CONCERTABA una cita con unas amigas para San Miguel y una mostró su sorpresa “¿San Miguel?” Pocos saben que en Cambridge los tres primeros meses del curso son el trimestre de San Miguel, pero creía que estaba tan asentado el calendario gregoriano de cosechas y de la cultura tradicional como para saber que en muchos pueblos san Miguel es el hito que marcaba el fin del verano y la recolección de las últimas cosechas. Pongan san Juan, santa Lucía, san José, santa Águeda… un calendario reflejo cristianizado santificado de las estaciones lunar/solares acompasado al ritmo de cultivos, labores y cosechas que ellas marcaban. No puedo añorar ese mundo pasado porque yo, como muchos urbanitas de segunda generación, sólo lo he conocido de visita en el caserío familiar.
Mercado en Gernika, Balmaseda, Ordizia… fiestas y costumbres que repetimos pero con las que tengo/tenemos escasa relación, ni por fecha ni por estación y menos por el santo con el que cristianizaron la fiesta. Nuestro contacto con el mundo rural es turístico o pura anécdota.
En 1900, el 25% de la población mundial habitaba en ciudades; hoy, el 60% somos urbanícolas en grandes ciudades y sus conurbaciones. El campo está despoblándose a marchas forzadas. En el Estado español casi 2.000 pueblos tienen menos de 1.000 habitantes, como mi manzana.
Disfrutamos su tranquilidad, ritmo relajado, pocos ruidos, saludar a las personas y charlar pausado con ellas,… quizá por eso vayamos a un pueblo, a un caserío de pasada vacacional, a descansar unos días, a una fiesta… pero su vida ya no es la nuestra, ya no pertenecemos a su cultura ni su cultura a nosotros; esos santos y esos cambios de estación ya no son nuestros referentes ni marcan nuestro ritmo vital. De hecho sorprenden los deportes rurales… pero como anécdota, porque ya no forman parte de la vida real/cotidiana, sino, como mucho, del espectáculo.
Quién pasa en alguno de esos dos mil pueblos unos días de agosto, verá sorprendido la vida bulliciosa con niños en las calles y mayores en los zaguanes, movimiento en la taberna y coches aparcados… pero vuelvan a finales de setiembre y no digamos en febrero: ni coches, ni taberna, ni zaguanes abiertos ni por supuesto niños en las calles, golondrinas que nunca volverán como síntoma de su irreversible desaparición; sólo viejos, dicho con todo cariño. “Cerrado por fin de vacaciones”, en la mayoría septiembre es la crónica de un adiós anunciado, el presagio de lo irreversible, quedan pocos y sólo mayores: los funerales permiten ver mejor las telarañas del baptisterio.
Sin servicios ni ayudas ni trabajo para jóvenes… ¿merece la pena batallar para que no desaparezcan esos pueblos pequeños? Por su inacción parecería que a los dirigentes públicos les importe un comino su supervivencia; entonces los echaremos en falta. A algunos los conservarían como parques temáticos; pero entonces, quienes quieran vivir en ellos la vida del siglo XXI ¿tendrían que ser actores representándose a sí mismos? ¿Convertirse en golondrinas sin nido?