El Alzheimer de Suárez

El Suárez al que me siento más próximo no es el de los tardíos cantares de gesta compuestos y entonados, como les decía ayer, por los mismos que lo laminaron. Tampoco, valorando la notable valentía del acto, el que se negó a ponerse en decúbito prono el 23-F. Ni siquiera, con la fascinación que ejercen en mi los perdedores, el que tras haberlo sido todo pasó una pila de años haciendo bulto en un escaño remoto del gallinero del Congreso. La única versión del personaje ahora llorado y ensalzado hasta el ditirambo que me dice algo profundo es, curiosamente —o no—, aquella en la que solo se repara como metáfora para barnizar de lirismo dramático las loas, la del hombre al que la enfermedad le despojó cruelmente de la conciencia de sí mismo. Es con ese Suárez con el que me quedo, no la figura histórica, sino la persona que, como tantas otras miles que jamás ocuparán un segundo en los medios de comunicación ni una línea en las enciclopedias, pasó sus últimos años —¡nada menos que once!— en la nebulosa infranqueable del Alzheimer.

Si quisiéramos ver más allá de la pompa y la circunstancia, el infierno que han atravesado el expresidente y los suyos podría servirnos como llamada de atención sobre el día a día de quienes se enfrentan a algo igual de terrible… pero generalmente, con muchísimos menos recursos. Fue reconfortante escuchar a la doctora que lo ha atendido que, dentro de lo terrible de su situación, jamás le faltó calidad de vida. Por desgracia, o más bien porque este estado del bienestar solo lo es de nombre, la inmensa mayoría de los enfermos y sus familias no pueden decir lo mismo.

Farsantes

El relato es mucho más importante que los propios hechos. Lo estamos viendo de nuevo en estas horas de desvergonzada e incesante orgía laudatoria a Adolfo Suárez. En la mejor biografía del personaje que se ha escrito, Gregorio Morán clava este peculiar fenómeno de la memoria deconstruida a lo Adriá: “Quizá nos hicimos mayores cuando descubrimos que era el pasado el que cambiaba siempre, y que el presente seguía en general inmutable”. Manda pelotas que, teniendo edad y meninges para acordarnos de cómo discurrieron los acontecimientos, estemos dispuestos a dar por buenas las versiones trampeadas del ayer que nos están colando.

A Suárez, hoy loado a todo loar, lo dejaron tirado como a un perro después de haberle hecho pasar las de Caín. ¿Quiénes? Eso tiene gracia: los mismos que ahora se dan golpes de pecho y lo elevan a los altares. Su martirio fue obra —literalmente— de todos del rey abajo. No por nada fue el Borbón, ayer gimiente, el que dio la orden de acoso y derribo sin reparar en gastos. Sencillamente, se les había ido de las manos y había que quitarlo de en medio antes de que les jodiese el invento.

Eso también se cuenta poco: no lo habían escogido por ser el más brillante sino el que, gracias a su ambición y a su ego, parecía el más manejable. Las otras dos alternativas, Fraga y Areilza, le daban mil vueltas en talento (también para hacer el mal) y no era cuestión de arriesgarse. No contaban con que aquel chisgarabís se metería tanto en su papel y acabaría creyendo que era el elegido para devolver las libertades. Cuando le vieron las intenciones, lo fumigaron. Hoy lo lloran. Farsantes.

Fundación X

Egos que se expanden más allá del infinito. Felipe González ha creado una fundación para el estudio de su figura que lleva su nombre y, faltaría más, que preside él en su mismidad. Yo, mi, me, conmigo; a ver quién supera ese ejercicio de onanismo autoinspirado. En la próxima edición del diccionario, la RAE tendrá que actualizar el significado de la palabra vanidad.

¿Y por qué no ha esperado, como todos, a palmar para que le montasen el chiringuito laudatorio? Quizá porque no se fiaba de que, una vez certificado el hecho biológico, hubiera entre los suyos media docena de tiralevitas dispuestos a abrillantarle la posteridad. Mal cálculo, si ha sido por eso, pues aunque es verdad que la legión de felipistas ha mermado mucho, todavía quedan por ahí un buen puñado de recalcitrantes que se hubieran entregado a la tarea, eso sí, post-mortem, que es como se hacen estas cosas para que no canten tanto.

Ocurre que a Felipe le urge vindicarse y hasta reivindicarse antes de pasar a la condición de fiambre. Ha perdido mucha comba en la carrera de la popularidad de los expresidentes españoles desde que se puso el contador a cero. Mientras se hacía requetemultimillonario, ha sido rebasado por el espectro del pan sin sal Calvo Sotelo y, desde luego, por el semiespectro de Suárez, campéon indiscutible de la competición. Incluso Zapatero, contando nubes y concediendo bostezantes entrevistas, le pisa ya los talones. Solo la chabacanería contumaz de Aznar lo libra —y por muy poco— de ser considerado el tipejo más despreciable que ha habitado Moncloa en los últimos 35 años.

