De entre las innumerables historias ejemplares (en el buen y en el mal sentido) que nos dejaron la constitución de los ayuntamientos, me quedo con el folletón de Barcelona. Más allá de filias y fobias, la actitud de Ada Colau atornillándose a la poltrona contiene la quintaesencia de lo que es la política. El juego va, básicamente, de conseguir y mantener el poder. Lo demás son evanescencias, postureos para la galería que se practican solo desde la oposición y, en definitiva, parole, parole, parole. La propia regidora-lapa lo ha confesado sin el menor rubor. “Nos hemos dado cuenta del valor incalculable que supone retener la institución”, iba contando ante cada alcachofa que le ponían delante. ¡Ella, que apenas anteayer vociferaba contra la casta que mandaba de vacaciones su ideario y hacía lo que fuera por permanecer en el machito!
Y ojo, que no seré yo quien le afee la conducta. Me limito tan solo a señalar la (enésima) brutal incoherencia entre los blablablás de la individua antes y después de tocar pelo gubernamental. En lo que es la sustancia de su actitud, poco tengo que decir. Que tire la primera la piedra quien no haya hecho lo que buenamente ha podido para auparse a un gobierno o, como es el caso, para no ser descabalgado. La propia ERC, que tanta indignación está manifestando, intentó por lo civil y por lo criminal exactamente lo mismo que Colau. Solo que lo que en otros municipios le fue bien, en Barcelona chocó con un PSC bien armado aritméticamente y con un señor, el tal Manuel Valls, necesitado de sacar petróleo de sus penosos resultados. “Es la política, amigo”, diría ya saben ustedes quién.