Sémper, bandera blanca

No sabe uno muy bien si entonar un Miserere por la nada accidental muerte política de Borja Sémper o si arrancarse por bulerías a la salud de su cuerpo serranísimo, una vez que se ha liberado de una carga que, por más que tratara de disimular, se veía a leguas que ya no era capaz de arrastrar. Quizá sea suficiente con quedarse en el tópico ramplón y plañir que siempre se van los mejores, haciendo verdad la máxima que tanto repitió el difunto con todas las de la ley Pérez Rubalcaba: somos maestros insuperables en el arte de enterrar.

Qué ascazo, anotémoslo aquí, la retahíla de cobardes acuchilladores por acto u omisión que desde que se hizo pública la noticia, procesionan en primer tiempo de falso lamento y elegía desmedida. Con que hubiera habido algo de sincero en sus ditirambos laudatorios, ahora no estaríamos diciéndole hasta luego, noruego. Casi me quedo con sus recalcitrantes enemigos y presuntos compañeros de trinchera y/o siglas, que lo han despedido descorchando cava y retozando en alfombras tan mullidas como aquella que un día denunció el objeto de estas líneas. Otra muesca en la culata de Cayetana Álvarez de Toledo y los extremocentristas; otro fiambre colgado de una grúa a modo de aviso a esos navegantes que de tanto en tanto hacen como que levantan el dedo y fingen un mohín desaprobatorio. Como si no recordáramos quién y por qué se cargó a Arantza Quiroga, protomártir de un PP vasco que pudo ser y se diría que ya no.

En todo caso, ahora qué más da. Déjenme tan solo que en los caracteres que me quedan le desee que le vaya muy bonito a una persona con la fue un gran placer discrepar y coincidir.

La venganza de Cayetana

Ni un mes completo se ha cumplido de la pomposa convención en la que el PP de la demarcación autonómica pretendió haber señalado “perfil propio”. Pues la primera en la frente. El mismo Pablo Casado que hizo como que bendecía la libre determinación, ejem, de la franquicia vascongada ha impuesto las listas para la repetición electoral del 10 de noviembre. Lo ha hecho, además, por las bravas, sin disimulos, con diurnidad y alevosía, y con el agravante que supone que desde hacía unas fechas los dirigentes locales habían empezado a deslizar los nombres que iban a encabezar las candidaturas.

Menudo planchazo, por ejemplo, para Javier de Andrés, un valor muy poco discutido en Araba, que se ve relegado por la paracaidista Marimar Blanco, cuyos únicos méritos políticos son esos que no hace falta citar. Tampoco es moco de gaviota, digo de charrán, la insistencia en la plancha vizcaína de Beatriz Fanjul, cuyo nulo empaque se tradujo hace seis meses en la pérdida de un escaño fijo desde hace quinquenios. Claro que casi es más abracadabrante la reincidencia de Iñigo Arcauz —que deja a muchos de Vox como socialdemócratas— como número uno de Gipuzkoa.

Y sí, se dice, se cuenta y se chamulla que entre los mandarines del terruño, empezando por el propio Alfonso Alonso, hay un cabreo sideral. Sin embargo, hasta el momento de teclear estas líneas, no hay un cagüental oficial. Todo se queda en declaraciones tan sulfúricas como anónimas que dan la medida de quién es Tarzán y quién es Chita. Se diría, al cabo, que Cayetana Álvarez de Toledo se ha tomado la revancha de los desplantes previos y posteriores a la convención de marras.

Renovarse era eso

La convención en la que el PP vasco iba a marcar impronta propia frente a la nave nodriza terminó con los sones atronadores del himno español y los asistentes en posición de firmes. Tampoco es que se esperase un fin de sarao con el Eusko Gudariak —ni siquiera con Eusko abendaren ereserkia—, y es igualmente cierto que inmediatamente antes, a modo de contrapeso, se puso el Gernikako arbola… proyectando en una pantalla la letra en castellano. Sin embargo, la elección del chuntachunta rojigualdo como colofón y la marcialidad en los gestos, especialmente en algunos, encierra un mensaje de mayor potencia que cualquiera de los que se lanzaron desde los atriles en las dos jornadas del evento presuntamente autoafirmativo.

