El entorno de la muerte es muy amplio. Tan amplio como alcance tiene el dolor que lo acompaña. No se inicia con el deceso o en el momento del cese de las actividades estrictamente físicas, sino en la antesala del reconocimiento de la irreversibilidad del desenlace inminente. En este momento ya habremos abandonado términos como pronostico, pues se habrá atravesado incluso el llamado pronóstico muy grave, o reservado, que se aplica sobre el soporte de la incertidumbre o desconocimiento, como garantía de que la ignorancia nos eximirá de responsabilidad ante la propia muerte.
Al margen de las valoraciones científicas para la búsqueda de la longevidad e incluso de la inmortalidad, en la era de la cultura y el conocimiento no aceptamos la muerte como ese final definitivo que debemos asumir. Según Yuval Noah Harari, profesor de historia en la universidad hebrea de Jerusalén,”todos son problemas técnicos resolubles”, al hacer referencia al reto de esquivar a la muerte como objetivo alcanzable en este siglo. Para la cada vez más reducida comunidad de creyentes, aún en la edad teológica, no hay un convencimiento absoluto sobre la consideración de la muerte como la puerta a un más allá muy prometedor, o como un paso inevitable pero complaciente que causa regocijo a su alrededor. No conozco mejor ejemplo de oxímoron en términos religiosos que esta “alegre muerte” de un ser querido.
No dudo en cualquier caso que es en esta sociedad empática donde se produce el mejor caldo de estudio para valorar nuestro comportamiento ante la muerte de un ser querido y el duelo que lo acompaña. Reivindicar la conciencia reciproca que existe entre un ser humano y su animal de compañía. Entendiendo la conciencia como la capacidad, no exclusiva del ser humano, de tener conocimiento de su propia existencia, de su estado y por ende, de las relaciones emocionales que genera de forma reciproca con su paralelo. Sea dueño, compañero o como queramos denominarlo. Al margen de consideraciones como la existencia de un “alma” por parte de alguno de los integrantes de esta relación, el flujo de emociones o sensaciones simbióticas que se provocan, reafirma mi convicción de la existencia de esta conciencia ante el hecho último de convivencia compartido, la muerte. Desde el punto de vista de un agnóstico, no se puede ir más allá de considerar el alma como el conjunto de emociones, sensaciones o pensamientos que perduran por encima de la muerte física, según Tom Regan, profesor de filosofía en la Universidad de Carolina. Y a esta consideración me remito.
A pesar de que, la creencia de que los humanos poseen un alma eterna mientras los animales no son más que cuerpos evanescentes ,es un pilar básico de nuestros sistemas legal, político y económico, según Nohan Harari, la nueva sociedad del capitalismo distributivo o colaboracionista nos obligará a reconsiderar la supeditación que hasta ahora hemos tenido como dogma, en nuestra relación con el resto de los seres vivos. No existe una sola evidencia científica de que los seres humanos posean alma. Pero este no es el tema que quería abordar hoy.
En conclusión, reflexionar sobre el duelo que provoca la muerte de un ser querido me lleva a reafirmar que hay una conciencia en el resto de seres vivos, al menos en los animales de compañía que es mi entorno de trabajo desde hace 30 años, a pesar de ser este un calificativo exclusivo del ser humano aún en las postrimerías de nuestro tiempo.
IAS
P.D. Mi sincero agradecimiento a Aintzane Zorrilla de Conmemora por su comprensión frente a mi incapacidad de gestionar emociones en mi actividad clínica.