Condenar o no condenar

Les confesaré un secreto: a mí tampoco me gustan el verbo condenar ni el sustantivo condena como sinónimos de rechazar o rechazo. Aunque me consta que la tercera acepción de la RAE lo asimila a reprobar, el vocablo siempre me ha sonado excesivo y, si me pongo tiquismiquis, incluso un tanto vacuo y artificioso. Supongo que eso ha sido a fuerza de escucharlo durante decenios en labios de personas que parecían estar compitiendo por aparentar la mayor indignación en lugar de limitarse a lamentar y censurar sinceramente unos hechos. Los formulismos manoseados acaban perdiendo su sentido o, un paso más allá, convirtiéndose en caricaturas. Eso pasó, por ejemplo, con la letanía «mi/nuestra más enérgica repulsa», a la que puso banda sonora La Polla Récords.

Por todo esto, propongo que dejemos de enguarrarnos en las batallitas de los comunicados conjuntos. Más allá de la utilización de este o aquel término, busquemos la miga del asunto. Y si se trata, como en el caso reciente de la agresión de una descerebrada fanática a un joven del PP, la cuestión es tan simple como la expresión contundente y sin matices ni tics justificatorios de la denuncia de tal hecho. Es muy adecuado decir, como hizo Arnaldo Otegi, que es «reprobable, rechazable e inaceptable» y que «va en la dirección contraria a la construcción de la convivencia democrática». A partir de ahí, puesto que no nos hemos caído de un guindo, cabría pasar de las palabras a los hechos. ¿Cómo? Imponiendo la autoridad y el influjo que se tiene sobre los agresores y, sobre todo, no promoviendo actos contra la mentada convivencia democrática. Ya nos entendemos.

Cuatro balas a Iglesias

A ver si de esta lo aprendemos para siempre. Enviar un sobre con balas es un acto absolutamente intolerable. Exactamente igual que pintar en las paredes dianas con nombres. O que arengar desde las redes a la borregada contra los enemigos de este o aquel pueblo. Minimizar, justificar o poner en duda la veracidad de tales hechos es situarse entre los antidemócratas sin remisión. O, directamente, entre los fascistas, que como tengo dicho aquí mil veces, con harta frecuencia se presentan como antifascistas.

Vaya descojono, por cierto, que los ultramontanos diestros puestos entre la espada y la pared salgan con el viejo comodín: condenamos todas las violencias. Si no fuera por la descomunal tragedia que hay de fondo, resultaría cómico el parecido más que razonable entre los extremos que no es que se toquen. Se besan con lengua hasta la campanilla porque son, tachán, tachán, el mismo guano con distinto disfraz. Quedan solo un escalón por debajo los tontos del haba —da igual con tres seguidores en Twitter que con diez millones— que sueltan soplapolleces de aluvión sobre la equidistancia. Muy poco se dan cuenta de que sus infantiles tiroliros demagógicos son la proteína que engorda día a día a los abascálidos. Por lo demás, ojalá fuera la dignidad y no el cálculo electoral lo que impulsara las denuncias.

Un escarmiento inútil

Ahí hemos vuelto a tener al Estado de Derecho funcionando a pleno pulmón. Como aperitivo, una filtración por entregas a modo de Omeprazol para tener preparado el estómago cuando cayera el potaje judicioso en todo su esplendor. Se pretendía, de propina, dar la impresión de generosidad al descartar la rebelión y optar, como si fuera una ganga, por la sedición entreverada de malversación. Con eso y con unas declaraciones espolvoreadas aquí y allá por los mandarines eternamente en funciones, solo quedaba un pequeño detalle antes del mazazo final: un vídeo de primera en el que los miembros más ilustrados del Consejo de Ministros mostraban su don de lenguas. Ocho minutos en varios idiomas para tratar de explicar al mundo que España es una democracia del carajo de la vela y que no hay que dejarse llevar por habladurías. Vamos, una excusatio non petita de manual, una prueba de mala conciencia o, sin más, una exhibición impúdica de cara dura.

Y a partir de ahí, el resto de la pirotecnia que todavía continúa: la asignación de condenas tan caprichosas como todo el proceso, las advertencias de lo que puede pasar si no se baja la testuz, la reactivación de las euroórdenes contra los fugados y, en definitiva, la difusión de un metafórico nuevo parte de guerra que da por cautivos y desarmados a los ya oficialmente sediciosos independentistas catalanes.

Lo mío no son las profecías, pero estoy por jurar que se equivocan quienes andan festejando la derrota del soberanismo. Puede que este escarmiento haya sido un varapalo durísimo, pero no solo no servirá para detener el desafecto por España, sino que lo multiplicará por ene.