Cuatro gatos

Ya estamos con los catetos que al ver venir el tren de frente se engorilan: “¡Chufla, chufla, que como no te apartes tú…!”. O adaptado a hechos recientes: “En la iniciativa Gure Esku Dago solo participaron 150.000 personas sobre una población de dos millones”. Vamos, lo que vendría a ser cuatro gatos, según el teorema pardo de las mayorías silenciosas, medidas y autoatribuidas a beneficio de obra.

Señalemos, de entrada, que no hay peor ceguera que la voluntaria, y preguntemos inmediatamente después qué movilización de la contraparte ha cosechado una concurrencia similar. ¿Habría un par de narices a convocar una cadena humana, un flahmob o la folclorada que les pete a favor de la unidad indisoluble de España? Este humilde plumilla aceptaría la comparativa, incluso sabiendo que dos de cada tres que se citaran a un evento así serían carretados desde un poco más abajo de Pancorbo.

Pongan fecha, y a la espera, si creen que los votos del populacho son la expresión de algo, hagamos dos montones. A un lado, los de las formaciones que apoyan el derecho a decidir; al otro, las siglas que dicen que ni hablar del peluquín. Escojan entre cualquiera de las elecciones desde que volvió a estar completo el abanico de opciones. O mejor, tomemos todas en orden cronológico. Qué fenómeno tan curioso, ¿eh? La diferencia entre los del sí y los del no se va agrandando de votación a votación.

¿Sigue pareciéndoles que eso no significa nada? Pues ya solo queda la verdadera prueba del algodón. Si tan confiados están en que son más, no deberían tener mayor problema en preguntarlo directamente. Aquí te espero, Baldomero.

No solo Catalunya

El portazo del martes en el Congreso español no fue solamente a las aspiraciones de la mayoría social y política catalana o, por analogía, de la vasca. Serían muy estrechas las miras si la única conclusión que sacáramos se limitara a lo evidente, es decir, al rechazo por aplastante mayoría de la demanda de un territorio para decidir su futuro. Basta atender a los discursos —en forma y fondo— y a las reacciones para comprender que la cuestión que se dilucidó les atañía por igual a ciudadanos de Vic, Arrasate, Mondoñedo, Chiclana, Paterna o del mismo Madrid, esos a los que con tanta ligereza calzamos la consabida e injusta metonimia.

Una pista de por dónde voy: al terminar la buenrollista intervención de Pérez Rubalcaba, una parte no pequeña de la bancada del PP aplaudió, siquiera, por lo bajini y como al despiste. Fenómeno no habitual pero del todo lógico, puesto que sacarina arriba o abajo, el [todavía] líder del PSOE había venido a decir casi lo mismo que Mariano Rajoy, o sea, que como dueños que son del balón y de la asfixiante mayoría que suman (en proporción de 6 a 1), son ellos los que ponen las reglas. Las del bipartidismo a machamartillo, naturalmente, que implican que en cualquier cuestión que consideren esencial prevalecerá el pacto de hierro. Eso reza para lo territorial e identitario, pero también para el modelo económico y el de Estado en toda la extensión de la palabra, que es una enormidad.

Como piedra angular y non plus ultra, la Constitución, que invitan cínicamente a reformar, en la seguridad de que solo ellos, el bifronte, pueden hacerlo, como en agosto de 2011, a voluntad.

Tres tristes diputados

Los que se mueven no salen en la foto, previno Alfonso Guerra a su rebaño sobre las consecuencias de no balar de acuerdo con la partitura. Mil veces se ha cumplido la nada velada amenaza desde entonces, tanto en la congregación del Rasputín sevillano como en el resto, pues en materia de trato a los discrepantes no hay gran diferencia entre siglas. En la ocasión que me ocupa, sin embargo, los renegados sí aparecen en las instantáneas… ¡pero cómo! Relegados literalmente al córner del Parlament de Catalunya, en la última fila, más cerca de los apestados de Ciutadans que de sus todavía compañeros nominales, que aprietan el culo hacia el lado opuesto para que corra el aire, no sea que se contagien del virus librepensante o que el jefe de personal les acuse de no hacer el vacío adecuadamente.

