndum sobre el mantenimiento de las ayudas sociales a los inmigrantes? Ayúdenme, estoy hecho un lío.