Respeto al ‘no’ colombiano

Hay que joderse otra vez con los demócratas. A miles de kilómetros, no tienen la menor duda de que los colombianos son una panda de cobardes, indocumentados, rencorosos y/o veletas que se dejan manipular por el primer malandrín que vocea cuatro chorradas. ¿Y qué tal una gota de respeto? ¡Venga ya! Los pueblos solo son sabios cuando ejercen el derecho a decidir sin salirse del carril marcado.

Qué gracia más desgraciada, por otro lado, escuchar o leer que se ha optado por continuar la guerra. Con o sin urnas de por medio, los que la han venido haciendo bien pueden parar y probar que su intención es firme. Ni siquiera hablo de pedirles que manifiesten que el cese obedece al imperativo ético y no a la conveniencia estratégica, como ni se ocupan en disimular. Basta que lo dejen y ya. El movimiento se demuestra andando. Sería magnífico comprobar, dentro de un tiempo, que efectivamente, las armas no han callado a cambio de un chantaje.

Personalmente, no me alegro del resultado del plebiscito. Pero una vez que el ‘no’ se ha impuesto tras una descomunal campaña oficial por el ‘sí’, me parece que la prudencia invita a no descalificar de un plumazo a quienes han entendido por mayoría, aunque sea exigua, que el proceso no responde a unos mínimos de justicia. Basta una brizna de ecuanimidad, ya que tanto hacemos aleluyas a la empatía, para plantearse si es humanamente comprensible que haya quien, sin ser belicista ni cosa parecida, estime que el cierre que se propone no es el adecuado. Por lo visto, mola más que vengan los que han tirado de pistola —igual allá que acá— a apostrofarlos como enemigos de la paz.

Nos quedamos, ¿no?

Que si galgos, que si podencos. Unilateralidad, bilateralidad. Cara o cruz. Piedra, papel, tijera. Pues tú más. ¡Ja, mira quién habla! ¿A que…? ¿A que qué? Y como tanto les gusta citar a los columneros cavernarios —vayan acostumbrándose, por si acaso—, en la grande polvareda, perdimos a don Beltrán. El sentimiento independentista en mínimos históricos. Según el último Sociómetro, y tras un escalofriante bajón de 11 puntos en dos años, no llega ni al 20 por ciento de los censados en los tres territorios de la demarcación autonómica. Calculen a ojímetro los del trozo foral y, si les alcanza el ánimo, los de Iparralde, y tendrán una composición de lugar de lo verde que está el asunto. Si esos que llamamos unionistas no fueran tan obtusos, convocarían mañana mismo la consulta para ganarla por goleada. Aún habremos de dar gracias a su cerrilidad, que es lo único que mantiene viva la llama en los más recalcitrantes.

¿La culpa? Elijan entre Gabinte Caligari o Def Con Dos. El chachachá o Yoko Ono. Siempre está el de enfrente para cargarle el muerto. Pues nada, sigamos en Bizancio, erre que erre, con broncos debates apoyados, según toque el día, en la historia, el derecho internacional comparado o lo que le salga a cada sigla de la sobaquera. Si va de esgrima dialéctica o de quedar bien ante la parroquia, perfecto. Por lo demás, tanto dará que la fórmula para cortar amarras sea por las bravas o hablándolo civilizadamente con el dueño de la llave, cuando a la hora de la verdad, los números simplemente no alcanzan ni para echar a andar. Mucho menos, claro, si los que están dispuestos se dan la espalda.

Brexit

De entrada, Brexit me suena, supongo que por proximidad fonética, a brasa. También a complejo vitamíco para vigoréxicos, producto de limpieza para devolver el brillo a las vitrocerámicas castigadas o chicle de a doblón el paquete. Eso, en cuanto al nombre. Si voy por la coreografía que he visto en este par de días de cumbre de barandas que se hacen selfies comiendo pizza, la cosa se me queda en un Gran Hermano VIP, una Isla de los famosos o un Bruselas Shore cualquiera.