Qué imagen, la de los tres tristes diputados del PSC sometidos a escarnio público por haber votado lo que no debían. Expulsarlos habría sido demasiado compasivo. Cuánto mejor un martirio lento ante los focos, no se sabe si para que entren en razón y vuelvan arrepentidos o para empujarles a abandonar el paraíso por su propio pie. Y el mensaje no es solo para ellos. Como la frase con la que arrancaba estas líneas, es todo un aviso a navegantes por los procelosos (qué ganas tenía de usar esta palabra) mares de la disidencia de uno a otro confín ideológico. A buenas, el aparato es muy bueno: reparte chuches entre los niños dóciles y proporciona cobijo y generosa manutención a auténticas nulidades que en la vida real las pasarían canutas. A malas, es mejor no comprobarlo.

No es casualidad la terminología empleada en el relato. Se cuenta que el trío calavera ha sido degradado a la condición de diputados rasos. También militante viene de militar. Ayer, hoy y siempre los partidos han sido, son y serán organizaciones que se rigen por códigos castrenses levemente dulcificados. Y quizá deba ser así, quién sabe.

Decidir, según Cercas

Sostiene el gran escritor —eso no lo negaré— Javier Cercas que el derecho a decidir es una argucia conceptual, un engaño urdido por una minoría para imponer su voluntad a una mayoría. Con tales palabras exactamente. En realidad, esa variante del “no corras, que es peor” o directamente de la ley del embudo es el veredicto final e inapelable de [Enlace roto.] construido a base de verdades esféricas al gusto exacto de los que ven, llenos de zozobra y tembleque en las rodillas, que se les rompe España. Superado el primer sofoco ante el cúmulo de sofismas (mira quién habla de argucias conceptuales), ha sido revelador y hasta divertido ver cómo el texto era ensalzado y exhibido a modo de detente bala por la misma carcundia casposa que hasta la fecha despreciaba a Cercas por su presunta condición de autor de izquierdas, aunque fuera ma non troppo. Frente a las grandes cuestiones, ya se sabe, la línea divisoria se diluye. Antes roja que rota.

Resulta tentador ir desmontando clavo a clavo la tramoya argumental del zigzagueante escrito. Para alguien de natural irónico como el que suscribe, sería un festín hincarle el diente a la chusca comparación entre pararse en un semáforo y poner urnas para contar quién quiere irse y quién quiere quedarse. Y qué voy a decir de la rocambolesca, casi lisérgica, afirmación de que someter un asunto a votación es, ¡toma ya!, concederle el triunfo a la minoría. Sin embargo, no procede entrar al trapo. Esos teoremas de pata de banco obran, en efecto, como jugosos cebos para ocultar el mensaje principal, que no está en las partes del artículo sino en su totalidad y en el hecho mismo de que alguien se encargue de redactarlo y publicarlo. En lugar de entrar al debate de las ventajas o los inconvenientes de optar por esto o por lo otro, se hace saber a la concurrencia que, se pongan como se pongan, no hay más tutía que tragar lo que un ente superior ha decidido por ellos.

Paralelismos

Se han cambiado los papeles. En los años —nada lejanos— del Plan Ibarretxe, los catalanes que apostaban por el soberanismo miraban a Euskadi con una mezcla de envidia y expectación. En privado comentaban que el paso adelante de su espejo del Cantábrico, para el que no veían maduro a su pueblo, podría servir de ejemplo y banderín de enganche. Siempre que saliera bien, claro, cosa que no ocurrió. Tras aquel histórico portazo en el Congreso de Madrid, no pasó absolutamente nada. Se elaboró el duelo correspondiente —negación, enfado, dolor, resignación— y las aspiraciones de ir por libre quedaron aparcadas para mejor momento. La existencia de ETA, que todavía mataba, extorsionaba y arruinaba magníficas oportunidades para hacerse a un lado, operó como justificación o quién sabe si como excusa. Luego llegaron la crisis, el pacto PSE-PP, diez o doce enredos más… y hasta hoy, cuando son los vascos partidarios de marcharse los que miran —de acuerdo, miramos— con hondo interés lo que está sucediendo en Catalunya.

Esta vez nos toca ir a rebufo, que a lo mejor no es una posición heroica, pero si me perdonan el cinismo, sí más cómoda. Podemos contemplar admirados cómo crece la ola y aguardar el instante de subirnos a ella o dejarla pasar, si es que al final se concluye que todavía no es la buena. En el ínterin deberemos hacer un ejercicio de realismo y sinceridad. ¿Todos los que dicen que quieren irse están hablando de lo mismo? Complicada pregunta, pero las hay aún más peliagudas: ¿Quién sería el sujeto de la hipotética secesión? ¿Solo la Comunidad Autónoma? ¿Qué ocurriría con Navarra y, más difícil todavía, los territorios de la Vasconia continental? Transcurre el tiempo y tenemos sin resolver esas cuestiones.