Es cierto que la memoria es frágil y fácilmente moldeable, pero por mucho que se emplee a fondo en el lavado de su pasado, a González le va a costar dos congos que dejemos de verlo, entre otras cosas, como lo que no escribo porque no es necesario. Por algo en Twitter a su invento lo llaman ya, entre la chanza y la denuncia, Fundación X.

De Bergoglio a Francisco

Me gusta el Papa Francisco. Me gusta más que el cardenal Jorge Mario Begoglio. Y no me digan que ambos son la misma persona, que por más que habiten idéntico cuerpo, las diferencias entre uno y otro son como de los Apeninos a los Andes. O viceversa, no sé. Coincidirán, si quieren, lo campechano, el acento, el gusto por la parrapla o el carné de socio del San Lorenzo de Almagro. En las hemerotecas encontrarán, mientras no las borren o maquillen, las desemenjanzas. El arzobispo de Buenos Aires derrotaba, diga lo que diga ahora su alter ego, por la diestra. El actual jefe del estado Vaticano y pastor mayor de la grey católica juega en la otra banda. Cada vez más escorado, para dolor de muelas y zozobra de la oficialidad.

¿Cómo explicar tal transformación? Cabría contemplar la iluminación divina. Una revelación instantánea al entrar en contacto con el báculo de San Pedro, por ejemplo. Si nos ponemos conspiranoicos, podemos barajar que se trate de un maestro del entrismo, al estilo de los que que el comité central del PCE infiltraba en el Sindicato Vertical. Me parece, sin embargo, más verosímil la hipótesis del personaje impelido a cumplir el destino que otros le señalan. Conforme se meten en el guión, más se gustan a sí mismos y acaban convencidos de haber venido al mundo para cambiar lo inmutable.

Y en el viaje, para pasar a la Historia, que se escribe en ocasiones así. Fíjense en Gorbachov, un oscuro burócrata del PCUS que no había dado el menor disgusto al Soviet Supremo en su vida, hasta que se enteró por los periódicos de que era el encargado de dar el finiquito al socialismo real. O más cerca, el falangista de carrera Adolfo Suárez, que se creyó tanto su papel de paladín aperturista, que los mismos que lo pusieron tuvieron que quitárselo de encima. Tal vez a Francisco le aguarde un fin parecido. Pero mientras le llega, está abriendo muchas ventanas. Por eso les decía que me gusta.

Piénselo, López

No generalizaré, porque está feo y además es garantía de injusticia, pero resulta curioso comprobar que gran parte de las personas con responsabilidad de gobierno acaban pareciéndose más allá de las siglas en diez o doce tics. De todos ellos, el más acusado es un apego irracional por la poltrona. En tiempos de Adolfo Suárez, que manifestó el síndrome en su estadio más agudo, él mismo no tenía rubor en hablar de “la erótica del poder”, como si mandar fuera una irrefrenable pulsión sexual. Dios o Freud sabrán si hay algo de eso, pero el caso es que un repaso somero a cuantos han regido nuestros destinos o nuestros destinitos arroja una inusitada cantidad de individuos a los que ha habido que sacar con sacacorchos del machito. Sería sólo un apunte de psicología parda, si no fuera por los devastadores efectos que suele acarrear su sobrehumana resistencia a ingresar en la condición de “ex” y pasar a la consiguiente vida regalada de jarrones chinos.

A estas alturas de la columna, y sin necesidad de anotar siquiera sus iniciales, ya imaginan a quién está dedicada. Sé que si no le hace caso a nadie, menos me lo va a hacer a mi, con el historial de mandobles dialécticos que llevo en el zurrón, pero sería algo digno de condecoración que alguien le hiciera ver que el mayor servicio que le podría hacer al país -y quizá a él mismo- es marcharse. Hoy mejor que mañana y mañana mejor que pasado mañana. Esa desmemoria de la que hablaba hace un par de días le puede servir como aliada, que aquí se estila mucho el “tanta gloria lleves como paz dejas”. Así que pasen unos calendarios, lo recordaríamos, primero como una mal sueño y, no tardando demasiado, hasta habrá quien sostenga que tampoco fue para tanto.

Baje la luz, acomódese en la chase-longue de tomar las decisiones trascendentales, ponga en el estéreo su canción favorito de Vetusta Morla, y piénselo, señor López. Ya, que no. Me lo temía.