NO piensen que con este título quiero iniciar una reflexión sobre la presión atmosférica. Nada más lejos de mi intención y, sobre todo, de mi capacidad en conocimientos científicos. Así que hablemos de nuestros bares, restaurantes y centros hosteleros en general. El caso es que, comparado con mediados de marzo, veo ahora tantos bares cerrados, en venta, que se alquilan y otros que abren/cierran al vaivén de normas sanitarias cambiantes por quincenas, que me hace dudar de su viabilidad o al menos preguntarme si este lugar popular tan concurrido y socorrido para la socialización dejará de ser el referente de la fraternidad del poteo y espacio de encuentro ciudadano. Nos imponen distancia social, materializada en distancia física en bares sin servicio en barra y en no poder estar en su interior; en la separación de sus mesas y sillas en las terrazas (los que las tengan) y en la espera hasta que el camarero higieniza mesa y silla.
En el Estado, el año pasado, el turismo fue el primer aportador al PIB, con un 14,6%, por delante de la construcción, el comercio y la sanidad. Y dentro del turismo, la hostelería marcaba paquete: 277.539 bares y restaurantes, uno por cada 175 habitantes, con 1,7 millones de trabajadores que aportaron un 4,7% al PIB. En Euskadi íbamos en el pelotón de cabeza, con 51.000 trabajadores en 13.628 locales que generaban 5.000 millones de euros y un 4% del PIB. Solo en Euskadi tenemos/teníamos más locales que once de los países de la Unión Europea (UE). Podremos decir que en Irlanda beben mucha cerveza, pero aquí hay más bares. Que nadie se ofenda ni se sienta menospreciado, pero somos un país bien surtido de camareros y camareras.
Ante estas elocuentes cifras, prohombres de la hostelería y la restauración quieren destacar el papel cultural, social y económico de bares, restaurantes, chiringuitos y demás centros gastronómicos en nuestra sociedad como parte sustancial de lo nuestro y para protegerlo han solicitado que sean declarados patrimonio de la Humanidad.
Cuando una era más joven y asumía que aquel 1 de enero de 1986 la entrada en la UE era un buen comienzo para despegar el vuelo hacia metas industriales, científicas, tecnológicas y de generación de riqueza con más plusvalía, no creyó a quienes auguraban que nuestra entrada en ese mercado sí nos proporcionaría mayor riqueza y bienestar, pero no como generadores de patentes en ciencia, tecnología e innovación, sino como prestadores de servicios de hotelería y hostelería. Bien se vio en la época dorada inmobiliaria del ladrillo aznariano y ahora, en la dependencia de nuestra economía del turismo y de la prestación hostelera. Con las restricciones de horarios y de espacios por razón del coronavirus se han quedado al pairo y son, con mucha diferencia, los más perjudicados. El problema es que son muchos, quizá demasiados.
Si esto es una crisis de grueso calibre, o eso creo, y de las crisis solo se puede salir cambiando, me pregunto si no sería el momento de plantearse un cambio de modelo productivo, empezar a distanciarnos un poco de bares y restaurantes y dirigirnos hacia una economía que no dependa de otros. Con tanto camarero libre que hay hoy y la cantidad de técnicos digitales que se necesitan, quizá pudiera comenzarse una reconversión equilibradora¡ Vamos, digo yo.
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