Quizá es ahí donde estuvo el problema. Salvo que me perdiera algo de un acto que, por lo demás, no ha tenido gran relieve, estoy por jurar que ninguno de los discursos o las pomposas ponencias contienen el menor elemento que permita hablar de seña de identidad diferenciada respecto a Génova. Por supuesto, todavía menos se anunciaron actos concretos que impliquen un verdadero propósito de enmienda respecto a los mantras que han caracterizado la vida de la sucursal vasca del PP desde su fundación. Da por pensar que los dirigentes locales de la cosa casi le deben gratitud a la lenguaraz Cayetana Álvarez de Toledo porque las bocachancladas que le hizo soltar su gurú Jiménez Losantos propiciaron que algunos de ellos —no todos— sacaran el genio y pusieran de vuelta y media a la doña. Esas respuestas al desaire de su conmilitona han sido lo más parecido a marcar perfil propio que se ha visto estos días.

Listas con frikis

Tiene uno la tentación de recordar con nostalgia y hasta con cierta ternura aquellas campañas electorales en las que el punto más alto de excentricidad lo marcaban los difuntos Jesús Gil o José María Ruiz Mateos. Es verdad que ni ellos ni buena parte de los políticos de entonces componían una media demasiado alta, ni mucho menos, pero desde luego, estaría por jurar que el nivel de bochorno patético (o patetismo bochornoso) no se acercaba al que que estamos viendo en las últimas citas con las urna y, particularmente, con la presente. A la vista de los especímenes con que se han pergeñado las listas —especialmente de los partidos de extremocentro, pero también de algunos otros—, cabe pensar que hemos entrado en una imparable cuesta abajo en la rodada.

Lo tremendo son las respuestas que se obtienen cuando uno se pregunta primero por qué se actúa así, e inmediatamente después, si las elecciones de candidatos esperpénticos resultan efectivas para cosechar votos, que es de lo que se trata. Es bastante evidente que los gurús que se ocupan de estos pormenores piensan que es matemáticamente así. O lo que es lo mismo: están convencidos de que ese tipo de frikis, empezando por el propio Abascal ataviado de soldado de los Tercios de Flandes y siguiendo por la insufrible provocadora Cayetana Álvarez de Toledo o el productor de vergüenza ajena a granel Juan José Cortés, tienen su mercado, o sea, individuas e individuos capaces de hacer cola ante una urna para votar al partido que los presenta. Y ahí es donde nos damos de bruces —¡ay, qué daño!— con la soberanía popular, cuyo dictamen no quedará otro remedio que aceptar.

Listísimas

Pasan lustros y no pierde ni un ápice de vigencia el principio sobre el reparto de puestos en la mayoría de las organizaciones políticas que dejó enunciado Alfonso Guerra. “El que se mueve no sale en la foto”, sentenció lapidariamente el entonces número dos del PSOE, que a los efectos de colocación y eliminación de efectivos, era el número uno. Se trataba, desde luego, de un aviso a navegantes, pero también de la descripción de una realidad difícilmente refutable: un partido necesita cohesión y observación de la jerarquía. Eso se consigue, no nos engañemos, rodeando al líder de personas fieles o, si se prefiere la versión suave, de personas de su confianza. Otra cosa es que lo sean por convicción, porque no queda otro remedio o porque la recompensa merece el esfuerzo.

Es verdad que la reciente moda de las primarias ha variado algo el procedimiento. Todos tenemos en mente media docena de casos, empezando por los de los propios Pedro Sánchez y Pablo Casado, en los que ha ocurrido lo inesperado. Quizá por eso mismo, porque conocen de primera mano los peligros de no tenerlo todo atado y bien atado, uno y otro se han aplicado el cuento y de cara a la inminente torrentera de elecciones han elaborado listas casi literalmente a su imagen y semejanza. Sánchez se ha librado de hasta el último susanista y ha instalado a su guardia de corps en los lugares preminentes. De lo suyo gasta. Con mayor descaro que su rival, Casado directamente ha laminado a la vieja guardia y la ha sustituido por frikis como Cayetana Álvarez de Toledo o Juan José Cortes, cuyo único mérito político consiste en ser padre de una niña asesinada.