Dirán que menuda profundidad de argumentación, y me harán reconocer que, efectivamente, ninguna. Si en otras ocasiones escribo en el filo de la navaja, en esta lo hago desde el más grosero desconocimiento de lo que implica o deja de implicar que (la) Gran Bretaña abandone la Unión Europea, que es lo que se supone que han conseguido evitar los superhéroes de barrio alto, incluido el que lleva un congo de semanas en funciones.

Desde mi osada ignorancia recién confesada, empiezo preguntando si eso es verdad. De entrada, el referéndum se va a celebrar, y ya hemos visto a media docena de ministros de Cameron —que solo llevó tres camisas a la cumbre, por cierto— torciendo el morro y diciendo que menuda mierda había aceptado su jefe. Al otro lado, sin embargo, contemplamos a Juncker y Tusk (excuso anotar sus cargos) dando a entender que habían cedido un riñón y medio hígado, pero que había merecido la pena. Y ahí llega mi (repito) indocumentada duda, y no me la mezclen con ya saben ustedes qué: cuál es el motivo de tanta insistencia en mantener en el club a quien, aparte de estar como si no estuviera, no parece muy interesado en seguir.

El ‘no’ era claro que sí

A lo de Grecia se le llama hacer un pan con unas hostias. Y eso, en la versión suave. Hace solo una semana, ¡una!, el pueblo soberano y cabreado expelió un no como la catedral ortodoxa de Atenas. Más de veinte puntos por encima del . Puesto que nadie tenía demasiado claro sobre qué se votaba, se llegó a la interpretación más o menos compartida de que la ciudadanía griega le había hecho un inmenso corte de mangas a los que nombramos como acreedores. Se sobreentendía, y como tal se celebró en la Plaza Syntagma original y en las mil réplicas progresís allende las tierras helenas, que el primer ministro y proponente en jefe de la negativa, Alexis Tsipras, quedaba facultado para llevarla ante los eurotacañones a ver qué se les ocurría.

Pues hete aquí que a los mentados se les ocurrió, de buenas a primeras, endurecer la propuesta original que condujo a la convocatoria del plebiscito. Eso fue tal que el jueves de la semana pasada, y Tsipras, glu, glu, glu, tragó. Pero no acabó ahí la cosa. En las reuniones del sábado y el domingo en que debía firmarse el acuerdo que ya los poderosos mercados habían amortizado, Alemania y otro puñado nutrido de estados decidieron tomarse venganza de la ofensa que supuso la consulta. Por sus bemoles, recrudecieron sádicamente las condiciones y plantearon la disyuntiva final: o bajar la cabeza o fuera del euro.

A estas horas, ya saben cómo acabó la extorsión. Con su no gigante bajo el sobaco, Tsipras dijo sí. A la fuerza, literalmente, ahorcan. Llevo un buen rato frente al teclado preguntándome si Grecia sigue siendo, como proclaman más de tres, el modelo a seguir

Grecia, otra hora de la verdad

Me sorprendo a mi mismo contando a los oyentes de Gabon en Onda Vasca que el próximo domingo llega la hora de la verdad para Grecia. Es exactamente lo que dije de cara al referéndum de hace solo cinco días, que a su vez es la fórmula empleada ante cada una de las decenas de reuniones de urgencia del Eurogrupo, el Consejo Europeo o la institución que toque. No les hablo de un periodo de tres o cuatro meses. Ni siquiera de un año. Desde 2010 llevamos con la martingala del todo o nada, el ahora o nunca y el no va a más. Salvo la eterna Merkel, hemos visto cómo cambiaba todo el elenco de mandatarios comunitarios y estatales, pero el ultimátum supuestamente improrrogable se ha mantenido en términos idénticos. Y siempre ha habido un plazo más, seguido de otro, otro y otro.