Por lo demás, mucho ojo con los paralelismos de carril. Habrá media docena de coincidencias entre el caso vasco y el catalán. Pero sospecho que también una cantidad mayor de diferencias.

Artur Mas, Victus

Si Mariano Rajoy no miente también al difundir sus elecciones literarias, este verano he compartido con el presidente español el placer de la lectura de Victus, de Albert Sánchez Piñol. Se trata de una deliciosa novela que recrea la tan épica como estéril defensa de Catalunya ante el brutal asedio de la Corona de Castilla, que acabó rindiendo la plaza el infausto 11 de septiembre de 1714. Contado así, podría parecer otra pamplina propagandística. Sin embargo, les aseguro que, además de la amenidad y la documentación, el gran valor que he encontrado en el texto es su renuncia a la mitificación. Al contrario, salen muy mal parados algunos héroes oficiales de la resistencia, empezando por el beato civil Rafael Casanova, ante cuya estatua tienen lugar las habitualmente tumultuosas ofrendas florales de la Diada.

No creo que estuviera en la intención del autor, pero en la descripción del comportamiento del tal Casanova y otros prebostes que figuran en el relato, he tenido la impresión de identificar a varios dirigentes políticos de la Catalunya actual. El más obvio, Artur Mas, que podría ser una mezcla sincrética de diferentes personajes que en la narración son llamados alfombras rojas. Obligados por su condición de representantes de un pueblo agredido que exigía hacer frente a los invasores, tuvieron que liderar una defensa que ni les convencía ni les convenía. Sus culebreos para conservar a un tiempo la credibilidad popular y su patrimonio acabaron resultándole a la causa catalana tan letales como la artillería borbónica. Pisaron simultáneamente el acelerador y el freno, y de ahí devino buena parte de la derrota.

299 años después, afortunadamente sin derramamiento de sangre, parecemos volver a la misma situación. El Molt Honorable pone fecha a una consulta que suena a todo por el todo, y al de un rato anuncia su retraso porque ya no hay tanta prisa. Advierto que Rajoy ha leído el libro.

Consultas

Como en Grándola, la villa morena que inspiró a José Afonso el himno de la revolución de los claveles, en Karrantza el pueblo es quien más ordena. Por lo menos, en lo tocante a asuntos taurinos. Escuchada su voz soberana y, en consecuencia, inapelable —lo de infalible lo dejamos para otro rato—, las fiestas del Buen Suceso, allá por el final del estío, mantendrán como blasón y santo y seña la tradicional corrida de bichos con cuernos que se llevará 7.200 euros del erario público. Una pasta, sí, para unas arcas que, como casi todas las del entorno, están en el chasis, pero como diría el anuncio de tarjetas de crédito, la democracia no tiene precio. Bien es cierto que se puede dar la vuelta a la frase y concluir exactamente lo contrario, es decir, que el precio de la democracia es arriesgarse a palmar un pico del presupuesto en algo que a bote pronto no parece ni de primera, ni de segunda ni de tercera necesidad. Que ese algo sea lo que servidor considera humildemente un detestable espectáculo cruel me da mucho pensar.

Más todavía, quería decir, porque de hecho, lo que me empuja a escribir estas líneas no es una certeza sino un par de océanos de dudas. Así como otras veces me planto en esta esquina con una o varias opiniones que estoy medianamente convencido de sostener, siquiera en el momento de teclearlas, hoy me toca reconocer que no tengo nada claro que se pueda o se deba consultar sobre todo. Me consta que en la pura teoría no parece haber ningún método mejor para determinar la voluntad popular que preguntar directamente a la ciudadanía. Eso es de perogrullo, ¿verdad? Pero, ¿siempre tiene la razón la mayoría? ¿Es factible darnos sin excepciones lo que demandamos o lo que nos gustaría? ¿Procede someter a votación si preferimos un IVA del 2 por ciento o del 21? ¿Qué ocurriría en un referéndum sobre el mantenimiento de las ayudas sociales a los inmigrantes? Ayúdenme, estoy hecho un lío.