¿Es el que vence pasado mañana, con la decisión sobre la enésima propuesta de Tsipras, el punto de no retorno definitivo de verdad de la buena? No seré yo quien lo asegure, por mucho que vaya teniendo pinta de que ya no puede quedar mucha más cera que la que arde. Pero miren solamente lo que ha ocurrido con el referéndum de hace menos de una semana. Su sola convocatoria y no digamos ya el monumental ‘no’ que salió de las urnas parecían anticipar un plante en toda regla, un giro sin posibilidad de marcha atrás o la quema de las naves, escojan la metáfora que quieran.

Pues ya ven que no. Los llamados acreedores tienen ahora sobre la mesa una propuesta helena que rebasa las líneas rojas que llevaron a la convocatoria de la consulta popular: subida de IVA y, sobre todo, recorte de pensiones desde ya. Con Grecia, nunca digan nunca jamás.

Después del ‘no’ griego

Las citas con las urnas, sean elecciones convencionales o plebiscitos, no terminan en el recuento. Y tampoco en la celebración de la victoria. Al revés, es ahí donde empieza el camino de las palabras a los hechos. Sería bonito para los griegos —y de rebote,  para los que seguimos hipnotizados su epopeya— que el contundente ‘no’ del domingo se tradujera de un día para otro en el fin de la asfixia. Quién sabe, quizá de esta los llamados acreedores (o por peor nombre aun, la troika) toman nota del profundo disgusto que causan en los pueblos, hacen propósito de enmienda, y en lo sucesivo cambian su objeto social por el de procurar la felicidad colectiva.

¿Van por ahí las cosas? Si atendemos a lo que llevamos escuchando en las últimas horas de labios de sus portavoces oficiales y oficiosos, no parece. Se diría que la parte que se da por derrotada en el referéndum está ahora mismo más por la elaboración y aplicación de refinadas formas de venganza que por la rectificación. Ni siquiera es probable que les calme la inmolación pirotécnica de su bestia negra, el ya ex ministro Yanis Varoufakis. Qué sensación orgasmática ha tenido que ser para el susodicho, por cierto, quitarse de en medio justo después de haber marcado por la escuadra.

Claro que hay una esperanza. No es descartable que esta jugada de Tsipras entre maestra y a la desesperada vaya a servir para que descubramos que las instituciones europeas han ido de farol durante todo este tiempo. Tal vez el tinglado esté montado de tal forma que si cae una pieza aparentemente insignificante, se viene abajo el resto. Eso salva a Grecia… y a alguno más.

Salga lo que salga (2)

Con la democracia nos pasa que le echamos demasiada lírica grandilocuente, y cuando le vemos el sobaco sin depilar o escuchamos sus estentóreas ventosidades, nos sentimos descolocados. Y no será por las veces que nos han repetido la martingala del gran tunante (y cosas peores) Winston Churchill, que sostuvo ante la Cámara de los Comunes que es la peor forma de gobierno, exceptuando todas las demás que se han probado.

A ese adagio me remitía, sin nombrarlo, en la columna de ayer sobre el referéndum griego. Mi única intención era recordar el mecanismo del sonajero, que lo es para lo bueno, para lo malo y para lo regular. No voy a decir que no las esperaba, pero sí que me han resultado dignas de mención —y de escribir esta secuela— las refutaciones a mis argumentos, que básicamente se resumían en una: el pueblo no sabe de todo y puede equivocarse. Varios de mis interlocutores, muy bien armados intelectualmente, me citaban como prueba decisiones tomadas en unas urnas que terminaron en catástrofe.

Hay que tener mucho cuidado con ese razonamiento. O más bien, con su continuación. Si la ciudadanía no está preparada para pronunciarse sobre ciertas cuestiones, ¿quién debe asumir esa responsabilidad? Se dirá que el gobierno de turno, que para eso ha sido elegido. ¿Por quién? Ahí es donde nos damos de morros con la paradoja: por las mismas personas de las que, en conjunto, se dice que no están capacitadas para opinar sobre según qué asuntos. ¿Quién nos asegura que sí lo están para la elección de sus representantes? Mejor detenerse en este punto. Lo siguiente es admitir que la democracia no es tan buena.